".$creditoFoto."
Foto tomada de Urbanfreak

Tercera de doce partes

Mundo Nuestro presenta la primera entrega de una crónica de vida escrita por Guillermo Hinojosa, académico poblano quien en la etapa madura de su vida ha decidido iniciar una serie de textos sobre la realidad que vivimos y su pensamiento. “Me cansé de vivir como contrabandista ocultando lo que realmente pienso de muchas cosas”, ha dicho de sí mismo. Y ha iniciado este ejercicio de escritura sin autocensura.

 

Mientras viví en México me parecían un poco ridículas las quejas de la gente de Puebla por los congestionamientos de tráfico. No saben lo que es bueno, pensaba yo. Ahora, me parece que el tráfico poblano es peor que el de México.

Las calles del centro de Puebla son estrechas. En muchas de ellas solo caben dos carriles. Siempre hay alguien que enciende sus luces intermitentes y se estaciona en doble fila o en lugar prohibido. Cambiarse de carril es casi imposible. Para lo único que colaboran los conductores es para evitar que se abra un hueco por el que pueda meterse un coche de la otra fila. La hostilidad de los conductores poblanos es un rasgo que los visitantes notan inmediatamente.

Los camiones de pasajeros se aprietan y resoplan como búfalos acorralados. Sólo puede avanzarse unos pocos metros con cada ciclo del semáforo. Desde el coche se puede ver en los aparadores del centro, los maniquís vestidos para fiesta con sus cabezas de yeso despostillado y sus brazos en posición principesca. Parece que el guinda es el color de moda porque todas lo llevan. Quizá en mi niñez vi alguna señora vestida así, pero no puedo adivinar como para cuáles fiestas serán adecuados esos vestidos.

El claxon del auto de atrás exige estar atento y avanzar. Son apenas unos metros. Poco a poco se acerca uno a la esquina. Cuando el semáforo  da el verde, resulta que los autos y camiones que cruzan se quedaron a mitad de la calle. Nadie puede pasar ni en una ni en otra dirección. El semáforo reparte el derecho de avanzar y los conductores avanzan aunque se queden en el cruce sin poder pasar.

Un día, mi coche se detuvo en el carril central de la calzada Zavaleta. En tales ocasiones uno ya sabe que vendrá una retahíla de claxonazos y miradas de odio de los autos que vienen atrás. Uno también sabe que no hay más remedio que aguantar y esperar a que dejen de pasar para poder empujar el coche y estacionarlo donde no estorbe. Eso es lo que hice. Pero el tráfico no cesaba. Hice señas y supliqué con la cara para que alguien se detuviera y me permitiera la maniobra. Nadie. Todos prefieren seguir y que ayude el que viene atrás. Entonces sucedió el milagro. Un señor detuvo su coche y  se bajó  -Súbase, yo lo empujo, súbase- Con su coche atravesado, él se plantó en la calle para detener el tráfico mientras me empujaba. Cuando pude estacionarme  y le agradecí, me dijo que me había visto muy comprometido y por eso se detuvo.

-Aquí nadie lo ayuda, comentó.

-Pues de dónde es usted, le pregunté.

-Soy de Guadalajara.