• Sergio Mastretta
  • 21 Febrero 2013

La Antorcha atraviesa de ida y regreso de Huajuapan de León el territorio de los cactus, por el triángulo que forma las carreteras entre
Acatlán y Tehuacán con esa ciudad oaxaqueña. El sur como ámbito geográfico, histórico, sociopolítico no se reduce fácilmente. Al contrario del norte, asimilado en la amplitud de sus montañas y desiertos a una menor variación de sus imágenes –por ejemplo, el número limitado de ciudades o las rutas que apuntan invariablemente a la frontera, al cruce, al tránsito a lo que está del otro lado--, el sur es un encierro de diversidades y abismos naturales e históricos que lo presentan inalcanzable para la visión del conjunto e inasible para el impulso analítico. Por ejemplo sus pueblos, demasiados y pulverizados, infranqueables a la pregunta original: ¿por dónde empezar a contar su historia?, o ¿qué historia merece contarse?, ¿la que necesita escuchar quién? ¿Y con qué recursos narrativos? ¿Con qué medios?

Vayamos al caso de Los Reyes Mezontla, en el municipio de Zapotitlán de Salinas, cercado por los cactos y el olvido, como tantos otros pueblos en la región mixteca-popoloca. ¿Qué importa, qué requiere ser narrado y cómo deberá ser contado para que se rompa por un instante su condición natural de precariedad y marginación y este trabajo periodístico tenga algún sentido? En la coyuntura se consigna que ese pueblo antiguo, popoloca, rojo como la tierra y el barro para las ollas que elaboran sus mujeres desde siempre, con sus jóvenes braceros en los cañaverales de Morelos y sus muchachas obreras de las maquiladoras de Tehuacan, mantiene un litigio con su cabecera Zapotitlán por lo mismo que preocupa a miles de pueblos iguales frente a la sede inmediata del poder político: el dinero que llega de la capital y que es controlado por las presidencias municipales, y el hartazgo de los humillados por los caciques regionales.

Llegamos a tiempo para contemplar la quema de la alfarería que ha dado fama a las mujeres de esta comunidad: patojos, comales, cajetes, ollas, incensarios, braseros, vasos, un conjunto de piezas dispuestas sobre un tendido de leña contra un tecorral de piedra. La lumbre corre con premura y apenas cuece el barro que algún día veremos renegrido por el calor de los comales populares.

Los Reyes Metzontla, en su nombre, contiene mucho de lo que le identifica: el maguey explotado en su fruto hasta la última gota de su miel, queda ahí, en el loma reseca, descascarado y muerto, pero sobreviviente en la nueva mata que crece silvestre, a la espera de que en su tiempo llegue el mezcalero a extraerle el jugo sabio del desierto mexicano. La soledad, impasible, aprieta la garganta de los hombres a la sombra de árboles llorones, y la conversación se hilvana a sorbos estirados por una embriaguez antigua, innata, serena, que no desbordará en la inconciencia. Por lo menos esta tarde en que me encuentran, extraño y atolondrado con mi carga de preguntas.

Es un pueblo rojo, y por lo tanto es bello. Plantado en una cañada, bordea sus casas de media agua, en teja y adobe, un arroyo seco que, sin embargo, en tiempo de aguas corre bronco para impedir el paso, río abajo, de los campesinos que regresan de sus mercas y negocios en Zapotitlán o Tehuacan. La falta de un puente es hoy el origen inmediato del pleito con la cabecera: la construcción del que se requiere llevaría más de dos millones de pesos, prácticamente la mitad de lo que ingresan por los diversos programas federales las arcas del municipcio. Un puente donde no llueve más de tres o cuatro ocasiones en el año, un cruce en el desierto de los cactos hacia las comunidades de Los Reyes y San Luis, puede ser visto como un acto de justicia o como una insensatez. Todo dependerá del lado del arroyo en el que te encuentres. A la sombra de un pirú, con la mira de órganos, gigantes y xoconostles, con el sol recalentando la pedrería del torrente imaginado para justificar el puente, uno sólo logra identificar la magnitud del problema nacional: obra prioritaria, escasez de recursos, funcionarios en el escritorio, compromisos caciquiles, cajones atorados, archivos electrónicos saturados, proyectos sociales durmiendo el sueño de los cactos.

Miscelánea La Rosa del desierto y Abarrotes El Perro Negro. Las letras pintarrajeadas sobre la empalizada al borde de la carretera antes de llegar a Zapotitlán de las Salinas, confirman que esta es una tierra extraña, con un rostro de erizo seco, de mundo fuera de la historia tras la violencia de las espinas, de mares que guardaron su memoria en este fondo de la tierra. A veinte minutos de Tehuacán, pero a un instante de la era geológica.

Son las dos de la tarde de un domingo calcinado por el sol. Un hombre gordo y negro, sentado a la entrada del tendajón nos mira con la indiferencia de los cactos centenarios que nos cercan. Las cervezas han corrido por su sangre pero ahí está inamovible, pertrechado en su gordura como bisnaga prendida a la tierra, con el jugo suficiente para pasar el día por este alfiletero de los dioses popolocas. Sentado ahí, como maestro en esta fundición de soledades, corta toda pregunta por los hombres de esta sierra.

Más tarde, sobre la loma del jardín botánico observo el millón de cactos ordenados y puro: soldados marinos en defensa de la piedras contra el sol, le ganan al tiempo con sus sombras, se reparten la vileza de la luz y la dominan. Algún día el sol caerá y ellos seguirán ahí. Es un mundo de espinas el nuestro, de desiertos y perros negros peleando por las sombras. Pero en las afueras de Zapotitlán un hombre gordo y negro detiene el tiempo, retira el sol bajo su sombra.

Pedro Miranda, en su bicicleta, rumbo al río Salado. Ha aprendido de ecología y se sabe por igual los nombres científicos, mestizos y popolocas, Tambien sabe que no tienen agua suficiente para regar las bolsitas negras con los renuevos --se han propuesto sembrar cien mil--, y que la historia de los japoneses es cierta, que convencieron al comisariado ejidal y retacaron trailers con muestras de las mas de sesenta especies de cactáceas de Zapotitlán. Pedro también cuenta historias de cerros, como el Cutag, y jefes popolocas, como Chapotl. En la meseta que forma el más alto al oriente tenían los antiguos su fortaleza. No imagino cómo sería la vida en esos tiempos. Pero Pedro afirma que en los actuales no falta si se busca: el trabajo en las salinas, en la extracción de onix o en su talle. Y si las manos de los artesanos logran piezas admirables, como el pegaso, el juego de tacitas cafeteras, los toros afilados a la manera de Picazzo o una maravilla mágica en el desierto: la madriguera de dos osos polares iluminada por dentro por la luz de un foco. Claro que si se quiere dinero --afirma la lógica de Pedro Miranda--, entonces hay que jalar para el norte, y si se consigue pasar a Estados Unidos, entonces no se deja de soñar con los cactos.

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