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Por: Sergio Mastretta

Viaje al Zempoala con Alicia, Semana Santa del 2003

(Segunda parte)

Leer parte I

El río no se detiene en esa boca de granito. Enfila profundo hacia otro empalme de barrancas en donde arrancará  formalmente el Zempoala. Un afluente  viene del poniente, y si se le sigue río arriba unos kilómetros anunciará en una de las cimas de la montaña las luces de San Miguel Tenango, colgado en una soledad hermosa que abruma si se le mira desde Zacatlán. La montaña que arrastra ese desfiladero viene bien definida y se convertirá sin más en la cuesta poniente del río y casi carga entero al municipio de Tepetzintla. Vista desde Cuautempan, es una falda enorme  que perfila sus terracerías con la voluntad forzada de los hombres que han abierto con sus pies veredas que no han perdido la memoria, que trepan despeñaderos insondables para llevar a pueblos cercados por la fuerza cristalina de sus nombres. Tlamanca es uno que encontraremos como milagro de la agricultura serrana, con sus cuatrocientas hectáreas para el maíz, el café y el chile recostadas para la envidia de los pueblos vecinos. 




      El contraste del pueblo de Cuautempan es brutal contra la imagen que guardo de 1984. Una avenida de camellón y luminarias es el acceso principal. El encementado del camino es la obra municipal del momento; una calle larga hacia el centro tiene ya banquetas y guarniciones; sobresale el semáforo que recibe a los automovilistas al llegar a la plaza, con el amarillo preventivo que parpadea incansable día y noche; otro más en la contra esquina confirma el ánimo modernista de las autoridades locales.

  Desde  Cuautempan se mira la cañada emplazada y perfecta para correr sin freno al mar. Si se asimila esa carga de tierra esbelta en su inclinación admirada al río, es posible imaginar la contundencia mortal con la que arremetieron el Necaxa, el Zempoala y el Apulco hacia Tecolutla en la tormenta de octubre del 99. La palma de la mano de un viejo no alcanza a bordar surcos tan breves y rotundos, depresiones tan elaboradas y antiguas, grietas tan racionales y convulsas. Qué naturaleza tan discreta y seria ha explotado, revolucionado, la Sierra.

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Bajamos a pie a Totomoxtla por una terracería renovada después de la tormenta del 99, cuando la montaña se rindió y se dejó caer en un río de lodo que tapó el pueblo. Todo quedó grabado en video, en uno de los mejores testimonios que de entonces se produjeron. Día y noche, por dos días, la masa de tierra corrió lenta, como lava negra abrazadora, y cubrió la calle principal y con ella las casas, la escuela, el centro de salud, el edificio de la junta auxiliar, la tienda principal. Nada de eso vemos ahora: el pueblo luce impecable, con buena parte de su caserío ganado por el block y la loza, con la gente metida de lleno en la siembra del chile serrano, esperanzada en que la cosecha en el verano dejará por lo menos 300 toneladas del más común y afamado chile mexicano, base de las mejores salsas molidas en el molcajete.

Pero vamos con prisa, queremos llegar caminando a Tepetzintla a medio día. Bajamos en fuga al río por el camino recto, casi sin curvas, desplomado sobre la barranca hasta el antiguo puente colonial, por entre chilares, cafetales y maizales pues en esta cañada se aguarda pronto por el agua. Encontramos el puente nuevo y desde él observamos la ruina del antiguo: se lo llevó otra tormenta, la de 1955.

No lograré llegar a pie a Tepetzintla. Alicia mi hija decide que la vereda que arranca inmediatamente de la orilla del río será el mejor camino para vencer el paredón de trescientos metros de piedra que oculta la meseta de Tlamanca. Y yo la sigo. Pero no me dan mis cuarenta y ocho años. Al final, casi ahogado por el esfuerzo, aguardo a la vera de la terracería el paso del primer vehículo que aparezca. La niebla no me dejará ver Tlamanca ni, mucho más arriba, en el puerto, el caserío de San Simón. Desde ahí se abre otra barranca, con Tepetzintla y Tonalixco mirándose desde las dos pendientes de un nuevo río afluente del Zempoala.  Ahí respiro y afirmo que el corazón debe respetar a la montaña.

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Tepetzintla, 1971, Foto de Hugo Henaine.

Tepetzintla es un municipio que todavía en 1979 no había visto rodar por sus veredas ni siquiera una carreta. Mulas de carga y hombres caminaban seis horas para llegar a Zacatlán. Ni luz, ni escuela, ni drenajes, sólo chozas alrededor de un quisco-pozo, una presidencia, un templo franciscano y un curato en el que los tatas veían de cuando en cuando un código del siglo XVI. Dos mil comunidades estaban así ese año en la Sierra Norte de Puebla. El esfuerzo del Estado y los pobladores revirtió esta situación con escuelas, luz eléctrica, terracerías y centros de salud. Sin embargo, para 1995 el 90% de los municipios comprobaba índices de marginación alta o muy alta.

Recobro algo que escribí en 1971, a los 16 años de edad, tras mi primer viaje a estas cañadas. La memoria de un hombre muerto a mansalva en una vereda que desde Tepetzintla lleva al pueblo totonaco de Tepango.

El silencio del viejito. Lo encontramos ahí, tirado. La tierra mojada de la vereda toca la sangre que hace rato fluyó entre piedra y piedra. Los huaraches no la muerden ya. Inerte el cuerpo, hace una sola tierra y cielo. La lluvia se torna en ríos en su rostro. Sus ojos negros siguen mirando, abiertos, y no reflejan el machete ni la cara deformada del asesino, miran silenciosos, oscuros, como la montaña, como la barranca. Nadie vio. Sólo la niebla lo sintió caer. Un árbol más murió. Perpetua cárcel, la sierra, con la lluvia, llora otra muerte.

Las recias manos, ahora yertas, soltaron el bastón. El filo destructor no tuvo oponente ni barrera. El pelo cano lamió la cuchilla; el jorongo negro fue traspasado; la camisa de manta blanca, indefensa, fue rasgada. La piel curtida dio paso a la vida.

Era tiempo de echarse un aguardiente. Cuando la mano temblorosa viaja desde la madera y la boca quema. Hablaban los viejitos, platicaban, acariciaban la muerte. El humo del cigarro bronco recorría su cara bronceada de surcos, se estrellaba en el sombrero.

Ahora la madrugada y el trote de las mulas acompañan al viejito. Y con el olor de pasto mojado llora la sierra.

 

RECUADRO INTERNO

Desfile y danzas tradicionales en fiesta patronal de San Antonio Tepango, 13 dejunio de 2012:

http://www.youtube.com/watch?v=1NndSTLin9Y  (Desfile de danzantes)

http://www.youtube.com/watch?v=vsMkR4_tozo (Danza de los toreros)

http://www.youtube.com/watch?v=zuaBy1bTexg  (Danza de los tejoneros)

Voladores en Tepango:

http://www.youtube.com/watch?NR=1&feature=endscreen&v=DoaGLuZGDt8 

Ahuacatlán: http://www.youtube.com/watch?v=W8venxwe-qc

Ahuacatlán: http://www.youtube.com/watch?v=R1VFmj_n0hA

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Ixtepec, asomado desde su loma a la barranca del Zempoala, se mira desde todas las carreteras que le comunican con el mundo. La piedra blanca, deslavada, de sus construcciones viejas, pelea en su tristeza con los bloques grises que poco a poco ganan en las paredes de las casas; las tejas pardas se confunden de lejos con los manchones de monte que a duras penas se observan como reliquias en el vecindario del pueblo.

En una cumbre, Ixtepec entra y sale de la bruma, con la torre de la Iglesia de la Virgen de la Asunción como mástil indemne a la fuerza de las tormentas en un mar solitario. Y se vigila: uno puede siempre averiguar si alguien viene. De donde se aproximen, Ixtepec siempre encontrará los ojos que le buscan. Si se viene de Zacapoaxtla, en el Peñón de Jonotla se perfila su rastro por encima de San Miguel Atlequizayán, un pueblo colgado al abismo en las rajas de sus callecitas blancas: si vienes del norte, por el camino de Caxhuacan --una línea de pavimento mal acabado que no duró la friega de una temporada de aguas--, te cuida para distraer el paso otro pueblo, San Juan Ocelonacaxtla, trepado para desbarrancarse también en un descuido de la niebla. Y si la ruta que se sigue es la de Zapotitlán, entonces Ixtepec aparece de sopetón, una vez que el viajero se ha acostumbrado a los trotes del camino prendido por el filo del cañón contra el río.

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Ilusión en riesgo.   Algunas imágenes brutales de mi memoria serrana:

El abismo abierto al Zempoala desde el mirador del peñón en Jonotla, con la ermita enorme cultivada en la piedra desnuda. No faltan los peregrinos ni las limosnas. El concreto y el mármol del templo validan la fe guadalupana. Pero el resplandor en el precipicio ante la tormenta que se aproxima alumbra el verde intenso del follaje virgen. El verdadero milagro está en la sobrevivencia de la selva; es inexplicable, pero a esta cañada inmensa –y la imagino correr desde el llano breve de Tetela, como cortadura radical en el cañón de Cuautempan y en horizonte abierto en la barranca hacia Tuzamapan--, no ha llegado el maíz. Si desde el mirador miramos al oriente, entonces reluce la cañada maicera, ahí sí encuentro el rostro natural de la sierra moderna, la del bosque perdido y la cada vez más ausente lluvia. Y contra ella, el más conmovedor de los textos del libro que nos reúne. El maíz, la razón más antigua de la existencia humana en la sierra.

   Tú que eres un grano pequeño,

   Mis manos húmedas

   te hunden en la tierra profunda.

   En todas partes creces,

   en todas partes germinas.

   Nadie te ve trabajar

   Bajo la tierra profunda,

   Nadie te ve germinar

   Bajo el sol y la lluvia.

   Estás enraizando,

   estás creciendo,

   estás vivo.

   pareces nunca dormir,

   pareces nunca morir.

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 Del maíz a los rostros de los hombres y mujeres totonacas. Y sus niños. Rostros de un mundo campesino que no sabe de ritmos urbanos. Es paciente, a veces taciturno, si desconfía, mal encarado, y muchas veces luminoso, como el río.


















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 Para llegar a Zongozotla tomamos una micro desde Zapotitlán. La carretera serpentea por la ribera sur del Zempoala y trepa poco a poco hasta la y griega de la que parte el camino a Huitzilan. Tomamos ese camino. Y yo recuerdo lo que escribí después de asistir a la celebración la fiesta patronal del pueblo:



Durante muchos años Huitzilan ha guardado para mí el semblante impenetrable que tienen los mitos. Inabordable también, por su encierro y sus historias de violencia. Se parece tanto al de las mujeres que en este viaje encuentro en el solar la casa de Juan Gregorio Bonilla, presidente municipal en turno y mayordomo principal en la celebración de la patrona del pueblo, Santa María de la Asunción. Ellas me observan serenas mientras rellenan de mole las hojas de los 21 mil tamales que se cuecen por tandas en un enorme perol metálico elaborado desde hace tiempo precisamente para estas fiestas del 15 de agosto; responden con monosílabos los saludos de los extraños mientras extraen de las ollas de barro esa sustancia espesa casi negra que unifica en la sabiduría de su confección a las mujeres mexicanas. A las diez de la mañana han pasado por esta faena todas las muchachas, sus mamás y sus abuelas; desde los barrios han venido a cumplir con la encomienda y esperarán que afuera terminen los danzantes de la mayordomía para comer ellas también. Sentadas platican en náhuatl sus mudanzas y me miran inexistente como sólo ellas saben hacer con los extraños.

Están ahí, formidables en su misterio: son todas o muy jóvenes o muy viejas, como si el enigma de sus vidas se resolviera en una frontera brutal en la que el rostro en flor se desvanece en arrugas añejas y piel encallecida. Imagino que así han estado siempre, sentadas y fundamentales para que las cosas ocurran, como ahora con los tamales, en otro rato los hijos, todo el tiempo el trabajo en el monte para la leña, en el comal para las tortillas, en algún momento con el marido para más hijos. También en el llanto, con el dolor desahogado en la penumbra del funeral en la iglesia. Ellas son las madres, las hijas, las hermanas de más de 150 muertos mal documentados ocurridos en la guerra civil que ha vivido este pueblo desde 1977, año en el que los indios se insurreccionaron contra los caciques para tomar un predio de catorce hectáreas en una de las cuestas que lo encierran. Caciques priistas, UCI, Antorcha Campesina y la violencia social y política. Para estas mujeres jóvenes viejas, el tiempo es breve: se entierra con los muertos y es el vapor en los tamales que se cuecen. 


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 Zongozotla está en una meseta desde la que se asoma al río. Abajo, tendida a su orilla, está Zapotitlán. “Junto a la cumbre del Cózotl”, me dicen que significa en náhuatl, pero este pueblo es totonaca, y es el único de esa que está emplazado al sur del río. El dominio azteca lo sometió a finales del siglo XV, pero nunca perdió su lengua y sus modos.

 

Y para Alicia y para mí guarda la memoria de ser el pueblo más ruidoso de la tierra. 


Foto de Antonio Francisco Cano, tomada de internet. Al fondo, el cerro Cozotl, uno de los más señoriales de la sierra.

Conocimos a María en la micro que nos llevó al pueblo. Y a su casa por su hospitalidad fuimos a dar. En las afueras del poblado, desde el ventanal veíamos el caserío, y comprendimos que habría fiesta desde antes de las seis de la tarde, cuando las bocinas dispuestas en la plaza tronaron contra la barranca al son de la banda Machos y otras parentelas gruperas.

El sonido arrebató toda posibilidad de sueño hasta más allá de las tres, cuando cantaron los gallos. ¿Quién habrá dicho aquello de “antes de que cante un gallo”? Aquí cantaron mil, y despertaron la pasión sinfónica de los perros. Perdí la vista del arrullo perruno poco antes de las cuatro, pues alcancé a mirar el reloj cuando arrancó la serenata adolorida de un vecino de María, abandonado el año pasado por su mujer. No tuvo compasión, su sonido era tan fuerte como el que atronaba con la Machos, pero aquél estaba a trescientos metros de distancia. A veinte metros, y sin clemencia, el abandonado utilizó todos los recursos de la composición mexicana dedicados al amor traicionero.

Lo hizo hasta las siete de la mañana. María nos dice que no han faltado las amenazas de muerte contra el abandonado.

Nosotros lo recordamos como el remate para aplaudir a uno de los pueblos más hermosos de la sierra.

Y sin duda, el más ruidoso del mundo.

 

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De regreso a Cuautempan por una brecha de veinte kilómetros que sube y baja, serpentea y casi te desbarranca por los acantilados del Zempoala. La vista no se detiene mucho en los detalles, pues vamos en la batea de una camioneta pick up convertida en transporte público. Hemos recorrido en cuatro días cerca de doscientos kilómetros de brechas y terracerías y le hemos dado la vuelta al río Zempoala desde Tetela de Ocampo. Unos diez municipios: Tetela, Cuautempan, Tepetzintla, Ahuacatlán, Zapotitlán, Ixtepec, Caxhuacan, Jonotla, Zoquiapan, huitzilan, Zongozotla. Es el territorio del bosque mesófilo de Puebla. Es la tierra de los pueblos originarios que vieron llegar a los conquistadores aztecas y españoles. Son las montañas de niebla. Son los pueblos voladores.

Los ojos de Alicia a sus diecisiete años harán su propia lectura.

Yo no dejo de abrir los míos. Y estoy rendido por la Sierra.