• George F. Ruxton, 1846
  • 24 Abril 2014
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Del libro La ciudad de Puebla y sus viajeros entre los años 1540 a 1960, Antología realizada por el maestro poblano Ignacio Ibarra Mazari.

 

Cuando amanecía, lo primero que vimos fueron numerosas y pequeñas cruces a los lados del camino; muchas de ellas señalaban los sitios donde desafortunados viajeros han sido asesinados. Sin embargo las cruces no siempre tenían un significado sangriento, y a veces señalaban los sitios donde los mensajeros podían descansar o ser sustituidos por otros. En ocasiones nuestro conductor miraba por la ventana para indicar que nos acercábamos a un punto peligroso del camino, diciendo “ahora mal punto, ¡muy mal punto!, preparen sus armas”.



El campo parecía rico y fértil pero como es costumbre, estaba mal cultivado y por doquier con la misma miserable clase de indios. Ahora pasaba un mexicano galopando, armado hasta los dientes y nuestro conductor le preguntaba invariablemente “¿qué novedad hay?” para saber de los ladrones. “No hay nada”, era generalmente la respuesta, que podía ser creída o no, porque podría tratarse de un ranchero sin relación con los asaltantes o de un informante que trabajaba para ellos.

            A las once paramos para desayunar y hallamos a una vigorosa joven llamada “La Puebla”, de rostro moreno-nuez y dientes blancos como la nieve. Nos dijo que en el camino había “muy mala gente” que había asaltado varios días antes al grupo con que ella viajaba, gente “muy sinvergüenza” que se había portado muy rudamente con las damas del grupo. Nuestra rolliza acompañante estaba vestida al estilo poblano. Tenía el cabello negro combado sobre los oídos, de los cuales colgaban aretes plateados, la enagua roja con flecos amarillos y alrededor de la cintura una banda de seda; de sus hombros hasta el talle estaba cubierta sólo por una camiseta si exceptuamos el rebozo gris enredado sobre su cuello y en su pequeño pie desnudo llevaba una zapatilla con una hebilla plateada.

Sin embargo llegamos a Puebla sanos y salvos y dentro del terreno de la “Fonda de las Diligencias” un informante de los asaltantes inspeccionó detenidamente al carro y sus pasajeros, montó en su caballo y se fue galopando. Esto sucedía diariamente en frente de las autoridades que cerraban los ojos ante el descarado procedimiento.

En un país donde no se aplica la justicia, las leyes existen sólo de nombre y no hay que sorprenderse de que tales ultrajes sean aceptados pasivamente por un pueblo desmoralizado, que prefiere vivir por otros medios a tener un trabajo honesto y que está dispuesto a recurrir a los procedimientos más violentos para satisfacer su insaciable pasión por el juego, que es causante de la desgracia nacional. Es común que hombres de todas las clases y situaciones pierdan sus escrúpulos y salgan al camino para recuperar allí lo que han perdido en el juego, y se pueden dar numerosos ejemplos en que esto ha ocurrido y sus autores han sido ejecutados por desobedecer las leyes. Sólo mencionaré uno, el caso del coronel Yanes, ayuda de campo de Santa Anna, que fue muerto a garrote por robar y asesinar al cónsul suizo en México hace unos cuantos años.

Puebla, capital de la intendencia del mismo nombre, es una de las ciudades más bellas de México. Sus calles son anchas y regulares, las casas y edificios, están construidos con solidez y son de buena calidad. Su población, que se estima entre 80 mil y 100 mil, es la más viciosa y desmoralizada de la República. Fue fundada por los españoles en 1531, en donde estaba la pequeña villa inda de Cholula y por su posición y la fertilidad del campo que la rodea fue la ciudad más codiciada de los dominios españoles en México. La provincia es rica en antigüedades mexicanas. La fortificación de Tlaxcala y las pirámides de Cholula son dignas de visitarse y los nobles cipreses de Atlixco (el ahuehuete) tienen 23 metros de ancho y, de acuerdo con Humboldt, son “el monumento vegetal más antiguo” del mundo.

En la posada de Puebla me presentaron a la más enorme mujer que jamás haya visto, y no obstante su magnitud conserva una perfecta simetría de formas y facciones. Sus ademanes eran los de toda una dama y no se veía desconcertada por su descomunal tamaño. Durante la cena me senté junto a ella y en la conversación aludía a su apariencia, con un excelente buen humor. ¿”Creerá usted, caballero”, me decía que exista en todo Puebla una mujer más gorda que yo?” “Quizá más gorda, señorita”, contesté preparando un cumplido, “pero no tan armoniosa”. “Ah, señor, usted me hace reír, ya sé que parezco una vaca pero sí hay otras más gordas que yo”.

            Me estremecía el observar la gran cantidad de comida que se llevaba a la boca y pensaba en las consecuencias que eso tendría en unos pocos años cuando su hermosa figura se hubiera transformado en una montaña de carne. Dejé Puebla temprano por la mañana y cundo despuntó el día tuvimos frente a nosotros una deslumbrante belleza. El sol aparecía entre las montañas cubriendo el cielo de una luz plateada contra la cual se veían los perfiles de los picos, mientras sus bases aún estaban entre sombras. El pico nevado de Orizaba, el altivo Popocatépetl (Montaña humeante) y el Ixtaccíhuatl (Mujer blanca) se mostraban brillantes con la luz de la mañana. La hermosa planicie de Cuitlaxcoapan cubierta con dorado cereal y verdes plantas de maíz, rodeaba la línea de onduladas montañas que se veían con claridad, con sus bien definidos picos a la distancia.

 

Ruxton, George F.

Aventuras en México, Ediciones El Caballito, México, 1974, pp. 47-52. Traducción de Raúl Trejo.



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