• Sergio Mastretta
  • 03 Julio 2014

Viernes 3 de diciembre

La noche termina en un café en el centro de Richmond con música y tonos roqueros, el de los viejos y buenos tiempos de Janis y Morrison --finalmente mis tiempos--, servido por cuatro chamacas espléndidas y estudiantiles, coquetas y tardadísimas, a la velocidad de los negros en las parrillas. Nadie corre. Agradable, para empezar bien la experiencia de la Antorcha en tierras gringas. Hemos llegado apenas a esta vieja ciudad histórica para Estados Unidos, igual por el arranque de la colonia inglesa que por la brutal guerra civil que arrasó con la capital de los Confederados. Rafa no va tan lejos en la historia y con una rola de Janis Joplin rememora una madriza entre la diva y el poeta de los Doors, poco antes de la muerte de ambos, cuando a alguna disquera se le ocurrió juntarlos una tarde para planear la posibilidad de grabar un disco entre los dos. No hay hispanos en la cafetería, sólo blancos como comensales y negros en la cocina, así que el lugar se presta para imaginar un país norteamericano con sus problemas sesenteros y sus revueltas, sus derechos civiles y sus guerras, con el mundo mexicano retraído a la frontera y las ciudades en el lejano suroeste, cuando la música identificaba figuras perfiladas en blanco y negro, en rythm and blues y drogas despejadas de guerras contra el narco. Janis y Morrison, tan alejados hoy de las discordias raciales, de los enconos nacionales, de los sudores tropicales atropellados por el frío del Bronx, del desierto extendido por las autopistas hasta avasallar al norte. Janis y Morrison, tan despiertos por su música en la maqueta de Richmond, y tan muertos.

Por lo demás, el día en los aeropuertos. El nuestro, digo, el defeño, un desastre insustancial ante la mole tecnológica en Atlanta, con sus trenes discurriendo bajo las pistas, como lombrices voraces que adivinaran el destino de los hombres viajantes; o el sobrio y funcional de Richmond, en la primera predisposición de la maqueta perfecta sobre la superficie verde impoluta del capitalismo norteamericano. Paisajes largos de pasillos y gentío en movimiento, para guardar el instante en la impresión de que la vida es así, tránsitos sudorosos y vacíos, limbos licuados en aire acondicionados por el fastidio, preocupaciones y desatinos desactivados hasta el día siguiente, cuando el viaje se detiene y vuelve el infortunio.

Y a lo largo de la jornada, los interrogantes del documental: qué país es este que nos contiene a los mexicanos, y nos mantiene, en ese sentido múltiple de sobrevivencia y amargura terminales, de sueño imposible y paraíso alcanzado por unos cuantos, como si el mundo no tuviera otro derrotero, como si no viniéramos del México profundo, como si nuestra existencia marginal al fin conmoviera la compleja maquinaria que borra toda huella de sentido al otro lado de la frontera. Marginales. Aquí y allá. Inexistentes fuera de la nota roja y las estadísticas anuales de los envíos de los braceros.

4 de diciembre

Michel Zajur es un zacatecano en sus cuarentas, restaurantero avecindado en Richmond desde niño, cuando su padre emigró para montar un restaurante en esta ciudad. Michel es simplemente un hombre bueno. Además hace todo lo que puede por sus paisanos indocumentados y por los hispanos que poco a poco han ganado un lugar entre estos rancios gabachos del este. Como presidente de la Cámara Hispánica de Comercio tiene conciencia de las ventajas de la organización social, y eso igual para los latinos que para los gringos. Su propósito: convencer a las dos partes. Y el trabajo mayor está del lado hispano, dice.

Y como empresario ha sido tan exitoso como organizador social. La Fiesta, su restaurante mexicano en la avenida Midlothian, está lleno el sábado a la hora del dinner. Se come bien, el sabor es certero en la salsa y la sasón, nada que ver con el insulso texmex en el que se acomodan la mayoría de los restaurantes de comida mexicana. Michel se da tiempo para intentar acomodar a Sánder, un muchacho que ha llegado desde Las Choapas, en Veracruz, para alcanzar a su hermana, instalada desde hace unos meses en una lavandería al sur de la ciudad. Michel permite que entrevistemos a esta pareja que muy bien podría venir de cualquier lugar de México o de Centroamérica. Ahora mismo viene de alguno de los barrios en el sur de Richmond en el que viven una buena mayoría de los indocumentados, casi invisibles, parapetados en sus departamentos.

Sobre la misma comercialísima ruta está el edificio de dos plantas de la Cámara, que comparte con una sucursal del Bank of America. Cuenta con ese banco y con muchas empresas más como patrocinadores. Las oficinas de la Cámara y el barrio comercial que las acoge, a unos metros del principal hospital privado de Richmond, contrastan por su figura correcta y pulcra, con la imagen que nos hacemos en general del mundo mexicano ilegal en Estados Unidos; la Cámara se ha trepado a esa ensoñación de la realidad maqueta que conforma el rostro de las ciudades y las autopistas norteamericanas. Y Michel identifica al personaje que nos afrenta con el orgullo sencillo de quien está seguro de que se puede ser exitoso como migrante, porque a Michel simplemente le va bien su activismo político-social, y conocerlo en el arranque de nuestro viaje por cuatro estados de la costa este para contar este asalto al primer mundo por los campesinos pobres del sur es una prueba de que la realidad compleja está precisamente para sorprendernos.

En un extremo de esa realidad, Sénder y su hermana Carmela, nacidos en un pueblito de Las Choapas, en Veracruz, pero que emigraron con sus padres a Campeche, y que sólo piensan en el retorno a su tierra. Ambos pagaron ya la deuda de viaje, 1500 dólares con todo y cruce por la frontera. Ella tiene la mira en diciembre del 2005, cuando habrá ahorrado por lo menos 200 mil pesos para pagar una casita en el trópico campechano, en una aldea sin agua potable y un clima que acaba a los viejos sin sentirlo, viejos como sus padres, que por ahora se hacen cargo de sus dos hijos. Carmela Vive en Richmond con su marido, de oficio mecánico, al que lleva en auto todos los días a su trabajo para poder viajar a una lejana lavandería especializada en sábanas y toallas de hospitales; por supuesto no tiene licencia de manejo, pero nadie le impide moverse por los freeways casi por instinto, sin miedo y convencida de que nació para ello. “Son unas máquinas grandes”, dice para describir las lavadoras industriales en una planta que operan unas cincuenta chamacas igual que ella, negras y latinas, y que no paran de sacar a borbotones piezas que uno imaginaría incontables si no estuviera ella precisamente con ese encargo. “Hablo poquito inglés –afirma--, lo suficiente para contar hasta llegar a cincuenta piezas que doblo por montones de diez durante todo el día”. Carmela es verdaderamente joven, con su acento del sureste y la mirada segura en que no pasará el resto de sus días en Estados Unidos.

“No hay tal sueño americano”, dice su hermano Sénder, bien decidido. Hace dos semanas perdió su trabajo, o diré mejor dejó su trabajo: no le pagaban a tiempo en un taller mecánico en los que en teoría ganaba 60 dólares diarios en una jornada de más de diez horas de talacha. Apenas tiene 18 años, pero lleva una carrera larga de trabajador indocumentado: se inició en Texas, abriendo cimientos para una constructora en Austin, y han sido los meses más difíciles de su vida. Una experiencia amarga, dice. Y confirma de nuevo: “No hay tal sueño”. Y yo sólo veo un muchacho que busca trabajo en el restaurante de Michel, un hombre que, le han dicho, ayuda a los migrantes indocumentados. Y ahí lo dejo, junto a su hermana, un sábado cualquiera de diciembre, todavía soleado y a la espera de la nieve.

Barrio mexicano

Un barrio al sur de Richmond. Los afroamericanos lo habían convertido en territorio de guerra. Con la llegada de los mexicanos simplemente se convirtió en territorio liberado, no había patrulla ni policía que se atreviera a entrar. Pero algo ocurrió en los últimos años que la unidad habitacional en la que nos encontramos, con sus casas de ladrillo de dos plantas, remozadas y perfectas, pasa ya por uno más de tantos y tantos fraccionamientos maqueta en el que relucen el orden y el pasto verde, y simplemente no es posible imaginar que hace poco tiempo se jugaba la vida quien circulara al anochecer con pinta de fuereño... Southwood, el vecindario de la vida clandestina de los mexicanos en la capital de Virginia.

Ángela, una colombiana nacida en Antioquía, administradora de la unidad, es una mujer cercana a los cuarenta, tiene el aire del éxito en su voz y también el desparpajo tropical para ofrecer las casas como la tierra prometida de los latinos. “Por el número de viviendas es el vecindario más grande de la ciudad –dice y se refiere a los 1268 departamentos, que van de los 450 a los 700 dólares mensuales de renta--, y miren en lo que lo hemos convertido. Es hermoso el vecindario. Aquí ya la gente vive bien”. Y sí, nada que ver con esos ghetos cinematográficos y sus balaceras a la orden del día. Son apenas las 5 de la tarde, pero ya la noche se viene encima. Todo tranquilo. Unas cuantas personas esperan para hablar con Ángela de algún trámite casero, como el pago de las cuotas o el arreglo de alguna cañería. Poca gente en la calle. No hay ningún escándalo musical ni tendederos en las ventanas. Hace frío. Los mexicanos están escondidos en el nido, y por lo pronto a nadie le importa que se pasen por alto la reglamentación y se hacinen hasta diez o doce personas por vivienda. Ángela sostiene su relato del encanto habitacional y yo guardo por un momento esta imagen serena de un sábado cualquiera en la vida de una comunidad mexicana en Virginia, con sus migrantes como Sénder y su hermana, pensando si de veras están ya en lo que se llama la oportunidad en la vida.

“Yo soy hispana –dice Ángela--, llevo algunos años acá, yo empecé de cero. Llegas a un país donde todo es extraño, no hablas inglés, sufres mucho y te toca probarte y probarle al mundo de los Estados Unidos cómo eres y quién eres. Yo sé de dónde vienen estos mexicanos, pos eso me fascina mi trabajo porque tengo la oportunidad de ofrecerles a ellos una vivienda. Y ellos saben que si tienen un problema ellos me llaman y yo voy”

 Hace unos años, no más de cinco, este era un barrio afroamericano. Las preguntas son elementales: ¿dónde están?, ¿qué fue de esas familias?, ¿se quedaron algunos?, ¿cómo se llevan con los hispanos? Ángela, con el desparpajo tropical tiene las respuestas.

            “Es una transición sumamente interesante –dice--, porque a la medida que empiezan a llegar familias mexicanas, y no necesariamente mexicanas, en general latinas, no importa de dónde vengan y lo que hagan, siempre hay un poquito de roce con las familias afroamericanas. Entonces a unos no les gusta a los otros, entonces los afroamericanos salen a vivir a otras áreas, muy factible en el mismo vecindario, pero a otras propiedades por el hecho de que no quieren estar muy cerca de ellos, en fin, es cuestión de cultura. Lastimosamente cómo no podemos ni hablar español o inglés en estos dos grupos, entonces no hay suficiente comunicación, entonces crea bastantes problemas porque la gente no, la gente no dice hola, yo me llamo Pedro o yo me llamo María, entonces todo este tipo en cuestiones de idioma yo creo que también tiene un poquito de, de problema en la comunicación y en las relaciones entre las culturas.

Optimismo caribe. Sigue Ángela: “Sí, ¿sabes?, esta propiedad tiene un potencial grandísimo. La propiedad es muy linda y tenemos un dueño que tiene el corazón grandísimo, que tiene una ambición enorme de hacer un buen cambio en esta comunidad, de ofrecer una buena calidad de vida, una manera de enseñarle a la gente que no importa lo que tú hagas, en donde tú trabajes, tienes todo el derecho de vivir en lugares muy buenos y no importa de dónde vengas. Yo soy hispana, llevo muchos años acá y acá yo empecé de cero, porque llegar a un país en donde es todo es extraño y no hablas inglés, sufres mucho y que toca probarte o probarle al mundo de los Estados Unidos quien eres y como eres. Entonces yo sé de dónde vienen ellos, y como hispana me fascina este trabajo porque tengo la oportunidad de ofrecerle en mi idioma, que es el mismo de ellos, los servicios que nosotros tenemos. La ventaja de ofrecerles a ellos una vivienda, de comunicarse con su esposa cuando algo no está arreglado, cuando algo se dañó, que los niños se enfermaron, entonces ayudarles con número de teléfono o asistencia, en fin, tanta cosa que se puede hacer aquí y yo adoro mi trabajo, adoro mi comunidad...”

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