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Del libro La ciudad de Puebla y sus viajeros entre los años 1540 a 1960, Antología realizada por el maestro poblano Ignacio Ibarra Mazari.

 

 

Segunda Parte

 

El río Poblano, o Atoyac, serpea al través de las llanuras…

 

La Puebla de los Ángeles, como todas las ciudades mexicanas, ocupa el sitio de un antiguo poblado azteca. No ignoro que Humboldt y Ampére han expresado la opinión contraria; pero me apoyo en una aserción de Torquemada. Fue hacia 1530, a petición de religiosos de la orden de San Francisco, cuando la Real Audiencia, nombrada por Carlos V, concedió la carta de edificación. Ampére señala esa fecha como la de la fundación de Puebla, construida, según dice, de orden de don Antonio de Mendoza; pero éste, primer virrey de México, no fue elevado a esa dignidad sino en 1535. Fue Ramírez de Fuenleal, arzobispo de Santo Domingo y presidente de la segunda Audiencia mexicana, quien otorgó a los franciscanos el derecho de fundar la nueva ciudad sobre un terreno que se consagró a los Ángeles. La ciudad creció rápidamente. Situada sobre la carretera de Veracruz a México, se convirtió primero en almacén, y después, poco a poco, en el primer centro manufacturero de México.

Regada por tres ríos, el Atoyac, el San Francisco y el Alzozoca, está dominada por una colina que corona un fuerte, llamado Loreto. El río Poblano, o Atoyac, serpea al través de las llanuras y pasa de la Tierra Templada a la Tierra Caliente, para vaciar sus aguas en el Océano Pacífico, después de un curso de cerca de ciento setenta leguas. Ahora prevalece el nombre de Puebla sobre el de la Ciudad de los Ángeles; pero la ciudad, fundada por frailes, conserva un aspecto monacal. Contiene sesenta y una iglesias y veintiún conventos. Estas numerosas comunidades poseen muy grandes riquezas; como resultado de sucesivas donaciones, las tres cuartas partes de las casas de Puebla les pertenecen.

 

Se puede señalar a esta ciudad como la más bella de México.

 

Se puede señalar a esta ciudad como la más bella de México. Tiene la regularidad de las ciudades americanas, sin su uniformidad, y un aspecto original que llama la atención del extranjero. Gracias a su clima sano y templado, no se conocen allí casi otras lluvias que las de los días de tempestad, en que los resplandores de rayos terribles acompañan un diluvio que inunda las calles. Una hora después, el cielo recobra su calma y el suelo está otra vez seco.

Las casas, en su mayor parte de un solo piso, provistas de balcones y coronadas por terrazas, se hallan muy a menudo cubiertas en el exterior de ladrillos de loza, de colores abigarrados, que producen efectos pintorescos. Calles anchas, rectas y dotadas de aceras, desembocan en plazas espaciosas. Los conventos no tienen de notable sino sus dimensiones. En cuanto a las iglesias, únicos grandes edificios en las ciudades mexicanas, son de una riqueza increíble. El oro y la plata se prodigan en ellos como si el arquitecto hubiere ignorado la existencia de otros metales.

Los alrededores de Puebla, tristes, áridos y desiertos, mortifican la mirada. Los naranjos, los plátanos, los papayos y los demás árboles del trópico, no crecen ya en esta altura: reina aquí todavía la primavera; pero ya no estamos en el perpetuo estío de la tierra caliente.

 

Se les acusa de ocultar excesiva doblez… Pero han excedido con hechos sus promesas.

 

Los poblanos no son muy queridos de sus compatriotas del resto de México, que los tratan de fanáticos. Se les acusa, además, de ocultar excesiva doblez bajo un carácter obsequioso. Esta última inculpación es grave, y yo no la repito sino como un eco, porque, si bien es verdad que siempre he sido acogido por ellos con melosos cumplimientos y exageradas ofertas de servicios, también lo es que debo reconocer que mis amigos de Puebla siempre han excedido con sus hechos sus promesas. En cuanto al reproche, muy merecido, de fanatismo, tienen la disculpa de la ignorancia. Hace apenas veinte años, se insultaba en las calles de Puebla a los extranjeros, cuyo traje, no adoptado todavía por las clases altas, los daba a conocer enseguida. Esas malas pasiones se han calmado; pero la ciudad continúa siendo inhospitalaria. En Puebla hay apenas un centenar de extranjeros, en tanto que en la ciudad de México viven cuatro o cinco mil.

Durante varios días me dediqué a hacer y recibir visitas, que me permitieron penetrar de manera más íntima en los interiores poblanos. Un joven, por la sola recomendación de uno de mis amigos, se puso a mi disposición y se convirtió en mi cicerone. Había estado en Europa y conservaba de Francia, de París particularmente, magníficos recuerdos, y nada deseaba tanto como repetir ese viaje antes de hacerse cargo de la administración de las propiedades de su padre. Su primera atención consistió en llevarme a la casa de su novia. Una hermosa tarde nos dirigimos a una residencia situada en una calle silenciosa. Entramos a un patio en que piafaba un soberbio caballo, en cuya montura lucían abundantes incrustaciones de oro y de plata. En el corredor morisco del primer piso fuimos recibidos por una india acurrucada sobre una estera. La joven doméstica nos hizo entrar en una sala adornada con cuadros y colgaduras, amueblada a la francesa, y  nos preguntó a quién queríamos hablar.

–A todo mundo – respondió mi presentante–; pero avisa primero a Lauro, cuyo caballo acabo de ver.

En el mismo momento apareció un joven vistiendo pantalón rojo y un uniforme bastante parecido al de nuestros oficiales de infantería.

–Querido Lauro, este señor francés es mi amigo, y quisiera que tú lo fueras suyo.

–Tiene usted mi amistad –me dijo el joven capitán, inclinándose–; le ruego darme sus órdenes en cualquier momento.

–Señor francés –añadió mi cicerone–, tengo el honor de presentarle a don Lauro de la Vega, edecán del general gobernador.

Saludé, pronunciando a mi vez una larga frase de cortesía.

En menos de cinco minutos, la conversación se volvió tan familiar como si fuésemos viejos amigos, y yo cumplimentaba a mi nueva amistad acerca de la hermosura de su caballo. Para verlo mejor, salimos al pasillo que daba sobre el patio.

–Puesto que le gusta, el animal e suyo –me dijo don Lauro.

–Está en demasiado buenas manos para que yo piense en sacarlo de ellas –le respondí–; pero no por eso estoy menos agradecido de su fineza.

La cortesía mexicana, que le ofrece a usted sobre la marcha todo lo que usted admira, produce con frecuencia resultados embarazosos, porque aquélla no se limita a las palabras. Más de una vez me ha sucedido hallar en mi casa algún objeto cuya belleza había elogiado en el curso de una visita. Esa manera de obrar no parece de magnificencia; pero, no obstante, impone una reserva que perjudica más que favorece las relaciones sociales.

 

Las tres jóvenes liaron con incomparable destreza sendos cigarrillos…

 

Volvimos al salón, donde hallamos, sentadas en el sofá, a tres jóvenes, una de las cuales me pareció bella, en tanto que las otras dos no eran más que bonitas. Don Lauro me presentó a sus hermanas.

–Somos sus servidoras –me dijeron, sin levantarse.

La conversación, fría en los comienzos, no tardó en volverse menos ceremoniosa. Se llamó a la joven india, la cual regresó pronto con una canastilla llena de tabaco y tiras de papel. Las tres hermanas torcieron en seguida, con incomparable destreza, sendos cigarrillos que nos ofrecieron. Me hicieron preguntas sobre París, cuyas modas seguían y del que tenían algún conocimiento, por lo que les había contado mi amigo Esteban. Ignorantes y candorosas como casi todas las criollas, me hacían las preguntas más singulares del mundo, y recibían mis respuestas con exclamaciones de admiración, precedidas del nombre de Jesús. No conozco nada más encantador que la charla ingenua de las jóvenes mexicanas de la clase decente, y no tengo inconveniente en confesar que la prefiero, con mucho, a la reserva convencional a que se somete a las señoritas francesas. Esta opinión me ha valido anatemas de más de alguna graciosa compatriota residente en México; pero las mujeres son malos jueces de las mujeres.

–¡Llega mi papá! –exclamó de pronto una de las jóvenes.

Me puse en pie y tuve un instante de estupor al ver entrar un corpulento canónigo, breviario en mano.

Perdóneme si no he sido el primero en recibirlo –me dijo el anciano con voz apacible–; pero supongo que en su país, como en el nuestro, Dios pasa antes que los hombres.

No dejaré al lector en la duda en que yo permanecí durante parte del tiempo que duró mi visita, al ver a un eclesiástico como jefe de una familia. Mi huésped, viudo desde hacía diez años, se había ordenado después de la muerte de su mujer. Me preguntó si conocía al obispo de Orleans, y se sorprendió mucho de mi respuesta negativa. Aumentó su extrañeza cuando tuve que confesarle que no había saludado nunca a Lamenais, Lacordiare Y Montalembert, ni al nuncio del Papa. Don Esteban le explicó que se puede vivir en Francia sin tener relaciones personales con todas las celebridades del país.

Si yo fuera a París –repuso el buen canónigo–, una de mis primeras visitas sería para sus grandes predicadores. ¿Cree usted que no me recibirían?

–Le recibirían inmediatamente, sin duda ninguna –le respondí.

–Confiese usted entonces que si usted se ha abstenido de visitar al señor obispo de Orleans, es porque no tiene mucha simpatía hacia los eclesiásticos.

Bajé la cabeza, a modo de confesión, para no caer en otro escollo, es decir, para no dar lugar a que el anciano pensara que yo no pertenecía a la clase decente de mi país. Era difícil hacer entender a una persona poco instruida un orden social completamente distinto de aquel en que había pasado su vida. En Puebla, el canónigo –no por ser canónigo, sino en su calidad de persona decente–, se hallaba en condiciones de abrirme todas las puertas; yo le habría parecido despreciable si le hubiese confesado que no hubiera podido, en mi patria, presentarle al arzobispo de París o al presidente del Senado.

Una criada trajo una bandeja con tacitas de hirviente chocolate, pastelillos de miel y un gran vaso de agua, del cual tomé después que las jóvenes: costumbre demasiado patriarcal acaso.

Nos levantamos para despedirnos; el canónigo nos acompañó hasta la entrada, donde don Esteban unió sus ruegos a los míos a fin de que no continuara.

Señor francés –me dijo el anciano–, desde ahora sabe usted que mí casa es la suya, y que siempre tendremos mucho gusto en recibirlo.

Don Lauro bajó con nosotros.

– ¿A dónde vas? –le preguntó don Esteban–; ¿vienes con nosotros?

            –No; salgo porque mi padre me ha hecho un encargo para mi tío.

            –¿Vas con tu tío? –preguntó don Esteban dirigiéndome una mirada cuya sentido no comprendí–. ¿Quieres que te acompañemos?

 

            ¡No se olvide de anotar, señor extranjero, que este monumento fue hecho aquí!...

 

            Por toda respuesta, el capitán me tomó del brazo y me ofreció un cigarro. Llegamos a la plaza principal, rodeada por tres lados de arcadas o portales que sirven de paseo en las noches, mientras cierra el lado restante la catedral, grandioso monumento de estilo más bien italiano que español. El interior del edificio parece sombrío; sus capillas son de gran riqueza, con enmaderamientos labrados en arabescos que envuelven multitud de figurillas de expresión verdaderamente artística.

            Al pasar delante, don Esteban me contó una anécdota relacionada con esta iglesia: un turista inglés se hacía lenguas, delante de un poblano, sobre las bellezas de la catedral, mientras tomaba notas en su agenda. El amor propio de los mexicanos tiene un tropiezo en la necesidad en que se encuentran, cuando alguien elogia sus muebles, sus telas o sus alhajas, de aclarar: “Esto viene de Europa.” Nuestro patriota, pues, temeroso de alguna equivocación, recomendó ingenuamente:

            –¡No se olvide de anotar, señor extranjero, que este monumento fue hecho aquí!...


Supe, por don Lauro, que había tres mil soldados en la ciudad. Como me extrañara de no haber visto ninguno de ellos en las calles, me aclaró:

            –Es que no han recibido sus haberes de un mes, y los tenemos encerrados para evitar los robos que cometerían seguramente.

 

 

            Admiro lo poco que la pobreza ajena horroriza a sus compatriota…

 

            Entramos en un extenso patio rodeado de puertas marcadas con números; al fondo, niños desnudos jugaban. Mujeres, unas jóvenes, viejas las otras, se espulgaban el cabello tranquilamente. Diversos grupos de hombres, con el torso desnudo o llevando un sarape al hombro, charlaban aquí y allá, o jugaban a las cartas. Aquellos seres horribles, más salvajes de apariencia que los mismos salvajes, nos seguían con la mirada a la manera de los animales feroces. Una escalera desbordante de inmundicias, nos condujo al corredor que adorna todas casas poblanas. Vi al pasar el interior de algunos cuartos, donde mujeres en refajo, sentadas sobre las esteras que por la noche serían camas, se ocupaban en labores de costura. Era todavía la miseria; pero una miseria menos innoble que la planta baja. A la entrada de uno de esos cuartos hallamos un anciano envuelto en una manta remendada: era el tío del capitán.

            Aquel hidalgo, vestido a la César de Bazán, nos recibió con los mismos cumplimientos que su hermano y nos hizo entrar en una amplia sala amueblada con tres catres de tijera sin colchón. Sentadas sobre una estera, dos jóvenes, primas hermanas de las elegantes patricias que acababa de dejar, hacían bordados y fumaban. La conversación siguió el mismo curso que en la suntuosa sala del canónigo.

            –¿Qué piensa usted de los que acaba de ver? –me preguntó don Esteban, cuando salimos de la visita.

            –Que el hermano de don Lucio de la Vega es muy pobre.

            –Ha devorado más de un millón. La pasión del juego está de tal modo arraigado en él, que su hermano, que le da una pensión, le ha amueblado inútilmente varios departamentos. Regálele usted una manta nueva, y no volverá a casa antes de haberla vendido.

            –¿Pero no siempre tendrá mala suerte?

            –En efecto. Tiene sus días de vena. Entonces se cambia, compra a sus hijos adornos regios, da un abono al panadero y sus demás proveedores; después, cuando la fortuna le vuelve de nuevo la espalda –lo que nunca tarda en suceder–, vende otra vez muebles y alhajas. Don Lauro es un joven a la moda, y su padre es millonario: dígame si conoce usted en París, o en Francia, muchas gentes que, en la posición de mi amigo, hubiesen consentido sin vacilar en llevarlo a la casa de los parientes arruinados…

            –No, ciertamente; y desde hace mucho tiempo admiro lo poco que la pobreza ajena horroriza a sus compatriotas. En Europa se reniega a menudo del hermano cuya fortuna o cuya posición no es brillante. El infeliz que se arruina, pierde, con las comodidades, los amigos de la víspera. Ustedes, por el contrario, rara vez cierran la bolsa, nunca la puerta, al abatido por la suerte. Aquí el hombre de bien que cae en la miseria no pierde nada en su consideración.

            –¡Por fin! –exclamó don Esteban, dándome un apretón de manos–. ¡Me da mucho gusto oírle hablar así! Le confieso que con toda intención le propuse a don Lauro acompañarlo. Como el compatriota de que le hablaba hace un rato, quería probar a un extranjero que tenemos aquí algunas buenas costumbres que no hemos tomado de nadie.

           

Tomado del libro La tierra templada, Escenas de la vida mexicana, 1846-1855, de Lucien Biart, Editorial Jus, México, 1959. Traducción de Pedro Vázquez Cisneros.

Luciano Biart nació en Versalles en 1829  y muere en 1897. Viene a México y se establece en Orizaba; es naturalista y escritor. Realizó varias expediciones que describió en sus libros La tierra caliente, Los Aztecas, Escenas de la vida mexicana 1849-1862 (1880) y Aventuras de un joven naturalista en México.