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Por: José Carlos Melesio Nolasco.

 

“Tlatelolco entero Respira Sangre”           

 

María Margarita Nolasco Armas (20 de noviembre de 1933, Orizaba, Veracruz - 23 de septiembre de 2008, Distrito Federal, México) fue una etnóloga mexicana considerada como una de las pioneras en el estudio de la antropología de México. Se le reconoció de manera póstuma con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la categoría de «Historia, Ciencias Sociales y Filosofía».

Fue también, sobreviviente de la noche de Tlatelolco. Y madre de Carlos Melesio Nolasco, historiador, autor hoy de la crónica que presenta Mundo Nuestro. Madre e hijo, a unos metros una de otro, vivieron esa noche terrible en el edificio Chihuahua. Entrevistada por Elena Poniatowska para su Noche de Tlatelolco, esto es lo que vivió Margarita aquella noche en la que presenció la matanza y sufrió la incertidumbre por la suerte de su hijo, entonces estudiante de secundaria.

Así lo cuenta Margarita:

“Recorrimos un piso tras otro y en la sección central del Chihuahua, no recuerdo en qué piso, sentí algo chicloso bajo mis pies. Volteo y veo sangre, mucha sangre y le digo a mi marido: "¡Mira Carlos, cuánta sangre, aquí hubo una matanza!" Entonces uno de los cabos me dice: "¡Ay, señora, se nota que usted no conoce la sangre, porque por una poquita que ve, hace usted tanto escándalo!" Pero había mucha, mucha sangre, a tal grado que yo sentía en las manos lo viscoso de la sangre.

“También había sangre en las paredes; creo que los muros de Tlatelolco tienen los poros llenos de sangre. Tlatelolco entero respira sangre. Más de uno se desangró allí porque era mucha sangre para una sola persona.

“Yacían los cadáveres en el piso de concreto esperando a que se los llevaran. Conté muchos desde la ventana, cerca de sesenta y ocho. Los iban amontonando bajo la lluvia... Yo recordaba que Carlitos, mi hijo, llevaba una chamarra de pana verde y en cada cadáver creía reconocerla... Nunca olvidaré a un infeliz chamaquito como de dieciséis años que llega arrastrándose por la esquina del edificio, saca su pálida cara y alza las dos manos con la V de la victoria. Estaba totalmente ido; no sé lo que creería, tal vez pensó que quienes disparaban eran también estudiantes. Entonces los del guante blanco le gritaron: "Lárgate de aquí, muchachito pendejo, lárgate, ¿qué no estás viendo? Lárgate." El muchacho se levantó y confiado se acercó a ellos. Le dispararon a los pies pero el chamaco siguió avanzando. Seguramente no entendía lo que pasaba y le dieron en una pierna, en el muslo. Todo lo que recuerdo es que en vez de brotar a chorros, la sangre empezó a salir mansamente. Meche y yo nos pusimos a gritarles como locas a los tipos: "¡No lo maten!... ¡No lo maten!... ¡No lo maten!" Cuando volteamos hacia el pasillo ya no estaba el chamaco. No sé si corrió a pesar de la herida, no sé si se cayó, no sé qué fue de él.

“Yo no entendía por qué la gente regresaba hacia donde estaban disparando los tipos de guante blanco. Meche y yo —parapetadas detrás del pilar— veíamos cómo la masa de gente venía gritando, ululando hacia nosotros, les disparaban y se iban corriendo, y de pronto regresaban, se caían, se iban, venían de nuevo y volvían a caer. Era imposible eso, ¿por qué? Era una masa de gente que corría para acá y caía y se iba para allá y volvía a correr hacia nosotros y volvía a caer. Pensé que la lógica más elemental era que se fueran hacia donde no había balazos; sin embargo regresaban. Ahora sé que les estaban disparando también de aquel lado.”

"Las escaleras se veían mojadas, tanto por la lluvia como por la sangre, que hacía que al caminar se sintiera el piso pegajoso. Salimos del edificio, y al cruzar vimos grupos de soldados aventando como bultos los cuerpos de los estudiantes y personas fallecidas todos envueltos en cobijas, dentro de los camiones militares. Vi que mi hijo pequeño se retrasaba y volteaba a ver hacia los camiones, por lo que lo jalé hacia mí y con mi mano en su cara traté de evitar que viera era terrible acción. Pasamos por un primer cordón de tipo militar, quiénes nos preguntaron quiénes éramos y adónde íbamos. El militar que nos había sacado respondió rápidamente y nos dejaron pasar. Vino un segundo cordón, este compuesto por ganaderos y policías, quienes nos gritaban que no podíamos salir y que nos regresáramos. Pero el militar que nos acompañaba habló con un superior de ellos quien les dio la indicación de que nos dejaran salir. Pasamos el cordón, el militar se quedó y nosotros nos dirigimos hacia la Avenida Reforma, donde tomamos un taxi hacia mi casa. En el camino Meche y yo le gritábamos a cuanto paseante veíamos que en Tlatelolco estaban matando estudiantes, y a los voceadores callejeros que regresaran a sus periódicos y denunciaran los hechos, sin respuesta alguna.

        “Llegamos a la casa, y mi preocupación eran mis otros dos hijos. Afortunadamente ahí estaba mi hija mayor, pero no mi segundo hijo, Carlos. Llamamos por teléfono buscándolo en la casa de sus amigos y nos enteramos que había asistido al mitin en la Plaza de Tlatelolco. Desesperadas, contamos todo lo que habíamos visto, y le dije a mi esposo que teníamos que buscar a nuestro hijo, que teníamos que regresar. Inmediatamente mi marido y mi padre estuvieron listos y salimos, y poniendo toda nuestra esperanza en encontrarlo bien y a salvo. Aun entonces, me era difícil pensar que el gobierno déspota, represor, intolerante y perverso como era, pudiera llegar a ese nivel, acometer esos crímenes, esas barbaridades, todo por sostener un sistema corrupto y retrógrada, y por "mantener limpio" un evento internacional, paradójicamente dedicado a la paz y a la armonía, como eran los Juegos Olímpicos, a inaugurarse 10 días después, el 12 de octubre de 1968.”


Margarita Nolasco

Lo recuerdo 45 años después.

Tenía 14 años, casi 15. Estudiaba en la Secundaria Anexa a la Normal Superior (ESANS) cuando se inicia el movimiento estudiantil, seguía aún en clases.

            Era una secundaria especial (modelo), muchos de mis profesores eran militantes de izquierda, particularmente del Partido Comunista Mexicano (PCM), muchos de mis compañeros eran hijos de militantes comunistas, los Semo, los Concheiro, los Ponce de León. En mi casa, mi madre era profesora en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y simpatizaba con los estudiantes, mi hermana estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria no. 6 de la UNAM y participaba en el movimiento estudiantil, así como sus amigos, de la prepa y de antropología.

            La Escuela Normal Superior entra al movimiento estudiantil popular y entra a la huelga estudiantil en agosto de 1968, los alumnos de la secundaria los veíamos con mucha simpatía, había mítines, asambleas reuniones etc. etc. constantemente. De hecho en la secundaria intentamos hacer una huelga con una lógica cartesiana perfecta: los estudiantes están en huelga, nosotros somos estudiantes, ergo… tenemos que estar en huelga. Amablemente los profesores hablaron con nosotros, admirando nuestra actitud, pero se acerca el fin de cursos y los exámenes finales, así que no es conveniente la huelga…accedimos.

            Terminó el año escolar, misteriosamente yo paso todas las materias y termino la secundaria, pero me quedo sin escuela pues tenía que esperar a que en la UNAM terminara la huelga para hacer examen de admisión y entrar a la preparatoria.

            Entro de lleno a vacaciones con grandes movilizaciones estudiantiles en la ciudad, manifestaciones, mítines, reuniones, secuestro de autobuses, pleitos con la policía, corretizas a las cuales yo asisto con gran gusto y curiosidad y con todo el tiempo libre, verdaderamente de mirón, eventualmente encontraba a algún conocido que me daba “propaganda” afín al movimiento estudiantil para repartirla, lo cual hacía gustosamente. Todo esto lo hacía con los amigos de secundaria que estaban en la misma situación. Asistimos a la “manifestación silenciosa”, a los mítines en el zócalo, en la ciudadela, en santo Tomás, en Zacatenco en Ciudad Universitaria, en algunas ocasiones acompañado hasta de mis padres. Eran tiempos de fiesta, de libertad eran tiempos especiales.

            Con mis amigos de secundaria acostumbraba hablar por teléfono (esos viejos de 20 centavos por llamada de tres minutos) para comunicarnos a donde vernos y a donde asistir, así pasó el 2 de octubre. Mi amigo Héctor Berlanga me habla para que le comunique que el mitin de ese día era en la explanada de  Tlatelolco. Nos encontramos Héctor, su hermano Alfonso y un primo preparatoriano de ellos llamado Ignacio. Los cuatro llegamos a Tlatelolco en un camión conocido como Chato de raya blanca que decía Hospitales, esto en la esquina de la avenida ejército nacional esquina con Gutenberg colonia Anzures.

Mientras estábamos esperando el camión, sobre avenida ejército nacional pasaron muchos camiones militares, llenos de soldados, pero para octubre de 1968, después que el ejército y la policía habían tomado C.U.(UNAM), Zacatenco(IPN), Santo Tomás (IPN) y una buena cantidad de escuelas, era ya cosa cotidiana, por lo cual no nos llamó la atención.

            Llegamos a Tlatelolco, por supuesto con un cigarrillo en la boca, mi amigo Héctor nota que en el mitin estaba mi madre Margarita Nolasco, quién asistía en compañía de su amiga Mercedes Olivera quién vivía en el edificio Chihuahua, en el corazón de escenario del mitin. Tenía 14 años, pensé que si mi madre me veía fumando me iba a regañar, por lo cual nos alejamos de ella.

Nos acercamos al edificio Chihuahua, había mucha gente, no había electricidad, por lo cual no funcionaban los elevadores, subimos a pie al tercer piso, en la primera terraza con parada de elevador, pero estaba saturado de gente, cumplía las funciones de “pódium” del mitin, estaban todos los dirigentes del movimiento estudiantil que asistieron, así como periodistas, estudiantes y policías que los acompañan, estaba llena esta terraza. Hay tres terrazas más, pues el elevador no se detiene más que cada tercer piso en una terraza, es decir al 3, 6, 9 y 12 piso. Decidimos ir a pie hasta la última terraza, es decir, el doceavo piso desde donde vimos los acontecimientos de esa tarde. En esa posición, no oíamos lo que los oradores anunciaban en el mitin, pero si vimos una luz de bengala que caía cerca del edificio de “Relaciones exteriores”, cuando la luz casi toca tierra (cayó muy lentamente), empezaron a llegar muchos soldados, con fusil y bayoneta calada, los asistentes al mitin, empezaron a huir, desde la terraza del doceavo piso vimos como las personas pasaban entre los soldados y estos las dejaban pasar.

Empezamos a oír truenos, creí que eran cohetes, nunca había oído un disparo de arma de fuego en mi vida, en mi casa estaban prohibidas hasta las resorteras, ya no digamos armas de municiones, diávolos o menos de fuego.  De repente empezamos a oír zumbidos que pasaban cerca de nosotros, que además pegaban en el techo y las paredes haciendo que la cubierta de estas se rompiera y cayera, decidimos movernos pero, por supuesto hacia arriba del edificio, pues abajo era la fuente de los disparos, subimos  dos o tres pisos más, hasta la azotea del edificio, que está formada por cuartos de servicio alrededor del edificio y un corredor central. Llegó mucha gente huyendo de la masacre en la parte baja del edificio, llegó, entre otros un joven estudiante con un golpe en la frente, sangrando mucho, nos comentó que había intentado entrar a un departamento del edificio y que lo había recibido un tipo armado con un fusil el cual lo golpeó en la frente, descalabrándolo, el hermano de mi amigo Héctor se quedó con él en un cuarto de servicio, más tarde nos cuenta que llegaron soldados los aprendieron y los llevaron presos al campo militar no. 1. En el caso de mi amigo lo liberaron una semana después, tenía 15 años.

Nosotros seguíamos en el corredor de la azotea de edificio, en la parte media hay una serie de tubos de gas, a Tlatelolco lo surten desde una refinería, probablemente de Azcapotzalco, una bala perdida golpea algún tubo de estos, empieza un fuego de gas bastante grande, el conserje del edificio nos pide ayuda para cerrar las llaves de gas y de esa forma terminar con el incendio, lo cual hicimos, cerramos cuanta válvula encontramos y se acabó el incendio. En seguida le pedimos ayuda al conserje, quién tenía las llaves de un departamento, que se encontraba desocupado por el piso doce o trece. Nos escondimos como 15 o 18 personas, muertas de miedo. El departamento se encontraba en la parte trasera del edificio, no en el frente hacia la explanada principal, donde fue la masacre, por lo cual nunca entraron los militares o policías al departamento.

Pasé una difícil noche escondido, siempre con balaceras intermitentes en el transcurso de la noche, gritos, insultos, lamentos, nunca pensé en la posibilidad de que a mi madre le pasara algo, la inocencia (protección de los 14 años) ayuda a pensar que es inmortal, que a ella no le puede pasar nada, en verdad no me preocupó, estaba seguro que no le pasaría nada.

En un momento de la madrugada oímos lamentos y balazos, nos reímos, era una risa histérica, mucho nerviosismo y miedo. Entre nosotros había dos niños como de 7 u 8 años, tenían cajas de chicles, chicleritos pues, les compramos sus chicles y fue nuestro digamos alimento de ese día.

Ya en la madrugada, a esa edad no usaba reloj, probablemente 4 o 5 de la madrugada, me asomé por la ventanilla del baño, que daba a la parte trasera del edificio en un parque con forma de media luna sobre Paseo de la Reforma (creo que se llama Orizaba), desde donde hay una entrada a un estacionamiento de autos de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, había un camión militar de redilas, verde olivo, en donde los soldados tiraban bultos en forma de cadáveres humanos, en el tiempo que estuve observando conté 86.

No había luz eléctrica, no había agua, menos teléfono, mi principal preocupación era: ¿Cómo avisarles a mis padres que no podía ir a la casa? Ellos no permitían que  durmiera fuera de casa, padres muy celosos y no me preocupaba mi madre, sentía que no le podía pasar nada malo, pero temía su regaño de no dormir en casa, no era consciente de lo que pasaba, tenía 14 años y estaba verdaderamente impactado de lo que vivía.

Al día siguiente, 3 de octubre, mañana triste y lluviosa, decidimos salir, mandamos primero a los “chicleritos” de 7 u 8 años, por ser los menos amenazados, no pasaban como estudiantes y menos como dirigentes del movimiento estudiantil, les dimos instrucciones de pararse junto a un teléfono público del parque, si alzaban los brazos, quería decir que podíamos salir sin problemas, si los bajaban no podíamos salir. Alzaron las manos, el primero en salir fue el primo de mi amigo, Ignacio (nacho), quién se encontró con un soldado a quién dio 50 pesos y lo sacó. Después seguimos mi amigo Héctor y yo. Inventamos una historia previa, que íbamos por leche para nuestra supuesta hermanita, bajamos el edificio, una escenografía inolvidable, cal, agua, sangre mezclada en todos los 12 o 13 pisos del edificio. Llegamos a la terraza del tercer piso, había un retén militar, que pedía identificación, encontramos a un individuo, con casco militar con la cruz roja pintada, vestido se civil pero con bata blanca y cruz roja en el hombro, evidentemente un militar vestido de civil, empezamos a contarle nuestra historia inventada y no nos oyó, nos pidió que lo acompañáramos a un departamento cercano, entra a la cocina, donde toma hoyas, sopas, arroz, y diversos aperos de cocina que seguramente robaba  y nos pidió que los cargáramos y acompañáramos; así lo hicimos, cuando pasamos por la planta baja del edificio, había una mesa tras de la cual se sentaban oficiales del ejército, que conocían al personaje que seguíamos, él dijo que iba a ser sopa para “los compañeros”, nos dejaron pasar, evidentemente lo conocían, nos llevó cerca, a una vecindad por la plaza de Garibaldi, nos dio un café, preparo varias cajas llenas de cosas seguramente robadas de Tlatelolco, nos pidió que lo acompañáramos a la estación de ferrocarril de Buenavista, compró un boleto para Orizaba, en el estado de Veracruz; nos prestó veinte centavos para hacer una llamada telefónica, la cual hice a mi casa, en  la colonia Anzures.

Mi casa se había convertido en un centro de reunión de profesores y alumnos de la ENAH, pues era la más cercana al museo de antropología y a la ENAH, cuando hablé estaba, digamos de guardia, Guillermo Bonfil Batalla, me dijo que mis padres me buscaban angustiosamente por todos lados, debe ser duro buscar a un hijo de 14 años después de una masacre; me preguntó dónde estaba, le comuniqué que en la estación de FFCC de Buenavista, fue a recogerme en su VW, le dio veinte pesos a mi rescatista, me llevó a casa, le dio dinero a mi amigo Héctor para que llegara a su casa y aquí termina mi 2 de octubre, poco después llegan mis padres, lágrimas, besos y la nueva generación de la guerrilla universitaria, la generación del 69, pero esta es otra historia.

Los testimonios de mi madre buscándome, están en “La noche de Tlateloloco” de Elena Poniatowska.

Ciudad de México, 2 de octubre del 2013.