• J.R. Poinsett, 1822
  • 27 Marzo 2014
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Del libro La ciudad de Puebla y sus viajeros entre los años 1540 a 1960, Antología realizada por el maestro poblano Ignacio Ibarra Mazari.

 

Entramos a Puebla a las doce y media, habiendo viajado a la muy alta velocidad de cinco millas por hora. En la garita nos detuvo un empleado de la aduana interior –institución tan molesta como ruinosa para el comercio– y yo me hacía el ánimo de esperar una hora mientras examinaba los equipajes, cuando, para gran alivio mío, sólo me dio un recado muy cortés del intendente del lugar, invitándonos a ir  a su casa en donde nos había preparado alojamiento1. Yo atribuí esta señal de respeto a la creencia errónea de que yo era un agente de carácter público, pero en cualquier caso la hubiera rehusado.

Fuimos al mejor mesón de la ciudad, que se distinguía de los del camino por ser de dos pisos, más atestado de gente, más ruidoso y si eso fuera posible más sucio todavía… Esta inmunda posada se llama “El Mesón del Cristo”. Tan pronto como cambiamos de vestido y almorzamos, hicimos una visita al intendente, que parecía muy contrariado porque no aceptamos su oferta y, para convencernos de su sinceridad, nos enseñó una sala con dos dormitorios pulidamente ajuareados. Sin embargo yo deseaba sentirme libre para hablar con la gente y para visitar todos los objetos más notables del lugar y firmemente resistí hasta esta tentación. Parece ser un hombre inteligente, pero muy reservado, sobre todo en lo relativo al estado político de la Nación. Al despedirnos de él encontramos a un oficial listo para atendernos y un carruaje nos esperaba para llevarnos a donde quisiéramos ir. Fuimos en él a la casa del comandante militar que nos recibió con mucha amabilidad y cordialidad. Él también nos invitó a mudarnos a su morada y sólo nos libramos de sus atentas importunidades mediante la promesa de aceptar su hospitalidad a nuestro regreso.

En seguida visitamos la catedral; el exterior no es muy notable; forma un costado de la amplia plaza abierta; enfrente se halla el Cabildo o Casa Municipal y a los lados existe, bajo portales, tiendas cuyos colores verdaderamente llamativos.

Por dentro, la catedral está ricamente decorada y es realmente magnífica. El altar mayor es espléndido; el presbiterio, situado a unos cuantos pies sobre el nivel del resto del templo, luce mármoles de distintos colores. En él hay una cripta para los restos mortales de los obispos de Puebla. Las paredes son de mármol negro y blanco y la bóveda hace un arco elíptico.

Al baldaquino, que descansa sobre esa plataforma, lo sostienen ocho columnas dobles de mármol cuyo efecto se nulifica con ornamentos de bronce y capiteles dorados. La custodia es de mármol de diversos colores, el frente es de plata repujada y construida de modo de deslizarse hacia abajo para mostrar la Hostia a los fieles. Pero encima de la custodia misma hay cinco figuras de bronce. Delante de este altar hay suspendido un enorme candelabro de oro y plata macizos muy preciosamente labrado. El púlpito, inmediato al altar, fue tallado en una masa de carbonato de cal que se encuentra en las ceremonias de Puebla. Es susceptible de recibir un pulido muy brillante y es semitransparente. Una hilera de elevadas columnas sostiene los arcos y circunda el interior del edificio. Son numerosas las capillas laterales doradas profusamente y en ellas hay algunas malas pinturas.

En medio de todo este esplendor erraban indios miserables y semidesnudos, que nos miraban boquiabiertos o se arrodillaban ante el altar de algún santo predilecto, ofreciendo un contraste tan singular como doloroso con la magnificencia del templo.

Las calles de Puebla no son muy anchas, pero están bien pavimentadas y ostentan aceras de anchas losas. Las casas, por lo general, son de dos pisos y construidas de piedra; en las fachadas de algunas de ellas hay incrustados azulejos de color, altamente vidriados como los azulejos holandeses, mientras que otras están pintadas en forma llamativa y fantástica. El Palacio Arzobispal está recubierto de azulejos rojos de este estilo. Hay una biblioteca regular y una muy buena colección de pinturas en este palacio.

Según se dice, ésta es una de las muy pocas ciudades, si no la única en México, cuyo sitio escogieron los españoles. Todas las demás se levantan sobre las ruinas de alguna población existente en la época de la conquista. La situación de Puebla dice mucho del gusto y buen criterio de indios y españoles. Está construida sobre el costado sur de un cerro cubierto de bosques hasta la cima. La llanura que la rodea está sembrada de trigo, cebada y maíz; en las huertas hay todas las frutas de Europa y los alrededores son altamente productivos. A esta llanura la limita una cadena de montañas que presentan alternadamente campos cultivados y florestas lujuriosas, cerrando el panorama los volcanes de Puebla, coronados con nieves perpetuas. La ciudad está construida de modo compacto y uniforme. Todas las casas de piedra, amplias y cómodas; no hay ni una sola que indique que allí mora la pobreza y, sin embargo, fue donde vimos mayor número de seres escuálidos y miserables, vestidos con harapos, enseñando sus lacras y deformidades para despertar compasión. Entre  las causas principales a que hay que atribuir este mal extendido y creciente, están lo benigno del clima y lo fértil del suelo, que premian abundantemente el esfuerzo moderado. En los países como éste el pueblo rara vez acostumbra ser industrioso. La gente sólo trabaja lo precisamente indispensable para poder vivir y pasársela de manos a boca. Si sufren algún accidente o pierden un miembro, o se consumen por alguna enfermedad, van a las ciudades para subsistir de la caridad pública. Esto sucede especialmente aquí, pues en esta ciudad abundan los conventos. Contamos más de cien torres y cúpulas. Cada una de estas instituciones sostiene a determinado número de pobres, que reciben una pitanza diaria en la puerta del convento, sin perjuicio de las sumas que reúnan implorando limosna en las calles. La costumbre de pedir en la vía pública existía en México antes de la conquista y Cortés habla de indios que mendigaban cual seres racionales, como ejemplo de la civilización que habían alcanzado. De hecho era el más contundente que podía ofrecer. Un pueblo que no ha pasado de la etapa del cazador nunca pide limosna ni la da. En épocas de escasez se suele matar a los viejos e inválidos, por compasión. Son inútiles y nadie quiere dedicar su trabajo a mantenerlos. En la época pastoril son desconocidas la penuria y la mendicidad. Estas lacras sólo se encuentran en las colectividades agrícolas, industriales y mercantiles y especialmente en los climas benignos y en los territorios fértiles, o allí donde, a causa de un exceso de civilización, la ley imparte asistencia a los pobres. El motivo es el mismo en ambos casos, los pobres se vuelven emprevisores debido a que la naturaleza provee a sus necesidades o por los usos y costumbres de la sociedad civilizada.

Humboldt calcula en sesenta y siete mil ochocientos el número de habitantes de esta ciudad; pero el intendente nos dijo que un censo hecho en 1820 arrojó la cifra de sesenta mil. En el pueblo de Atlixco, cercano a este lugar, hay un ciprés (cypressus disticha) con circunferencia de sesenta y tres pies franceses, y el interior del tronco, que es hueco, tiene quince pies de diámetro.

Algunas de las personas con quienes he conversado aquí, han trabajado para convencerme de que Iturbide fue elevado al trono por la voluntad unánime del pueblo. Esto apenas lo puedo creer. Que un país, tras de sufrir las consecuencias de un gobierno popular mal organizado, y después de experimentar durante algún tiempo todos los horrores de la anarquía y de la guerra civil, se refugien en el despotismo, no es raro ni poco frecuente; pero que se conforme con vivir bajo un gobierno arbitrario, inmediatamente después del triunfo de una revolución, me parece los más extraño.

 

Poinsett, J. R. Notas sobre México. Trad. de Pablo Martínez del Campo. Editorial Jus. México 1950. pp. 81-85   

 

 Llegó Poinsett a tierras mexicanas el 18 de octubre de 1822, en la corbeta John Adams, la que tocó puerto en Veracruz. Su misión era ensanchar la línea divisoria del tratado de 1819, a costa de territorio mexicano. Como lo manifestó el 3 de noviembre de don Juan Francisco Azcárate, quien percibe que lo que desearían los expansionistas norteamericanos es Texas y parte del Reino de León, La mayor parte de la provincia de Coahuila, La Sonora y California Baja, toda la Alta y el Nuevo México.

El 23 de diciembre de 1822, salió de México, y recibió la noticia de que Santa Anna se había sublevado contra Iturbide.          Regresó al país en 1825, en calidad de Ministro Plenipotenciario y Enviado Extraordinario de los Estados Unidos, se encontró con que los ingleses se le habían adelantado y además el Presidente Guadalupe Victoria tenía una posición antiyanqui.        Tuvo que retirarse del país después de tratar de negociar las fronteras en 1830, a pedimento de Vicente Guerrero. Fue uno de los primeros en promover el intercambio de publicaciones mexicanas y norteamericanas, a él debe Prescott el haber conseguido material para su libro La Conquista de México.

            Llegó a Puebla el 25 de octubre de 1822.

1 Don Esteban Minuera, quien sucedió al general José Antonio Echávarri, 

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