• Sergio Mastretta
  • 28 Noviembre 2012
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Monólogo de un juez federal atribulado

De dónde eres, de dónde vienes, qué serás en el futuro. Todo visto así, en este paso de la muerte que se recorre a diario, de ida al penal desde la casa en renta, lejos de la familia, en esos territorios extremos llamados ceferesos,  y de vuelta  de un día de examinar expedientes, de responder exhortos, de cumplir autos, de revelar palabra tras palabra la violencia que se contiene en miles de procesos que acaban en ese cúmulo insondable de legajos, con sus configuraciones de delitos y proyectadas sentencias que encierran la vida de un juez. El paso de la muerte, quinientos, mil metros de pavimento controlado por ese rotundo concepto jurídico de crimen organizado materializado en vehículos atravesados y cuernos de chivo apuntando a tu olvido, paso de muerte entre cerros encubridores de brechas dominadas por sicarios montados en lobos, cheyenes, suburbans y que todo lo miden en calibres de balas y láminas y blindajes y traspasos del tiempo. Quinientos, mil metros de acelerón y silencio.


El paso de la muerte, refugio, limbo, olvido, la vida escapada del papel amontonado en las salas del juzgado.

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Pertenencia de grupo. Por supuesto, somos  jueces federales, todos más o menos de la misma generación, hablamos de lo que está pasando en México. Ocurre en los congresos. Sí, la verdad es que hay algo así como cofradías, nos juntamos los que coincidimos en intereses, en modos de valorar el sistema judicial que nos tocó vivir. Todos somos penalistas, llevamos los procesos por delincuencia organizada. Nuestra chamba es la de juzgar igual a los capos que a los sicarios, todos los días tratamos a sus abogados, para unos, lo de alto vuelo, los despachos que cobran dinerales; para otros, casi siempre olvidados por sus cárteles, y si no ahorraron bien, el abogado de oficio.

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Tal vez yo vengo de mi padre, que me enseñó a buscar la equidad entre las personas, con aquella frase de Juárez sobre el respeto al derecho ajeno. Así nos lo hacía ver mi papá, cuando nos disciplinaba: reconocer errores y decir la verdad. Ahora soy juez federal, y acabo de cumplir 40 años. Nunca pensé entonces que me tocaría encarar tanta violencia, ni se me ocurrió que mi vida pudiera llegar a estar en riesgo.

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Rumbo al trabajo encontramos un retén. Cuatro, cinco, no sé cuántas camionetas, apenas si distingo pick ups, suburbans, doblecabina, y cuernos de chivo por todos lados. Gritos, amenazas y la seguridad de que no les hará frente nadie a esa hora, a la luz de la mañana en la carretera al penal federal en el que trabajo como juez desde hace unos años. Quién impide que levanten al conductor de una Lobo blanca del año. Por supuesto nadie. Tres autos adelante del nuestro. No atiendo a los ruidos, me gana la figura de un hombretón con un AK 47, gordo, enorme, rapado, simplemente feo, con sus ojos aturdidos --aún me pregunto qué se ha metido--, que se pasea, que se tambalea por la hilera de los carros detenidos. Quieres saber cómo es un sicario, ahí lo tienes, furia, sudor, vacío. Yo lo miro, soy nuevo en este territorio, pero no lo hace mi chofer, con la mirada atorada en los pedales y las manos que le tiemblan en el volante y sus palabras no la vamos a hacer, no la vamos a hacer. De qué sirve el blindaje de la camioneta, de qué sirve el chaleco antibalas, de qué sirve que le maneje a un juez federal. Y yo miro al gordo, como de cuento vaquero, ahora sus ojos están encendidos, que pasea el rifle de guerra, que rafaguearán a lo que se mueva, pero que para nuestra fortuna atienden a la voz de su jefe.

--Y me gusta la troca, también llévensela.


Y los vemos irse, con el levantado en una batea, cuatro, cinco, no sé cuántas camionetas disueltas entre las brechas.

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