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Del libro La ciudad de Puebla y sus viajeros entre los años 1540 a 1960, Antología realizada por el maestro poblano Ignacio Ibarra Mazari.

 

 

He must stop that has a low door. Proverbio.

 

 La Puebla de los Ángeles

 

 

Donde crecían chilares en racimos rojos…

 

Después de haber visitado las parte más desconocidas de México, me vino el deseo de abandonar el desierto y volver a una gran ciudad. Como a la sazón atravesaba las montañas de Chalchicomula, me era muy fácil llegar a San Agustín del Palmar, pueblo de construcciones grandiosas, atravesado por la carretera que va de Veracruz a México. Tomada mi determinación, dejé en la posada mi caballo, mis armas y todos mis arreos de viajero, para encaramarme en la parte superior de una diligencia, guiada por un norteamericano. No pude menos de maravillarme un poco de aquél medio de transporte, que hacía mucho tiempo no usaba, y que me condujo a la segunda ciudad del país, la Puebla de los Ángeles.

Cruzábamos la meseta central de México, a siete mil pies sobre el nivel del mar, y el paisaje adquiría un aspecto desolado. El calor, aunque fuerte, no era agobiador. El cielo, profundo, era de un azul opalino, y la tierra parecía compacta y arenosa. La víspera, a la sombra sentado a la sombra de los plátanos, veía una vegetación pintoresca desplegando a mi alrededor sus riquezas exuberantes; ahora me entristecía al no ver sino cactos, árboles enclenques y una interminable llanura blanca que reflejaba los rayos del sol como un espejo. De cuando en cuando, el viento levantaba torbellinos de polvo, que desaparecían del cielo como ligeras nubes de humo. Ningún ser humano se vislumbraba en el horizonte; pero en México las ciudades se hallan rodeadas por el desierto y aquella soledad no tenía nada que pudiera sorprenderme.

Arrastrada por ocho robustos caballos, la diligencia se deslizaba sin ruido sobre una arena árida, nitrosa, graneada de eflorescencias. Poco a poco el suelo, más húmedo y más negro, dejó de resonar bajo los cascos de los caballos, y campos de trigo me trajeron súbitamente la imagen de Europa. De cuando en cuando, dejábamos atrás a un burrero, o a un conductor de mulas, o a un indio cargado de odres. Finalmente, lanzado a toda carrera por un camino excavado, el vehículo atravesó barrancos, se inclinó en laderas y se hundió en surcos y atolladeros, con vaivenes tan formidables, que parecía que debieran destrozarlo. Después de una hora de aquella carrera de obstáculos, nos hallamos de nuevo en una llanura arenosa, donde crecían chilares cargados de racimos rojos.

 

 

El susto duró poco…

 

Aquí y allá surgían matorrales de mirtáceas, a cuyo amparo se ocultan los ladrones que, casi todos los días, asaltaban la diligencia en el camino de Veracruz a México. Mis compañeros de viaje hurgaban el horizonte con ansiedad; el cochero, partícipe de la inquietud general, se ponía de pie en el pescante; porque no es raro que los bandidos anuncien su presencia con una descarga preliminar, que al parecer no consideran sino como un primer aviso. Por mi parte, aun temiendo a los ladrones novatos, que nos hubiesen maltratado para darse valor, deseaba una aventura. Unos cuantos minutos más nos sacarían de aquel mal paso; pero, apenas empezaban a tranquilizarse los menos miedosos, cuando se dejó oír un clamor repentinamente: el cochero se entiesó hacia atrás para detener sus caballos y doce jinetes nos rodearon, pidiéndonos que bajásemos.

El susto duró poco. Desde que se quitaron el pañuelo que les cubría el rostro, se reconoció que los supuestos bandidos eran gendarmes, cuyo atuendo, preciso es confesarlo, no los distinguía casi de los malhechores en cuya persecución andaban. El auriga, a quien aquella broma no hizo ninguna gracia, vociferó como un verdadero yanqui y soltó la rienda a sus troncos. Al galope atravesamos el pueblo de Acatzingo; después, alzando nuevas nubes de polvo, el ómnibus se entró en medio de dos plantaciones de maguey. Desde la altura en que yo iba, veía indios e indias succionando, con ayuda de largas cañas huecas, el jugo azucarado que se halla en el fondo de esa planta cuando se cortan las hojas centrales. La savia, que los indígenas recogen en odres de olor nauseabundo, constituye, en diversos grados de fermentación, la bebida embriagante llamada pulque, de uso generalizado entre los habitantes de la Meseta Central. El pulque entre los antiguos aztecas, se llamaba octli; una planta de maguey (agave americana) da, durante varios meses, una libra diaria de jugo.

Llegamos al pueblo de Amozoc, donde por tercera vez cambiamos de caballo. Mientras se remudaba, una multitud de artesanos ofrecía, con abundancia de gritos salvajes, espuelas, frenos y eslabones de acero, famosos en todo el país. Me dejé tentar por una la forma extraña de unas espuelas incrustadas de plata. El vendedor, “porque yo era extranjero y él quería que llevara su trabajo a Europa”, me pidió con toda frescura cincuenta pesos, equivalente a doscientos cincuenta francos. Le devolví su obra maestra sin decir una palabra. Pese al color local de los epítetos que me dedicó, me abstengo de consignar las injurias que me atrajo mi negativa, y que no dejé de oír sino cuando el galope de los caballos apagó la voz del vendedor decepcionado. A manera de despedida, me llamó judío y declaró que merecía ser desvalijado, accidente que se hacía cada vez más probable, a medida que nos acercábamos a Puebla.



Pintura de José María Velazco

 

 

Pude ver, gigantescas y coronadas de nieve…

 

El sol, que me había deslumbrado hasta entonces, se ocultó detrás de altas montañas. Comenzaron a aparecer a los lados del camino chozas deformes, a cuyos umbrales mujeres flacas, macilentas y mal vestidas, salían a tirar al aire libre los insectos que las devoraban. El paisaje, en contraste, adquirió un aspecto grandioso, y pude ver, gigantescas y corondas de nieve, las cimas de dos volcanes: el Popocatépetl (la montaña humeante) y el Ixtaccíhuatl (la mujer blanca). Desde que reemprendimos la marcha, encontrábamos sin cesar indios de piel bronceada, semidesnudos, miserables, doblegados, lo mismo que sus mujeres, bajo cargas enormes. Las últimas, casi todas, además de pesadas cestas de frutas, llevaban colgando sobre la espalda un niño, envuelto en forma de semejar un bulto de harapos.

Algunos mixtecas, más corpulentos, más robustos y más ágiles que sus compatriotas aztecas o tlaxcaltecas, desaparecían bajo montañas de artículos de palma que, después de una caminata de cien leguas, iban a vender a vil precio. De inmensas armazones de carrizo, en forma de techos y llenas de arriba abajo de gallinas, avanzaban hacia nosotros, como deslizándose sobre el suelo, movidas por un mecanismo de que no podía darme cuenta. El motor, según pude verlo más tarde, era un borrico, que perdido debajo de aquel extremo del gallinero, más que andar, parecía arrastrarse.

Desembocamos de pronto en una llanura, sobre una ancha calzada que un muro de escasa altura bordeaba de trecho en trecho. La oscuridad invadía el oriente, el azul del cielo se ensombrecía; pero los dos volcanes continuaban resplandecientes, como si arrojaran llamas. Me llamó la atención una línea blanca que se dibujaba vagamente en el horizonte, donde no tardé en ver precisarse y crecer las innumerables cúpulas de “la ciudad de los Ángeles”. Finalmente, después de haber recorrido algunas calles alumbradas por débiles faroles, echamos pie a tierra en el Hotel de las Diligencias.

 

 

Lo que en México se llama la clase decente.

 

A la mañana siguiente, me desperté, en un cuarto amueblado a la francesa, a los gritos de un mozo que, creyendo que yo iba a continuar el viaje a la ciudad de México, me ofrecía una taza de espumoso chocolate. El sol ponía púrpura en mi ventana; mil ruidos confusos subían de la calle. Pronto estuve vestido y fuera. Como mi traje no era ya propio en una ciudad que en las consideraciones que se reciben dependen menos del color de la piel que de la calidad de la ropa, me ocupé desde luego a comprar prendas de vestir que probaran que yo formaba parte de lo que en México se llama la clase decente.

Estaba ya tan poco habituado al ruido de las grandes ciudades, que me sentí aturdido en aquel hormiguero de ochenta mil almas, como puede sentirse el provinciano que llega a París o a Londres. Me llamaban la atención, sobre todo, los pregones de los vendedores ambulantes. Era cosa nueva para mí oír alzar la voz a los indios. Uno ofrecía leche cuajada, que llevaban en un bote de hojalata, sobre la cabeza; otro mantequilla; el de más allá carbón, en tanto que otros ambulantes enumeraban sin cesar las mercancías contenidas en un cajón con tapa de vidrio y sostenido con una correa sobre la cintura. Los panaderos llevaban encima enormes canastas llenas de bizcochos de grasa y de azúcar. Indias de voz temblorosa y doliente iban de puerta en puerta, mostrando frutas o miel, que ofrecían cambiar por cenizas o por semillas de chile. Carniceros, cuchillo en mano, agitaban el collar de cascabeles colgado del cuello de sus mulas, cuyos aparejos, provistos de ganchos, sostenían carneros enterizos. Fritangueros, finalmente, agobiados bajo el peso de un horno en equilibrio sobre la cabeza, atraían clientes de baja estofa con sus gritos y con el olor de sus comestibles.

Me sorprendió no encontrar coches. Apenas se veía algún mal vehículo, tirado por mulas. Sin embargo, el número de los peatones y el aspecto de las tiendas me indicaban que recorría el centro comercial. El ojo menos avezado habría distinguido, entre los transeúntes, las tres clases en que tan marcadamente se divide la nación mexicana: las gentes decentes, vestidas a la francesa, bastón en mano, calzados y enguantados como lechuguinos parisienses; los artesanos, de chaqueta, sombrereros de anchas alas y envueltos en mantas de abigarrado aspecto, y, finalmente, los indios y los mestizos, en calzones, sin camisa ni zapatos, envueltos en jirones de tela horriblemente sucios. Una banda de pilletes me cercó, con la esperanza de venderme billetes de lotería; me fue necesario, para deshacerme de ellos, recurrir a las amenazas. Mis detenciones en las esquinas y mi actitud de observador sorprendido los habían hecho sin duda advertir la presencia de un recién llegado.

 

So pena de ser lapidado…

Todos se hacen a un lado y se descubren ante sacerdotes de sotana y manteo, con sombreros de un estilo que no se usan ya en Francia. So pena de ser lapidado, yo mismo debo bajar de la acera y ceder el paso a los eclesiásticos. Monjes de todas las órdenes –antoninos, franciscanos, carmelitas, oratorianos– paseaban sus sandalias, sus hábitos de sayal y sus frentes rasuradas ante las mismas muestras de respeto. Su gran número me hacía mantenerme alerta, por miedo a amotinar al pueblo contra mí faltando a deferencias que las costumbres del país hacen obligatorias. Más allá, la multitud se arrodilló ante un carruaje tirado por mulas negras, guiadas por un cochero de librea y con la cabeza descubierta. Todos se inclinaban humildemente al paso de aquella carroza, tras la que iba corriendo una turba desarrapada. Puse una rodilla en tierra, sin saber todavía que reverenciaba al obispo de Puebla, que en aquella época podía pasar por el personaje más poderoso de México. Posteriormente monseñor Labastida, insultado por el populacho, perseguido por el gobierno, tuvo que salir del país, y las grandes propiedades vinculadas a su mitra fueron declaradas bienes nacionales: transit gloria mundi (sic).

Si me era preciso dar la acera a los sacerdotes y a los monjes, las gentes del pueblo a su vez me lo cedían a mí con deferencia –distinción que debía al traje comprado una hora antes.

Viendo los homenajes y las inmunidades que van ajenos a la ropa negra, más de una vez me he preguntado por qué los artesanos de las grandes ciudades de México no se apresuran a adquirir ese paladín o amuleto. Es que los prejuicios son barreras más infranqueables que las leyes: sería más fácil, a mi juicio, inducir a un lépero –el lazzarone de México– a cometer un crimen, que a vestir el traje de los burgueses.

Continué mi paseo, examinando las tiendas. Sastres, sombrereros, carpinteros, quincalleros y peluqueros exponían en competencia los productos y las muestras de sus respectivas industrias. Un viajero recién llegado no habría podido ver con indiferencia muchos artículos de origen europeo, pero anticuados y ya fuera de uso en Europa. Acababa de sonar el mediodía y el sol inundaba las anchas losas que, si estuvieran bien cuidadas, harían de Puebla la ciudad mejor pavimentada del mundo. Molesto por una temperatura enervante, me codeaba con hombres envueltos hasta el cuello en largas capas a la española, que se protegían del calor mediante las prácticas que sirven para combatir el frío en los países del norte. Es acaso la única costumbre mexicana que no adoptan los extranjeros.

 

Agustín Arrieta, detalle.

 

 

El lenguaje de los desarrapados

 

En la puerta de una pulquería, dos bebedores de baja estofa llamaban la atención por el ruido de su disputa. Se lanzaban y devolvían las injurias con agilidad extraordinaria; después, agotado su léxico, guardaron silencio y salieron a relucir los cuchillos. Desprendiéndose de la especie de manta en que estaban envueltos, para enrollársela en el brazo izquierdo, los dos adversarios, que se medían con la mirada a manera de los gallos de pelea, descubrieron sus torsos enjutos y membrudos. Los curiosos se apartaron; yo esperaba con ansiedad el desenlace del drama, cuando una campanilla se dejó oír a lo lejos.

–¡Nuestro amo!– gritó una voz, y todos se arrodillaron, descubriéndose la cabeza. Después de un instante de vacilación, los dos combatientes imitaron el ejemplo de los demás. Quedó interrumpida la circulación y a los clamores sucedió un profundo silencio. La gente se arrodillaba en las ventanas, en el interior de las tiendas y en los balcones, lo mismo que en la calle, en tanto que la campanilla que había producido aquel efecto mágico, se acercaba. Apareció quien la hacía sonar, precediendo una carroza dorada, a la que cuatro soldados daban escolta. Era el Santísimo Sacramento, que se llevaba a un enfermo. Para levantarse de nuevo, era menester esperar a que el ruido de la campanilla se hiciera imperceptible. Aquella distracción hizo que se calmara el humor belicoso de los duelistas.

–¿Qué hacemos?– preguntó uno de ellos, levantándose.

–Te he probado que soy hombre– respondió el otro.

–Ya lo sabía desde antes; pero yo, ¿qué soy?

–Un caballero y mi amigo, como siempre.

Después de esas palabras, acompañadas de ademanes melodramáticos, los antiguos rivales se dieron un abrazo y entraron de nuevo a la cantina.

Una de las peculiaridades que más llama la atención en México es el lenguaje pomposo de esos desarrapados. Por el traje y por las costumbres se les podría tomar más por salvajes que por gentes civilizadas; pero se tiene la sorpresa, no obstante, de oír de sus labios las fórmulas orgullosas y altivas de una cortesía caballeresca. No se abordan sino tratándose de caballeros, de señores y de excelencias. Esos hombres, que no saben leer, encuentran frases que envidiarían los letrados. La urbanidad de sus expresiones y sus interminables saludos habrían encantado al señor de Coislin, el hombre más cortés de Francia y de Navarra.