• @elrobergonzalez
  • 03 Julio 2015
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Cuando era pequeño, me gustaba mucho ir al Zócalo de Puebla: estar entre tanta gente me daba el anonimato necesario para hacer cosas no permitidas en la escuela (como “agarrarme a los besos” con mi novia). Sin embargo, conforme fui creciendo, el Zócalo y la ciudad que lo circunda fueron haciéndose muy pequeños para mí. Empecé a mirar hacia el horizonte con muchas ganas de saber qué había fuera de mi lugar de nacimiento, hasta que un día me pregunté: “¿y si me fuera a vivir a otra ciudad?”

 

Los años pasaron y me llené de esa adultez que te permite hacer todo lo que quieres, menos lo que en verdad quieres, y durante algún tiempo olvidé mi sueño de fuga. Pero un buen día me di cuenta de que no tenía pareja ni trabajo, además de que en mi casa vivía completamente solo, así que me dije: “yo creo que ahora sí es momento de buscar nuevos horizontes”. Tomé mis maletas, por ahí del mes de julio de 2013, dejando atrás todo lo que conocía y dirigiendo mis pasos hacia la Perla Tapatía.

 

Dicen los ancestros: “no hay nada mejor que la comida del centro de Puebla”. Bueno, en realidad eso es de mi cosecha, pero ¡vaya que la comida callejera se vuelve un tema de vital importancia cuando llegas a una nueva ciudad, sobre todo si eres de Puebla!

 

Lo primero que noté cuando llegué a Guadalajara fue, sin lugar a dudas, la belleza de sus mujeres: “¡estas chamaconas están re-bien alimentadas!”, pensé. ¿Y cuál es el alimento que les otorga tan singulares formas? Ésa fue la siguiente particularidad que llamó mi atención: la manera en que la gente suele comer tortas ahogadas en algunos puestos.

 

Yo tenía ya un cierto referente sobre este manjar tapatío, pero no se asemejaba en nada a lo que mis ojos veían: ¡los locales se embuchaban su torta en una bolsa de plástico! Si eres de Puebla, la única torta ahogada conocida y aceptada dentro de los cánones sociales va servida en un plato, rellena de carne, con un montón de salsa encima, cebolla y, si así lo prefieres, picante.

 

Después de reflexionar varias noches al respecto (no tenía mucho que hacer), un día quise calmar mis ansias de conocimiento, además de mi apetito voraz, así que me dirigí al puesto donde había atestiguado tan particular fenómeno. Llegué y pedí una torta “como se la sirvió a aquel joven” y me decidí a comerla como los locales. Abrí a mordidas un costado de la bolsa y empecé a comer… En ese momento se hizo la luz: el pan, llamado birote (del cual hablaremos en el futuro), absorbe las salsas de una forma sublime complementando a la perfección la carne de cerdo, previamente cocinada… Mi hambre y mis lonjas agradecieron mi curiosidad científica: ¡que vivan las tortas en bolsa!

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