• Guillermo Prieto
  • 19 Junio 2014
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Hecho una sonaja de gusto, con la adquisición del documento anterior, que tal como me lo regalaron lo planto ante las miradas de mis lectores, me arrojé rendido sobre un asiento del café del Comercio, saboreando mis multiplicadas impresiones. Pronto entabló conversación conmigo un señor que leía los periódicos y de una en otra palabra, y así como casual, llevó la conversación a los pintores que yo deseaba conocer. —Cómo, ¿quiere usted conocer a Arrieta? (13) —Sí señor, lo deseo muchísimo. —Venga usted, está a tres pasos, soy su amigo. En un salto estábamos en su casa: se asciende a su aposento por una especie de cerbatana con escalones, en donde apenas cabe de frente una persona que no sea de exagerado volumen: al pisar los últimos escalones, los caballetes, los cuadros y el conjunto, os avisan sin más preámbulo que estáis exabrupto en el estudio del artista. El Sr. Arrieta es un hombre como de cuarenta y cinco años, grueso, moreno, pálido, una mirada triste: el tinte amarillento de sus ojos, y el pelo caído sobre su frente, dan a su fisonomía un aspecto, si no repugnante, a lo menos indiferente.

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