• Daniel Alejandro Ramírez Rojo
  • 27 Noviembre 2013
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Por: Daniel Alejandro Ramírez Rojo

Tres policías decomisan los tamales de una vendedora ambulante. Y se los comen a la vista de los testigos.

Yo paso por las usuales calles que suelo recorrer. Las primeras horas de la mañana se acompañan del agitado movimiento de la gente. Mujeres y niños corren a las puertas de las escuelas. Hombres trajeados transcurren por las calles de la ciudad de Puebla.

En una esquina una discusión poco usual. Una desesperada mujer discute con tres policías. Una patrulla se puede ver a media calle. Uno de los policías se dirige a la patrulla, mientras la mujer continua hablando con los otros uniformados. Una pequeña calma se puede sentir, mientas la patrulla se aleja calles del lugar. La mujer se coloca cerca de un carro de supermercado que contiene una gran olla.

Mis andares por las calles me hacen saber que la señora vende tamales desde hace ya más de seis meses. Para fortuna de la señora sus tamales tienen muy buen sabor. Hace ya unas semanas tuve la fortuna de degustar una guajolota del puesto de la señora. Guajolota es lo que en algunas partes llaman la torta de tamal.

La patrulla regresa, pero yo no puedo ver lo que pasa. Lo único que alcanzo a mirar es como baja “un representante de la autoridad” de la patrulla. El tránsito de vehículos me impide observar la situación. Sin embargo, la tensión del lugar es fácil de imaginar, ya que se trata de los mismos tres policías que encontré al principio. No se apartan del carro de tamales.

Yo recuerdo que tengo un asunto y voy a lo mío. Pero pronto estoy de regreso en la esquina.

Tardo un poco en reencontrar la imagen de la calle donde suceden los hechos. No encuentro ni la señora, ni los policías y tampoco los tamales. Dicha ausencia me hace pensar  el mejor de los casos: todo se resolvió en la mejor manera, pienso yo. Camino media calle más y me encuentro con los tres policías originales. Ellos están situados junto al carro de supermercado y los tres comen tamales a gusto lleno. Me sigue extrañando la ausencia de la señora. Mientras menor es la velocidad de mi paso, más aumenta mi búsqueda por la mujer. Logro encontrarla a distancia bastante considerable de los policías. Está con otra mujer, ambas platican y la dueña de los tamales luce consternada. H desaparecido la angustiosa voz de la mujer que discutía con los policías, ahora es apenas un murmullo.

No logro explicarme lo que sucedió. Imagino que la señora no cuenta con los permisos necesarios para vender en la vía pública. También podría ser que vendió y se alejó para charlar con una conocida.

La dueña del puesto de tamales se retira del lugar. Ella no se dirige a donde se encuentran los policías y su carro con la olla. La mujer se marcha en dirección contraria. Busco la mirada de la mujer, alcanzo a ver lo que podría ser un rostro deprimido.  Me acerco con cautela a la mujer con la que platicó la tamalera. Le pregunto a la mujer por la situación de la vendedora ambulante. La mujer me responde que a su conocida le levantaron el puesto, refiriéndose al carro que contenía la olla de tamales.

Obtengo una breve explicación: la señora de los tamales tenía un permiso, el cual resultó no servirle para que no le decomisaran su mercancía. Ante tal situación, la mujer decidió ir a hablar con la persona que le dio el permiso.

No  supe más de ella. Imagino que el sentimiento de impotencia debe ser grande. Y que le debió afectar el shock de perder la mercancía, la rabia de ver a aquellos hombres comerse sus tamales confiscados. La falta de un permiso. Su pequeño mundo reducido al caos.

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