• Sergio Mastretta
  • 17 Octubre 2012

Pero primero la Cañada

No existe ninguna valoración de la riqueza ambiental en Tetela. Por supuesto la región no está considerada como “área natural protegida”. Y por lo tanto está expuesta a lo que dicta la Norma Oficial Mexicana 120 que regula las actividades de exploración minera directa “que se realicen en zonas de bosques de coníferas o encinos, que ocasionan impactos poco significativos para el ambiente y el entorno social, de realizarse en estricto apego a diversos requisitos, especificaciones y procedimientos de protección ambiental, que se establecen en la presente Norma Oficial Mexicana”. Y con esa norma se vienen sobre Tetela los ingenieros de FRISCO.  Cuánto nos hemos equivocado los hombres en estas sierras. En esta geografía de la devastación hemos dejado huellas indelebles, que en la soberbia del criminal ya no reconocemos. Y para ello están las leyes y las corporaciones.

La cañada en la que arranca el río Zempoala cae de sur a norte desde los tres mil metros en una serranía cercada por las brechas de los talamontes, y recorre diez kilómetros hasta Tetela, asentado a 1740 metros sobre el nivel del mar. Atrás, hacia el sur, quedó el agrietado arranque reseco del río Apulco, encerrado en un cañón que no sabe más del rumor del viento contra los árboles, incapaz de someter a la montaña, de la que rehúye mejor en una escapada hacia el oriente, para convertirse en el río Apulco desde los municipios de Iztacamaxtitlán y Zautla. Pero en la cañada hacia Tetela sí se reconoce el aire cortado por las ramas enérgicas de los pinos, y la sonoridad del agua batida por las piedras recuerda que aquí todavía se retiene la humedad del golfo en ese ir y venir antiguo de las nubes y la lluvia. La vega de los liquidámbares (Liquidambar styraciflua L.) la encuentras si abandonas la carretera que cruza el río y sube por la cuesta con el rumbo quebrado de la Sierra hacia Zacapoaxtla. Puedes seguir un sendero que poco a poco se desvanece entre el pedrerío que las tormentas de septiembre han arrastrado desde las cimas. Si tienes suerte, si la mañana va cristalina y el sol del oriente se desenreda en trazos sueltos por la niebla, verás que las doradas siluetas de estos árboles señoriales te llaman y recuerdan que la vida no es un reclamo irascible por el futuro, que es un reflejo simple del instante. Y si el recorrido lo haces en el otoño, las grandes hojas rojizas figuran palomas al vuelo escurridizas a la presencia humana. Antiguo árbol mexicano, bueno para la cura y para la carpintería, el Xochiocotzótl o Xochicotzoquahuitl (árbol que produce trementina aromática), árbol viejo, compañero de los pinos de los bosques de niebla, de los ocotes, los pseudostrobos, los leiophylas, utilizados también para recuperar cañadas por donde han pasado los gambusinos a cribar las piedras en los arroyos. Justo como en la cañada de Tetela.

Ahí, sobre la ladera oriental del río, las ruinas  de la antigua mina. Llevo en la memoria esas figuras de la herrumbre industrial, y son el retrato arqueológico del fracaso de la ilusión dorada de los hombres.  Como naves espaciales que se perdieron en el despegue y aparecieron paralizadas y ruinosas en su desvarío, ahí están esas cápsulas metálicas del beneficio minero que sobrevivió tal vez hasta la década de los cincuenta en el siglo pasado. ¿Quién las plantó? ¿Cuántas barras de metal se convirtieron en pesos para el desaparecido empresario? ¿Pensaría que el beneficio perduraría para siempre?

Jaime Larracilla regresó de la entrevista con el funcionario de FRISCO con el corazón revuelto: nunca hubiera imaginado, ni por un instante, que la posibilidad de perder su terreno en la Cañada se le presentaría. La incertidumbre le llegó a principios de año con un rumor que vino del pueblo y rebotó sonoro contra los pinares. Una empresa minera está comprando todos los terrenos de la zona, y muy por arriba del precio que pagaría cualquier hijo de vecino. Impensable. 35 años en el vecindario, y ahí están las plantaciones de duraznos, manzanas y nogales, ahí están los bambús, ahí están los paredones que construyó para atajar la fuerza de los ciclones en la vega del río,  y todos los años en julio su ilusión por la cosecha de la nuez que alumbrará los chiles en nogada de la ciudad de Puebla. Pero el rumor no corre bronco, viene relajado como el agua serena del arroyo, sabe que tiene tiempo, que uno a uno los vecinos irán cediendo. Todos pueden tener un punto de quiebre en el aparejo de las necesidades: la vejez serena, el apremio de los hijos, la templanza ante el acoso del poder. Ahora ya no está seguro si él no será uno de ellos.

 


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