• Mundo Nuestro
  • 21 Noviembre 2014
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Son las 5:30 am del 21 de noviembre. Es mi primer despertar en Puebla de los Volcanes desde que volví para quedarme. Los últimos cuatro años hice mi doctorado y viví en tres países europeos. Estoy despierta y sin sueño. 

Por inercia y adicción reviso mi correo en el celular. Una de las alertas académicas a las que estoy suscrita habla de la simbiosis entre algas y salamandras. Me deja fascinada.

Dejo el teléfono y dejo de pensar en salamandras solares. Estoy en el baño, recargada en la pared. Pienso en las manifestaciones de ayer. En el México de luto que es también el México que disiente y que aún cree posible el futuro. Quiero también haber estado en las manifestaciones de ayer, pero quería ver a mis hermanas menores. Quiero también pensar al país. Tratar de entender por dónde irá el riel de esta montaña rusa en la que estamos metidos. Leo en México, Las ruinas del futuro:

“Muy pocos han intentado elevar la mira y trascender el miedo y la indignación. Ni las fuerzas políticas y las instituciones del Estado, ni la sociedad civil, ni las movilizaciones en curso, han conseguido abrir un espacio público para restablecer puentes hacia el diálogo, la deliberación, la propuesta y la elaboración de iniciativas y estrategias que den cierto sentido al momento y un horizonte a la nación.”

Escucho la puerta de mi cuarto rechinar. Afuera del baño está la menor de mis hermanas, lleva un jorongo negro con flores y una sonrisa adolescente. Comienza a cantarme las mañanitas. Después del abrazo se queja de no haber llegado a tiempo para lograr despertarme. Mis papás llegan poco después con la misma queja. Solo la hermana de en medio sigue dormida en la casa, despertarla es una batalla que se gana no haciéndola.

Son las 6:30 am. Acompaño a mi papá a dejar a la menor de las hermanas a la escuela. La prepa Zapata de la BUAP está en el centro. Nos vamos por la 11 Sur, la arteria de Puebla equivalente a Insurgentes. El amanecer pinta las nubes aborregadas de medio cielo. La construcción del metrobus está casi terminada. Es difícil imaginar la 11 Sur sin el azul-amarillo de los Aguazul-Mayorazgo. En teoría habrá menos tráfico y el servicio será mejor. A mi la experiencia del DF me parece positiva. A mi papá le preocupa la falta de opciones que tendrán los autos para dar vueltas en U y entrar a colonias como San José Mayorazgo.

Me sorprende el tamaño de los truenos en el camellón de la 11 Sur. Me tocó ver cómo los plantaron, probablemente el único mérito de la administración de Mario Marín.

Mi hermana entra a la Zapata con el mismo entusiasmo que un perro labrador salta al agua. Son las 6:45 am, la panadería de Pan de Zacatlán aún no abre, nos vamos. Qué bonito se ve el centro de Puebla amaneciendo. Lástima que la arquitectura de casi todo el resto de la ciudad fuera víctima de los años setenta y del desenfreno publicitario actual. Los camiones del Boulevard 5 de Mayo también cargan la penitencia, sobretodo con caras de políticos y políticas que, bajo nunca he entendido qué lógica, despliegan sus rostros y nombres en tamaño espectacular en cuanto espacio permita pagar (o no) el erario público.

A la altura de la 16 de Septiembre el Popo emerge en el horizonte del Boulevard. Está nevado y parece surgir del cielo. El cráter figura inmenso y la fumarola que arroja es blanco brillante. Dos semáforos después está otra de las mega obras que se construyeron en mi ausencia. Un puente que tiene más cara de elefante blanco que de solución al tráfico.

Puebla sigue siendo la misma, la ciudad no se ha reinventado en cuatro años. Logros tiene, el Parque del Arte, el Ribereño y el Lineal, el esfuerzo ciudadano por recuperar el río Atoyac, los espacios ganados por los ciclistas y seguro muchos más. Pero siento a Puebla aún dormida, aún sin sacudirse el desencanto histórico de malos gobernantes, abuso del poder (donde los poderosos son ya el Estado, ya los adinerados) y de una sociedad que oscila entre la apatía y el desenfreno. Un poco así siento la división en todo México. Y eso que en Puebla no se siente el narcotráfico con el mismo terror que en los sitios donde se ha convertido en el poder tácito.

Me han dicho que a las marchas han ido lo mismo estudiantes del Tec que de la UNAM, artistas callejeros que académicos y memeleras que restauranteros. Que fueron pacíficas, que se sintió esperanza, cohesión y ánimos encendidos para bien. Y sin embargo, ante la funcionaria aduanera que revisó mi maleta en el aereopuerto y el taxista que me llevó a casa, las manifestaciones son sólo una complicación para llegar a sus trabajos y ganarse la vida.

Algunos de mis amigos dicen que la revolución ha empezado, que hay que empujar a como de lugar. Yo no dejo de preguntarme si no se necesita algo más que una revolución para empujar el futuro cuando una generación entera creció en medio del asesinato cotidiano. Vayamos más allá de la violencia que explotó junto con el crimen organizado en la última década: ¿Cómo borrar los abismos de desigualdad social que son, creo yo, el alimento de la espiral de horror que vive México? ¿Cómo erradicar la desigualdad de la que somos partícipes?

Llegamos al alto de Margaritas con la 11 Sur, poco antes de Cúmulo de Virgo. Un señor de porte campesino y sombrero negro toca un papel encerado como si fuera una armónica y pide monedas. De entre sus dedos salen las mañanitas, vaya coincidencia. Nos vemos a los ojos sin ser cómplices. En él hay necesidad y en mí una tristeza sosegada y permanente. Me pregunto si esta desigualdad puede combatirse dedicándose a la genómica y la biología de la conservación, que es lo que sé hacer y a lo que he vuelto.

Luz verde. Ojalá que si nos entierran seamos semillas.

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