• Sergio Mastretta
  • 17 Octubre 2012
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Sergio Mastretta

Crónica de la peregrinación

Gustavo Rodríguez es un sacerdote marcado por la tierra campesina, uno de esos casos que la jerarquía de la iglesia católica quisiera guardar en el desván al que ha arrojado ese anatema hiriente de la teología de la liberación. Pero ahí está él, encargado de la Antorcha Guadalupana en la región poblana, dando cuenta de una movilización social que rebasa fácilmente la burocrática repuesta de curas y párrocos al ánimo de los migrantes organizados en Nueva York. Es un hombre corpulento que sobresale por su estatura y la sotana blanca que cubre su voluminoso cuerpo. Su mirada serena contempla el bullicio armado en el atrio de la iglesia de Guadalupe en Tepexi de Rodríguez ante un tendido de fotos de la carrera del 2003 a su paso por la región. No llega a los 55 años, con casi treinta como cura de pueblo, primero en Zacapala, por donde a mediodía pasarán los corredores, después en Santa Clara Ocuyucan, en las inmediaciones de la ciudad de Puebla, y desde hace unos siete años en la parroquia de Momoxpan, ese pueblo cholulteca arrasado por el crecimiento disparatado de la capital poblana, de la mano de la desquiciada y criminal ambición de los políticos y funcionarios que en los últimos quince años han expropiado y ordenado el desarrollo de la Angelópolis. Con su morral de convicciones y la paciencia de un hombre de fe, Gustavo relata en una conversación igual la historia de uno de tantos pueblos de migrantes en la mixteca –y la de un campesino convertido en magnate en Houston--, que la tozudez de los curas que, como él, sostienen la posibilidad de un iglesia católica comprometida con lo pobres del mundo, o la trayectoria de su amigo, también párroco, Marcos Sotomayor, principal organizador de la Antorcha Guadalupana en México, fallecido en el 2003.

Gustavo mira al país y a la iglesia católica con los ojos inteligentes y amorosos que esa institución pareciera haber perdido hace mucho tiempo. No revela otro México, lo ilumina, te obliga a mirarlo; pero sí perfila otra práctica cristiana, la que se funda en la solidaridad y la compasión por el dolor de los otros.

Zacapala, atado a la depresión del Atoyac, entre Tepexi y Matamoros, su parroquia entre 1982 y 1987, justo cuando el pueblo se metió de lleno en una pequeña guerra civil, como las que vivieron en esos mismos años los pueblos de Calmecac, Coyuca, aquí en el sur, y Huitzilan en la sierra norte, es el punto de arranque de una conversación serena sobre el México profundo.

--De entrada, ¿qué pasó en Zacapala a principios de los ochenta –le pregunto.

--Mucha matanza –responde en corto--, muertes, masacres.

Y es que hay respuestas cortas y largas. Empieza por la historia remota:

--La historia de la violencia en Zacapala es muy antigua, viene del siglo XIX, 1840, 1860, cuando el pueblo se convirtió en guarida de unos asaltantes llamados “los plateados”. El pueblo era una guarida de malhechores. Y hubo pleitos de familia, entre los descendientes.

Y de ahí, tres acontecimientos históricos para el pueblo, uno cuando la revolución, el segundo en los años cincuenta, y dos justo en la coyuntura de 1982. Primero la historia de los Zapata.

--En 1911 –cuenta--, el hermano de Emiliano Zapata, Chema Zapata, asesinó a alguien allá en Morelos, y vino a esconderse a Zacapala, de ahí salen las nuevas generaciones de Zapatas, de ahí viene Alfonso Huesca Zapata, que con el tiempo se convirtió en uno de los empresarios mexicanos más importantes en Houston.

Pero vamos poco a poco. Antes un hecho increíble, que explica como comportamiento natural del poder en México, y sus ligas con las profundidades violentas: en 1976, un poblano fue nombrado jefe del Estado Mayor Presidencial por el presidente López Portillo, era el general Godínez, que se llevó a varios pistoleros de Zacapala con él, gente que era buena pal tiro, cada uno con dos o tres asesinados en su cuenta. Cuando termina de presidente López Portillo, toda esa gente queda desempleada. Y por supuesto, regresan a Zacapala.

--Es cuando llego a la parroquia –sigue Gustavo--, me toca coincidir con ellos. Creo que gran parte de las masacres fueron una competencia de pistoleros desempleados, gente de varios mandos, protegidos algunos por el ejército y otros por la procuraduría estatal. No era un asunto de cacicazgos o de pleitos por la tierra, eran simples pleitos de familia, pleitos de que me viste feo, da machismo puro. Aquí dice un refrán que la pistola se saca para matar, no para asustar. En Zacapala la gente era agresiva, sin más. Por ejemplo, mis catequistas, todas llevaban pistola, y eran buenas para el tiro. Una vez vine por aquí a un ranchito, preparaba una primera comunión, catorce niños de once, doce, catorce años, todos cargaban pistola. Esa era la realidad en 1982, ibas por los caminos y te encontrabas a la gente con metralleta por el campo, como si en esa misma época te estuvieras en Nicaragua o en El Salvador.

--¿Y cómo te trataban a ti, un sacerdote?¨

--Hay respeto por el sacerdote, y más si está cerca de ellos. Indistintamente, sean asaltantes, gatilleros, judiciales. Yo estaba con ellos en sus ranchos, en sus cerros. Cuando llegó Antorcha Campesina a la región, trató de matarme, pero los que encomendaron dijeron: “A ese padre no lo toquen, ese padre es del pueblo, no lo toquen”.


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