• Jesús Joel Peña Espinosa (INAH)
  • 03 Abril 2013
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Por: Jesús Joel Peña Espinosa (INAH)

Viernes Santo en San Andrés Ahuatelco

Casi son las ocho y media de la noche, un leve viento corre y el ambiente se torna templado. La gente sale en silencio del templo dedicado a San Andrés y se dirige a sus casas. No hay puestos en las calles circundantes, están libres y muy limpias. Junto al atrio unos muchachos juegan básquet y el ruido es poco. Concluye el Viernes Santo.

Ahuatelco es una población liminar del Estado de Puebla rozando el territorio morelense, a los pies de la sierra que se dirige hacia el Popocatepetl. Buscarlo en la mayoría de los mapas, incluyendo el de google, es inútil pues no está señalado; por eso entendí la primera vez que visité esta comunidad, el que los lugareños nos dijeran “ni siquiera estamos en el mapa”, a lo cual les contesté: “en uno del año 1730 sí aparece con claridad, por eso logramos llegar”.

A primera vista pareciera un pueblo pequeño, pero no es así, se trata de una comunidad que está creciendo. La gente se dedica al campo y a la producción de artículos de barro, desde grandes vasijas hasta sencillos ceniceros. Como sucede en todo el país, también aquí está ausente una parte de la población que ha ido allende la frontera norte en busca del sueño americano. Gente amable, cálida, generosa y ávida por conocer su historia, preocupados porque los niños y jóvenes sepan lo que fue Ahuatelco, y es que hace muchos años aquí residió el ayuntamiento, la parroquia y un convento, pero ahora sólo es junta auxiliar y capilla. 



El Viacrucis comienza en punto de las diez de la mañana, poca gente pero mucha devoción al inicio. Conforme se recorren las estaciones y se camina por el contorno de la población, el contingente crece y al transitar por la calle central es ya una multitud. Unas religiosas dirigen todos los oficios de este día, auxiliadas por los catequistas y con el apoyo de los mayordomos quienes han logrado que todo esté listo. Para cada estación se construye una capilla posa hecha de follaje y flores, dentro se pone una mesa con una veladora e imágenes religiosas. Los muchachos que representan a los apóstoles cargan una cruz de madera color verde. Encabeza la procesión la imagen de Jesús de las Tres Caídas. Atrás, los varones adultos se alternan para cargar otra cruz, un santo madero que pesa enormidades, dos gruesos troncos refinados y tallados, que sólo portan de uno en uno y se arrastra por todo el recorrido. A la cabeza un hombre que toca la matraca con vigor.

Caminamos por casi tres horas bajo un sol acuciante, no hay nubes que hagan de palio. Las señoras se cubren la cabeza con sus rebozos y los hombres reciben todo el peso de los rayos solares. Ancianos, adultos, jóvenes y niños, todos marchamos detrás de las imágenes a las cuales se suma la Virgen de los Dolores porteada por señoritas. Damos la vuelta completa al pueblo, tocamos los cuatro rumbos del universo y al final se regresa al templo, al axis mundi, ubicado en el centro. Pasado el mediodía se ha sacralizado todo el pueblo, encerrado en un circuito por donde transitó Jesús y su doliente madre. Hemos avistado al norte el gran volcán, al oriente y poniente los valles y al sur en línea recta esa extraña montaña donde está Chalcatzingo, uno de los sitios más importantes de la Mesoamérica preclásica.

Después, dentro del templo, la meditación de las Siete Palabras. El pueblo escucha atento y las religiosas se esfuerzan por transmitir un mensaje. Una pausa para comer se indica cuando el reloj ha rebasado las catorce horas. La cita para las cinco de la tarde se cumple y nuevamente se reúne el pueblo. Unos muchachitos convocan y, ante la prohibición de tocar campanas este día, divertidos suenan las matracas frente al micrófono para que se escuche por los altavoces. Tiene lugar la liturgia de la Adoración de la Cruz y luego el rosario de pésame a la Virgen, para ese momento ha disminuido la gente. Poco antes de las ocho de la noche, los mayordomos acomodan sobre sus hombros el ataúd del Santo Entierro y junto con la Virgen de los Dolores, salen en una procesión que sí es “del silencio”. Nadie habla, todos circunspectos, una pequeña vuelta por las calles que delimitan el antiguo convento dominico y el templo de San Andrés, al cual regresamos para dejar las imágenes y con ello cerrar una jornada de fe.





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