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-Cuando no sepas qué más escribir en la escena, cortas.

Esa fue una de las primeras lecciones que aprendí de Vicente. Yo estaba tomando un taller de guión cinematográfico organizado por la Sociedad de Directores. Éramos cinco talleristas que tuvimos oportunidad de discutir y reescribir nuestros guiones bajo la tutela de Leñero. En ese entonces yo sabía poco de él: que había escrito novelas, guiones de cine, teatro y que su nombre aparecía en la revista Proceso bajo el título de vicepresidente. Sin embargo, había leído casi nada de su obra.

 

Un día entré a la librería Educal que está frente a la Biblioteca Vasconcelos y compré El garabato. “La novela que a Borges le hubiera gustado escribir” decía en la contraportada. La leí esa misma tarde y esperé a la próxima sesión del taller para llevarla conmigo. Cuando terminamos, le pedí a Vicente si me podía regalar un minuto.

-Claro, déjame echar una meada- fue su respuesta.

A los cinco minutos volvió y se sentó frente a mí en una de los sillones de cuero que rodeaban la gran mesa donde leíamos los guiones.

-Leí tu novela, El garabato.

-Uy, hace años que escribí eso- dijo mientras hacía un ademán que a mí me pareció expresaba un ligero desprecio por su texto.

-Está muy bien, me gustó mucho. Realmente la disfruté.

Él contestó con una cierta cara de indiferencia.

-Me gusta que haya varias capas, que sea una carta que a su vez se transforma en una narración de alguien que lee una novela. Es una metanovela- dije mientras sacaba de mi portafolio plástico el ejemplar del El garabato.

-Sin embargo- continué-, creo que le falta algo, que no está completa.

Cuando dije esto noté como su mirada se tornaba dura, como queriendo decir

“ahora resulta que este chamaco que no tiene idea de nada, me va a venir a decir lo que le falta a una novela menor que escribí hace treinta años”.

-Le falta que me la firmes- dije mientas le acercaba el libro por encima de la mesa-

Así serán cuatro niveles metaficticios.

Vicente río en seguida, sincero, como le caracterizaba. Tomó el libro y escribió una dedicatoria rápida, virtud de cualquier escritor que presuma haber publicado una decena de libros.

 

Salimos del edificio hacia la calle mientras me contaba cómo empezó a escribir cine.

- Fue con el Llanto de la tortuga ¿no?- le pregunté.

-Sí, malísima película. Francisco del Villar, que era el director, nos juntó a un amigo y a mí en una especie de entrevista de trabajo. Francisco era un tipo temperamental y cuando acabó de hablar una sarta de cosas que rayaban en lo obsceno, mi amigo le dijo:

“Señor, usted está loco”, se levantó y azotó la puerta dejándome solo. “¿Y tú?”, me preguntó el señor director. “¿Yo? Yo quiero escribir cine”, le contesté.

Una semana después, me regaló dos libros: Redil de ovejas y La gota de agua. En las dedicatorias, escritas en esa página en blanco que las editoriales imagino dejan para ese propósito, dejaba en claro que los había escogido porque de alguna manera conjugaban dos aspectos de mi guión: el catolicismo y la anécdota de la vida real. La última sesión del taller, Vicente nos dio el número de teléfono de su casa.

-Por si algo se les ofrece- dijo.

Yo tenía otro guión que llevaba trabajando un par de años, así que una semana después de terminado el taller, me armé de valor y le marqué a su casa.

-Cincuentaycincocuarentayochotreintaydosveintidós- me contestó una voz que de inmediato reconocí como suya.

-Hola Vicente, habla Andrés del taller de directores.

Le conté que me gustaría mucho si pudiera leer mi guión y cuando tuviera tiempo platicar un poco del texto.

-¿Con qué premura?- dijo provocando un largo silencio de mi parte, ya que yo estaba seguro de haber escuchado esa palabra antes, pero no tenía una idea clara de su significado. Él se dio cuenta de mi falta de vocabulario y cambió la palabra por “urgencia”.

-No pues, más bien cuando tú puedas.

Quedamos en que le entregaría una copia impresa en la oficina de directores y le llamaría en una semana.

-Ya leí tu guión, ¿cómo ves si nos vemos en el café que está al lado de la SOGEM a las tres y media de la tarde?

Así quedamos.

Frente a una taza de café americano y con el guión lleno de anotaciones me soltó:

-Cómo que el sacerdote nunca reza ¿no crees? Siempre anda haciendo de todo pero nunca lo vemos rezando, en su intimidad, en su comunicación con Dios.

La película que había escrito era una comedia en donde un sacerdote ortodoxo pelea contra las fuerzas de la naturaleza encarnadas por un perico cabeza amarilla. Yo quería hacer una metáfora de la existencia de Dios y los siguientes minutos de la plática giraron hacia allá. El tiempo se agotó y él tenía que ir a su taller en la SOGEM que presidía desde hacía diez años más o menos.

-Estaría muy bien que pudieras leer el guión en el taller- dijo antes de despedirse.

Semanas después iba yo caminado por el parque México en la Condesa cuando vi que alguien me hacía señas a la distancia. Era Eduardo, miembro del taller desde hacía algunos años. Me dijo que en la última sesión se había decidido que yo sería un nuevo miembro. Me sentí emocionadísimo.

Desde entonces los jueves se tornaron sagrados. Un día a la semana para leer, comentar y discutir literatura. Yo era el más joven de todo el grupo y en cierta medida me sentí intimidado por la calidad de los textos que se leían. Era un excelente espacio que requería de una apertura emocional y la indudable capacidad para aguantar vara, ya que el protocolo se desarrollaba de la siguiente manera: uno llevaba su texto impreso con copias para todos, las repartía, las leía y al terminar tenía que permanecer callado durante toda la ronda de críticas (en ese entonces éramos trece). Este último proceso podía durar más de una hora. dependiendo la extensión de texto, para finalmente darle la palabra a

Vicente, quien para la fortuna del lector en turno, era el último crítico. Fortuna porque a pesar de que las demás críticas tuvieran una buena carga de positivismo y alumbramiento, la voz de Vicente representaba una mezcla de potente análisis literario, cuestionamiento socrático, motivación intelectual y conciliación con las diferentes críticas. Al terminar invariablemente pronunciaba la frase “Bueno, ahora dinos tú qué piensas”.

Al cabo de un año de tallerear y leer prácticamente cualquier género (excepto poesía y ensayo, explícitamente prohibidos en los estatutos de taller), me entraron las ganas de escribir narrativa, ya que durante ese tiempo sólo escribía guiones. Así que viendo qué escribir, me encontré con los diarios de una tía tatarabuela que describían una impresionante travesía desde Suiza hasta Perú. Decidí escribir una novela y cuando llevé el primer capítulo al taller, las críticas fueron buenas. “Esto de ser novelista no es tan difícil”, dije para mis adentros, pero mi confianza se fue desmoronando una vez que el segundo capítulo me costó mucho más esfuerzo escribirlo y el tercero de plano lo dejé a medias.

-La novela requiere de un largo aliento- solía decir Vicente.

A mí sólo me salió un soplido y para evitar el ridículo, en mi siguiente turno de lectura llevé un guión que ya había leído por lo menos tres veces. Esa noche, siguiendo la tradición del taller de irse a tomar una, dos o tres copas al Yanni’s (un bar cerca de la SOGEM que Eduardo definió en un texto como de “medio pelo”) yo me encontraba al lado de Vicente y la conversación giraba en torno a los riesgos formales que debe de tomar la literatura para romper esquemas clásicos y predefinidos. De pronto, alguien expuso el tema de qué tan arriesgados eran los textos que se leían en el taller. En esas estaba la conversación cuando Leticia se giró hacia Vicente (quién defendía la capacidad de la juventud para romper esquemas) y dijo:

-Nómbre ticher, si no es cuestión de juventud, mira a éste, ¡es el alumno más joven que tienes y escribe como viejito!

Vicente dejó salir una carcajada modesta. Al llegar a mi casa, saqué Se está haciendo tarde (Final en laguna) de José Agustín, el cual me había comprado días atrás por el módico precio de quince pesos y hasta ese momento no había abierto. Al terminar las primeras dos páginas pensé: “es cierto, escribo como viejito”. Al día siguiente tiré mí novela familiar y comencé a escribir algo más acorde a mi edad y mi aliento. Era una novela loquísima que levantó un par de controversias durante las lecturas, por ejemplo, porque los diálogos no llevaban guiones. Cuando llegaba el turno de Vicente, no me quedaba duda que ese era el camino a seguir, a reescribir más bien, a reescribir hasta el cansancio. Que no había escritura errónea siempre y cuando ésta fuera coherente con su propio universo. Que la libertad de la literatura va más allá de la redacción, conjugación, adjetivos, sustantivos y estructuras. Que es algo vivo y como todo ser vivo es propenso a las mutaciones, libres, caprichosas, espontáneas.

Un día llegué temprano al taller y él ya estaba sentado frente a la mesa fumándose un Marlboro Light. Tenía su mano sobre un libro de portada amarilla y cuando lo saludé me dijo mientras levantaba el libro:

-Toma, léetelo, este tampoco tiene guiones. Pero te lo presto ¿eh?, porque todavía no lo acabo de leer.

Nunca se lo devolví. Cuando me lo pidió de regreso, terminó haciendo un gesto que yo interpreté como de “quédatelo”. Probablemente tenía otro. Tenía muchísimos libros. Después de cada comida navideña que inaguraba las vacaciones del taller, caminábamos todos juntos hasta el salón de lectura, donde nos encontrábamos con paquetes de libros seleccionados por Vicente sobre la mesa. Todos tenían el relieve de su

Ex libris. Durante quince minutos nos peleábamos cortésmente por Fuentes, McCarthy, Márai, Cortázar o Vargas Llosa, antes de proceder a la última lectura del año, contagiados por un ligero estado de embriaguez, producto del alcohol tomado en pequeñas cantidades durante la comida.

Hace unos meses, fuimos todos a Cuernavaca a una especie de retiro literario. El aislamiento alimentaba la idea de la mística del taller. Durante tres días nos dedicábamos a leer, comentar, beber y conversar. Era la segunda vez que lo hacíamos, la primera cometí el error de ser pareja de Vicente en el dominó. Mis estrategias vacías y conocimiento prácticamente nulo del juego provocaron una ira deportiva en mi compañero, que a pesar de mis pésimas decisiones, logró que la derrota no fuera por goliza. Nos dejaron en 68. Nunca más volví a tenerlo de compañero de juego.

La segunda vez no hubo dominó. Más bien mucha plática, antes, durante y después de la lectura. La última noche, después de cenar nos reunimos en el bar del hotel que estaba a un lado de la alberca, disfrutando de una noche cálida y tranquila. Vicente bebía un whisky, como a él le gustaba, mientras la conversación giraba en torno a Dios.

Fernando, a quien sus amplios conocimientos teológicos y el hecho de tener un carnet de acceso a la biblioteca del Vaticano lo facultaban de sobra para darle sazón a la plática, planteaba la idea de la injerencia de Dios sobre el hombre. Vicente argumentó que eso era imposible.

-La existencia de Dios no está en duda, pero su intrusión en la vida del hombre sí que lo está.

-¿Por qué dices eso? - Preguntó Fernando.

Vicente echó el cuerpo ligeramente hacia atrás y levantó los brazos, como queriendo agarrar una bola de aire.

-El Big Bang es la teoría científica más aceptada acerca del origen del universo.

Ésta dice que en sus primeros momentos, el universo consistía en una energía terriblemente densa y que en un micro instante se expandió de manera espectacular hasta formar el cosmos que conocemos hoy en día.

Fernando asintió.

-Pues bien, según esta teoría, la expansión del universo puede ralentizarse hasta detenerse por completo y así empezar a contraerse.

-El Big Crunch- dijo Fernando.

-Eso, el Big Crunch. Eso quiere decir que la contracción del universo, aunque le lleve miles de millones de años, volverá a crear de nuevo una concentración de energía que con el tiempo volverá a ser inmensamente densa, para dar paso a otro Big Bang que expandirá el universo, que a su vez se detendrá y se volverá a contraer para volverse a expandir creando un ciclo infinito.

Vicente echó el cuerpo levemente hacia adelante mientras sus ojos brillaban.

-Esa es la respiración de Dios.

No recuerdo si después de ese axioma teocientífico el tema se dio por cerrado, pero lo que sí sucedió es que la idea se me quedó labrada en la mente, como la cantera de las iglesias. Y ahora que lo pienso a la distancia, me revela una de las características más bellas y sobresalientes de Leñero: su capacidad única de conciliar y engrandecer las monumentales y complejas ideas de este mundo maravilloso.

Hasta siempre Maestro.

México D.F., 3 de diciembre del 2014.