• Sergio Mastretta
  • 27 Noviembre 2013
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Por: Sergio Mastretta

La tercera nación

La llanura del Golfo

Imágenes de un día largo, del altiplano a las llanuras del golfo, al norte del Pánuco.

La noche nos gana en Tampico, así que no alcanzamos a mirar los campos que riega la presa Vicente Guerrero, que desfoga hacia el río Soto la Marina, cuando nos dirigimos hacia ese pueblo dejado caer en el desierto desde tiempos coloniales –famoso creo por el fusilamiento de Iturbide–, pero crecido a partir del reparto agrario de finales de los años cincuenta. Un pastizal reseco ya en octubre aprieta ambos lados del camino, y más allá sólo vemos sombras: casi no aparecen luces de caseríos entre Aldama y el pueblo, sólo los faros de los vehículos rompen la oscuridad para deslumbrar nuestras preguntas.

El puente Tampico cruza el Pánuco con el garbo de una larga rama de higuera sobre un río que ha visto todos los pesares asomados a sus orillas. Se levanta en una curva colgante que soporta todo el orgullo de la ingeniería mexicana, en la vanidad elemental de nuestra modernidad. Ives, nuestro amigo parisino, comenta al vuelo la última novedad de los ingenieros franceses: un puente que salta un valle en la carretera principal a los Pirineos se alza a más de doscientos cincuenta metros sobre las cabezas de los campesinos y sus pueblos; además nos dice que ellos están felices, ya que no les pasarán feroces los autos con el cansancio de los ciudadanos urbanos, sometidos por el hastío de los embotellamientos provocados por la antigua carretera. Allá los franceses. Aquí, cuesta 28 pesos cruzar los trescientos metros del Pánuco, la antigua entrada pluvial al norte mexicano.

El norte, ¿dónde empieza? ¿Quién delimita el final del sur? ¿Es un asunto de más o menos miseria, de alejamiento de la pobreza medida en banquetas y guarniciones? El puente Tampico, imponente, abre la vista a la historia larga de la gloria y el infierno petrolero, con su maraña de fierros, polvo y mecheros perfilados en el horizonte, luminosa huella de nuestra ineficiencia petroquímica. Es la vieja faja de oro en la orilla del caos. Tampico hermoso, mi puerto tropical, cantaba el compositor Lozano, la tradición del calor y la jaiba apenas a unos milímetros de la línea del trópico de Capricornio. ¿Ahí termina el sur? La avenida que cae del puente se resuelve en curva y señalamientos de centro y Altamira, igual que la incertidumbre añeja del destino que, como en cualquier lado en México, desemboca en la estética del absurdo: la avenida que se estrella contra el casco viejo del puerto a la orilla del río. El mismo desorden urbano del sur. Al norte del Pánuco, Tampico sigue anclado en el natural desamparo del ciudadano del sur.

Se sale de Tampico por un bulevar interminable, preñado de centros comerciales y comercios del primer mundo: abundan las agencias de autos y servicios de entretenimiento como el inefable Cinépolis. La avenida tira al norte y arrastra al viejo y desordenado puerto al otro lado de la línea, el verdadero norte de las ilusiones, el país que, llanamente, dejó atrás en la historia al caótico y precario sur.

Se cruzan los ríos, como en la vida diaria, cada jornada que termina es una línea fronteriza de la que no hay retorno. El día siguiente es el otro lado. Como se mira la otra orilla, así miramos consternados la línea difusa, ya insondable, de lo que quedó de nosotros apenas el día de ayer.

4 de noviembre

Casi las once de la noche. El recuento del día pasa por la discusión final, en el estacionamiento del hotel de 200 pesos el cuarto. Nuestro trabajo mantiene una línea recta que si se sigue, como los surcos en estos espacios abiertos al cultivo a costa de los ébanos y mesquites en los chaparrales de los ejidos, no acaba siendo una línea recta estricta; todo su trazo se ciñe a la buena ventura del día, con la película imaginada que se borda en el paño de la espontaneidad. En esa demencia me juego medio millón de pesos y el volado de una estructura narrativa que sostenga lo que Melchor y yo tenemos en la cabeza.

El Pánuco efectivamente se convirtió en la frontera que no logró cruzar el trópico, como si el sur se extendiera tramposo por la línea costera del golfo, en un intento alucinante de engañar al globo. Pero sólo en estas latitudes se entiende el capricho académico de los geógrafos: el trópico de Cáncer es una guillotina que cae implacable sembrando de breña los campos, aligerando de monte la tierra a costa de las humedades, como si los cerros y cañadas del sur reseco persistieran pese al reclamo fulminante de la línea horizontal que guarda la vida de los vegetales del desierto.

Pancho Villa

Juan Ventura tiene 58 años y hace 46 llegó a estos chaparrales de la mano de su abuela. Tiempo después él la llevó a enterrar al panteón del ejido Francisco Villa, ya cuando el pueblo se había ganado con el sudor de los campesinos los cuatro solares –una hectárea completa– para la plaza pública, incluídos los monumentos al santón revolucionario y al fundador de la nueva población, Teodoro González, asesinado en su casa de carrizo apenas tres años después del reparto agrario que otorgó en 1959 más de 23 mil hectáreas a poquito más de seiscientos campesinos. Don Juan ha construido lo que tiene con la doble carrera de campesino y trailero –y como testimonio mantiene estacionado a la entrada de su casa un tractocamión moderno con el que acarrea por igual la producción propia de sus terrenos cultivados, y ha llegado a sembrar él sólo más de doscientas hectáreas de sorgo, que la de sus vecinos ejidatarios o pequeños propietarios. No deja de asomar su tristeza al pensar que ninguno de sus hijos se ha dedicado a la agricultura. “Les ha ido bien como comerciantes”, dice y cambia la conversación hacia los temas que le apasionan: el progreso de su pueblo, la política que lo ha dividido –narra, como ejemplo de los avatares emocionales de sus paisanos, que unos y otros, los grupos de los diferentes partidos, se pasan las tardes observando cada bando a su rival desde silleríos dispuestos frente a frente en el parque, pero separados por la carretera--. O las dificultades con la cabecera municipal San Fernando, que les aprieta con el presupuesto, cuando por territorio y productividad muy bien podrían llevar la vida independiente.

Es la casa de Juan Ventura, productor de sorgo y autoridad del ejido Francisco Villa, el más grande del país con sus 23 mil hectáreas pegadas a la costa del Golfo y repartidas entre seiscientos campesinos. Cinco mil habitantes en un pueblo que no tiene más de cuarenta años de vida. Solares de 50 por 50 metros para cada familia; caserío de una planta entre ébanos antiguos del desierto aprietan la sombra a las enramadas. Un solar como el de don Juan. Afuera, estacionado a la entrada, un trailer enorme para el transporte de sorgo, propiedad de don Juan, trailero además de agricultor. Es la conversación serena de un hombre que rebasa de 58 años. Le sigue la pista a la antorcha por la televisión: “Ayer estaban en El Álamo, por Tampico”, dice. No sabe si pasarán por Francisco Villa, por el libramiento le sacan la vuelta al pueblo.

Sus frases son directas: antes aquí había puro monte… el fundador se llamaba Teodoro González Gavirio, asesinado en su casa, frente a sus hijos, una noche, con una ráfaga soltada por entre los carrizos, porque de carrizo eran las construcciones entonces. Puro monte, dice. Y recuerda a su abuela. Puro monte, puro abrir breña, a como llegaban les repartían los solares, 50 por 50, y después cinco hectáreas, y al final el reparto grande, un complemento de 20 hectáreas. Eran los años 1959, 1960. Don Juan Ventura, todavía un niño, con su abuela. La madre había muerto. El padre se fue a Nuevo León, no supieron más de él. Quedó la abuela que se lo trajo de la frontera, de Estación Sandoval, cerca de Matamoros, donde nació, años después de la revolución, hijo de campesinos sin tierra. Sigue Juan: “Mi abuelo agarraba tierras al partido, por poquito, no tenía fuerza, agarraba dos, tres, cinco hectáreas y las trabajaba al partido, se dice, porque le daba una parte al dueño de la tierra y otra parte para el que la trabaja. Y así fue. Luego fue preguntando, preguntando, se decía en aquel tiempo, ¿dónde podemos hacernos de un pedazo de tierra?, ¿dónde, dónde? Y ya fue como supieron de esta tierra. Era un grupo de mucha gente. No todos soportamos, unos se fueron y volvieron, otros se fueron y ya no volvieron”.

Pero no se fue la abuela: “Estaba muy cansada por la enfermedad, pero tenía una voluntad muy fuerte. Se sentaba ahí, con un pedazo de vara, mira hijo, tumba este árbol, tumba este otro, y yo chamaco quería hacerme tonto y no trabajar, y ya tumbábamos tres cuatro árboles y órale siembre tres o cuatro matas de maíz y un poquito de frijol, y así fuimos abriendo breña… eran tiempos muy duros”.

El gobierno mandó maquinaria, ya pal reparto grande. Tanta tierra que Juan Ventura no la conoce entera. Tierra dedicada por entero al sorgo, con algo de maíz y frijol, y puro de temporal. Eran otros tiempos, otro Estado. Todavía repartía la tierra al que la reclamaba, aunque tardara años, aunque no escriturara, como ocurre aquí, en Francisco Villa. “Nosotros duramos como tres años, desde 1956 para cuando decidimos venirnos aquí. Duramos tres años que veníamos así a reuniones en la orilla de la carretera porque no podíamos meternos acá porque pues, tenía dueño, según ellos, que al final de cuentas fue del gobierno, era del gobierno y por eso se nos repartió. Pero duramos tres años que veníamos de Matamoros a las reuniones, hasta que por fin nos dijeron: pues necesitamos que se vengan pa’ meternos al terreno y así fue como empezamos a hacer primero el poblado, luego extendernos con las tierras, y el gobierno fue recogiendo las tierras que eran de él y entregándolas a nosotros hasta completar una dotación de 23,390 hectáreas”. El ejido más grande de México, y de pilón mil hectáreas de laguna, pegadita al mar. Han tardado en convertirse en pescadores, pero ya lo piensan, pues ahora mismo construyen un bordo vertedero para sembrar camarones y otras especies.

Campesinos pescadores. Con un pleito ya viejo: el gobierno dotó las más de 23 mil hectáreas, pero sólo entregó 20 mil. Dos mil más las pelearon con amparos agricultores de San Fernando, así que una parte importante de los ejidatarios no han aceptado la escrituración final hasta que no se entregue la totalidad de la tierra. Don Juan está de acuerdo, pero afirma que el gobierno debe certificar las que están en posesión y lo restante lo seguirán peleando.

Tierra y trabajo, fue la fórmula de Juan Ventura: “Del puro trabajo, si. Yo tengo dos tráiler, ahí está uno, ahí está el otro enfrente, tenemos tractor, pues un carro, una camioneta y muchas ganas de trabajar todavía. Así como me ve que acabo de llegar; pues yo no estoy sentado esperando a ver si llueve pa’ ver si hay cosecha. Yo agarró el tráiler y me voy a trabajar, e inclusive duré 28 años en el tráiler. Estoy ahorita con mis tráilers parado porque me invitaron que participara como comisariado. Y participé, y ganamos la contienda y ahora estoy representando a la gente. 28 años de trailero, casi íbamos más para el estado de Veracruz. Y luego dure 12 años acarreando del otro lado, de Harlem a Monterrey, a una compañía y regresaba para acá con material. Tenía expendio de materiales, también. Y pues como le digo, no nos sentamos a esperar la lluvia, hay que trabajar. Sí llueve, sembramos y cosechamos y si no llueve, estamos trabajando. Es triste y es lamentable que el ejidatario venda su tierra, sí, pero usted sabe que la situación está crítica, pero para el que trabaja no está tanto. Como le dije ahorita, si yo me siento a esperar la lluvia, tal vez no llueve y ¿qué voy a hacer?, necesito trabajar por otro lado. Gente que está en esta situación es lamentable porque no se abrieron paso desde un principio. Usted sabe, llega la edad que ya no puede uno trabajar igual que cuando estaba joven y ¿qué nos agarra, qué nos agarra el tiempo que no nos prevenimos? No nos prevenimos con trabajo, no supimos hacer un bien para el día de mañana. Pero como le digo ahorita, yo tengo mis trailers, yo me veo muy apurado. Mínimo voy y traigo un viaje de material a Monterrey y ya me queda no mucho, pero 2 mil pesos que me queden ya son buenos. Pero sí no tuviera ese trailer no entraban esos 2 mil pesos. Entonces es triste, la gente que está en situación muy crítica es porque no ha sabido trabajar. Pero las tierras son nobles y nos dan para vivir, sí nos dan. La muestra: ¿por qué la mayoría de la gente no ha vendido sus tierras?, ¿por qué no las renta?, porque estamos trabajando. Son contadas las gentes que han vendido, o han vendido por decir, de 20 hectáreas han vendido 5 o han vendido 10 porque a veces la situación es extrema con alguna enfermedad o algo y tienen que vender un pedazo de su tierra, pero la mayor parte de la gente la trabaja o la pasa a partido como le decía. Ahorita yo estaba sembrando 200 hectáreas; ahorita tengo nada más 80 hectáreas porque mis muchachos ahorita se dedicaron a otros negocios y yo ya solo no es fácil atender los problemas de la comunidad y atender las tierras. Entonces opte por ir dejando. Pero en sí, nosotros tenemos 28 hectáreas, las demás son parcelas que agarro a partido ahí con los compañeros.”

Del tráiler a la tierra, don Juan hace sus cuentas: con un tractor puede trabajar si se levanta temprano y no se despega, hasta doscientas hectáreas en unos cuantos días. Mañana y noche, si el tiempo es propicio, porque a veces se da la vuelta y no hay luz suficiente y no se entra por el surco adecuado. Se necesita mucho tacto, dice, aunque si se pasan y laboran un surco o dos del vecino, no importa, al final cada quien cosecha lo suyo, para eso son vecinos. Ay el tractor va y viene, y se va pensando que se trabaja sin ningún tipo de financiamiento, que el gobierno desapareció Banrural y que la banca privada no cuenta para ellos y que trabajan sin crédito. Así que queda el ahorrito en la cosecha, y los papeles de Procampo para empeñarlos en una casa semillero, y el pensamiento vuela de aquí pa’llá, si lloverá bien, si la tierra está bien trabajada pa que guarde la humedad, si la semilla resultará ahora que le han hecho caso a unos cubanos y le han aplicado tecnología pa que rinda más porque la planta echa más raíz y el tallo brota recio, si la tonelada ahora la pagan a 1270 pesos y si el seguro les repone al precio acordado de 1350, y si saldrán dos o tres o cinco o cuántas toneladas y si el año fue muy bueno y algunos sacaron hasta siete u ocho pues hubo suficiente agua, y este año cómo vendrá, de seguro bien pues la fe se pierde al último, si la cooperativa funciona, y ya son 89 socios, van a comercializar mejor, sobre todo porque ya tienen también su propio granero, con sus silos como los de cualquier agricultor particular, aunque se los haya regalado el gobierno, al cabo todo eso era de la Conasupo, y con todo orgullo porque ellos son ejidatarios, y empezaron sin nada, cuando todo este terrenal era pura breña, puro monte, como decía la abuela. Va el tractor, va y viene, largo el surco, un kilómetro, dos kilómetros, ya se pierde la vista, ya dio la vuelta, ya viene de regreso. Y mientras tanto, corre también el pensamiento, como cuando se volteó un tráiler de regreso de Córdova y tenía sembradas 200 hectáreas y se le vino la debacle es decir los bancos y si usté pregunta cómo le hice pa salvarme no lo sé decir, pero sí, tuvo que vender un tráiler pa levantar el otro y salvar el tractor porque estaban los intereses y son muy fuertes y la familia no querían que vendiera pero si no vendemos me van a ahogar las deudas. ¿Y si mejor me voy pal norte como le han hecho todos, como se construye aquí una casa o se paga una deuda o se matrimonia una hija, yéndose al norte? Porque fíjese que nunca me fui, nunca fui…Y va y viene el tractor, eso es lo único seguro, movimiento, aunque repele el cuerpo, trabajo duro.

Es media tarde, don Juan arregla la rastra, se fregó el porta balero, y todavía le quedan diez hectáreas para trabajar con bordeo. Y además ya viene el 20 de noviembre y se preparan los festejos, y las carreras de caballos y el jaripeo. Don Juan es la autoridad, así que está obligado a limpiar un terreno para que haya jaripeo. Tienen que festejar a Pancho Villa, su santo patrón, al que ya hasta le ponen veladoras y flores a su estatua de cemento en la plaza del pueblo, Pancho Villa, venerado como santo, no está mal para tratarse del mayor de los ejidos creados por la jacobina revolución mexicana, de algo valió tanta muerte, piensa Juan Ventura, ya no más trabajarle a los dueños de la tierra por su sueldo raquítico que nunca da para tener un tractor, para tener una rastra y un camión, para tener un carro y un refrigerador. Reparto agrario. Dos palabritas, simples, compuestas por una enorme conflagración hace cien años, una guerra civil apocalíptica que pareciera haberse olvidado.

Media tarde todavía en las tierras de Juan Ventura. Larguísimas, se pierden en la bruma. Imposible distinguir quién es quién, dónde empieza uno y dónde el otro, sólo la vista fina dice de aquí pa’lla tú, de este bordecito más negrito yo, porque cada quien trabaja la tierra a su modo, cada quien rotura a su manera, igual el bordo, igual la soleada, cada quien afloja como piensa que ganará más humedad, unos lo saben y lo logran, otros lo intentan.

Nos pasea don Juan por sus terrenos. Muestra con orgullo su habilidad para preparar la tierra para la siembra. Los surcos se tienden rigurosos a lo largo de dos o tres kilómetros, contra hileras de árboles apenas dibujados en el horizonte de la tarde otoñal. “La humedad –dice--, guardar la humedad, porque nunca se sabe si lloverá antes de la siembra en diciembre”.

Espejismos

La carretera corta la somnolencia de los inmensos campos de sorgo. Recorremos uno de los más destacados puntos del agrocapitalismo mexicano en las sabanas tamaulipecas. Grabo para la película comentarios al pie del camino, pensamientos atajados por el ruido voraz de los autos y camiones desbocados en esta recta sin fin hacia el norte, hacia la frontera, hacia el río, hacia el otro lado, hacia sus propios misterios. De rato en rato, pequeños oasis de espacios sin auto. Se escucha el canto de los pájaros.

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Son los pliegues de la tierra, los surcos abiertos aquí en la tierra de don Juan Ventura, por cierto, el ejido más grande del país con más de 23 mil hectáreas. Contraste claro, rotundo, de los pliegues de la mixteca. Allá es el monte el que marca el surco. Los campesinos allá siembran en las pequeñas mesetas que logran abrir arriba de los cerros. Cuando imaginaría un campesino de Tulcingo, un campesino de Acatlán, estos campos abiertos. Bueno, es finalmente la relación con la tierra la que marca a los hombres. Aquí este espacio abierto da también una sensación del mundo y me imagino que forma el corazón de los campesinos. Contra las montañas que se cierran sobre uno, el campo abierto. ¿Vuelve distintos a los campesinos de México eso?, no lo sé.

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Impulsos que provoca este inmenso mar de tierra. Los revolucionarios mexicanos norteños sabían de esta agricultura, ¿no? Por eso su enfrentamiento fue terrible con los sureños. No podían entender a un tipo como Zapata que pensaba en la tierra como el alma del pueblo. Para ellos la tierra era el alma de la persona, del individuo, del agricultor. Toda esta región del norte que yo no conocía aquí en Tamaulipas es como el contra-espejo de la agricultura mexicana, ¿no? fundada en la producción de maíz y en minifundio. El maíz como cuerpo y alma de una sociedad prehispánica, el pueblo como tal. No digo que aquí eso se haya perdido, pero esta agricultura industrial ha roto la producción maicera del sur que, sin embargo, sobrevive como expresión del fondo antiguo de México.

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Imaginar en el sur un tractor que va dos, tres y hasta cuatro kilómetros de ida y viene de regreso… horas enteras, es imposible, ¿no? No digo otra cosa más que esta imagen de un mar, la producción maicera en un mar, cuando a lo más que llegamos a allá son costras, costras de maíz en los cerros mixtecos.

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Tractores, con ellos pasa la expresión de los rancheros del norte, ¿no? Impresionantes estos tractores. Van y vienen en la cosecha. Es un sueño. Yo creo que cualquier campesino sueña con esa tecnología. Pero venimos de los pueblos que todavía usan el azadón como instrumento principal de producción de alimentos, el azadón. ¡Qué locura, caray! Sí hay una diferencia larga, ¿no? y la provoca la tierra. Estas extensiones y también este sistema de tenencia y esta realidad de un país sin habitantes que se colonizó hace apenas 40, 50 años, estos campos, como nos relataba don Juan Ventura. Campos abiertos al cultivo apenas en 1960, contra una imagen de un pueblo como el que conocimos allá, San Miguel Ixtlán, en Oaxaca, peleándose en la frontera con Puebla. Pueblos que tienen la cultura milenaria del maíz, en la zona de Tehuacán, qué contrastes, ¿no?

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Espejismos. Espejismos que nos envuelven. No sabemos del norte, no sabemos del sur. Así miro de repente al país, campos abiertos, encierros y miradas que se pierden. Búsquedas, el camino se traza. A veces decimos, es por ahí, y todos decimos, por ahí, y no, resulta que son espejismos. A veces el de la democracia, a veces el del agua para la tierra, a veces el de nuestros sueños personales que están trazados también en la ruta de México, lo que le ocurra al país determina lo que le pasa a cada uno de nosotros. Cada quien traza su ruta y se ve envuelto en sus propios sueños y en sus propios espejismos, como en este mar abierto de tierra, y por un instante de silencio.

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Es un mar abierto. Los árboles al fondo de repente me figuran personas. Poco a poco se van disolviendo en el horizonte. Es la mirada que se pierde. Los ruidos así de violentos también. Se me figuran esas rupturas en el paisaje de nuestras vidas. No los podemos contener, hacemos como que no están y seguimos mirando y buscando el camino. De alguna forma esto que hacemos es mirar esta tierra mexicana. Es la misma que la mixteca, es la misma que la tierra totonaca que cruzamos también, es la misma que está del otro lado, en Brownsville. Finalmente nosotros trazamos las fronteras y también vamos imponiendo odios y diferencias que pierden todo sentido cuando se pierde la mirada, como aquí, que lo permite el horizonte. Para perderse, ¿verdad?, en el campo de México.

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Si se tuviera la mirada del tractor, su reciedumbre, el saber que pase lo que pase vas a llegar al otro lado y el surco va a estar dispuesto para la siembra, ¿no?, y luego de regreso. Es una imagen del país que choca violentamente con la que tenemos los sureños, acostumbrados a los paisajes que no encuentran espejismos porque rebotan inmediatamente en la montaña. Pero al país entero yo lo veo así, sumido en un espejismo del que no hayamos la salida. No sabemos en qué momento ese espejismo es ya la vida real, ¿no?, y lo que queremos hacer está disuelto y no alcanza a amarrar, no alcanza a amarrar destinos. Porque finalmente estamos siguiendo la vida de las personas que en la búsqueda de una mejor existencia no pararon en el espejismo, ¿no? Se aseguraron estar del otro lado para encontrar una salida para su familia, para sus hijos. Y esa salida es la que el país está encontrando con ellos. Y lo que choca tanto es que el país no lo entienda. Que los mexicanos veamos este asunto de una marcha, de una carrera guadalupana, como una loquera de curas y como una más de las variaciones del folclor mexicano de la religiosidad expresada ahí, ¿no? Cuando es el país entero el que está disolviéndose y poco a poco construyéndose de otra forma, ¿no? Yo creo que México se está construyendo en Estados Unidos, ¿no?, y sí lo entendiéramos, tendríamos muchísima mayor capacidad para entender lo que está pasando en pueblos como Tulcingo de Valle y lo que aquí, en San Fernando, pudimos encontrar también. Campesinos que están aquí bien plantados y amarrados a la tierra, pero con los hijos refaccionándolos para los tractores, ¿no? ¡Qué más da que la frontera esté a 80 kilómetros o a mil 500?, ¿qué más da?, ¿qué más da que la tierra este así abierta o sea la tierra del encierro de la montaña mixteca? 

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