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El del bigotito en la boca es Gabriel García Márquez. El año, 1952. La redacción de un diario en Barranquilla. De esas crónicas costeñas saldría el mundo imaginado por el creador de Macondo. En una entrevista para Radio Caracol en 1991 resumió su carrera de escritor:

“Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista aunque se vea poco. Pero esos libros tienen una cantidad de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, pero el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista.”

Mundo Nuestro presenta los primeros textos periodísticos del escritor colombiano, publicados en la segunda quincena de mayo de 1948, cuando rondaba los 21 años de edad,  el primer mes de su columna Punto y aparte, en el diario El Universal, de Cartagena de Indias.

El “Bogotazo”, el toque de queda y la tragedia colombiana; el acordeón para el vallenato; la moda y la coquetería milenaria de las mujeres; la modernidad de los helicópteros y los colibrís; la eternidad contenida en un espantapájaros; y la redacción de un periódico, la sustancia de las cosas frente a la máquina de escribir. Esos fueron sus primeros trazos, que lo acompañaron siempre: la brutalidad del poder, la música, las mujeres, la tecnología que trastoca la tradición, la imaginación poética, el mundo transformado por la literatura.

 Del libro Gabriel García Márquez, Obra Periodística I. Textos costeños.

 Recopilación y prólogo de Jacques Gilard. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, Argentina, 1993.

 

 

Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. El reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa familiar, su irremplazable sitio de animal doméstico. En las últimas noches ya no iban nuestras miradas a preguntarle por el regreso enamorado de aquella voz que nos quedó sonando en el oído como un pájaro eterno; o por el rincón temporal donde cortamos el hilo tenso de la aventura, sino que tratábamos de impedir, de detener con un gesto último y desesperado aquella marcha lenta, angustiosa, que iba precipitando las horas contra una frontera conocida que era, a su vez, la orilla tremenda donde se doblaba nuestra libertad. Diariamente, a las doce, oíamos allá afuera la clarinada cortante que se adelantaba al nuevo día como otro  gallo grande, equivocado y absurdo, que había perdido la noción de su tiempo.

Caía entonces sobre la ciudad amurallada un silencio grande, pesado, inexpresivo. Un largo silencio duro, concreto, que se iba metiendo en cada vértebra, en cada hueso del organismo humano, consumiendo sus células vitales, socavando su levantada anatomía. Hubiera sido aquel buen silencio elemental de las cosas menores, descomplicado; ese silencio natural y espontáneo, cargado de secretos que se pasea por los balcones anónimos. Pero éste era diferente. Parecido en algo a ese silencio  hondo, imperturbable, que antecede a las grandes catástrofes. Hundidos en él sólo oíamos el ruido rebelde, impotente, de nuestra respiración,  como si allí afuera en la bahía, estuviera aún Francis Drake, con sus naves de abordaje.

La madrugada -en su sentido poético- es una hora casi legendaria para nuestra generación. Habíamos oído hablar a nuestras abuelas que nos decían no sé qué cosas  fantásticas de aquel olvidado pedazo del tiempo. Seis horas construidas con una arquitectura distinta, talladas en la misma substancia de los cuentos. Se nos hablaba el caliente vaho de los geranios, encendidos bajo un balcón por donde se trepaba el amor hasta el sueño de los muchachos. Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas. Y el grillo, el grillo exacto, invariable, que desafinaba sus violines para que cupiera en su aire la rosa musical de la serenata.

Nada de esto encontramos en el desolado patrimonio de nuestros mayores. Nuestro tiempo lo recibimos desprovisto de esos elementos que hacían de la vida una jornada poética. Se nos entregó un mundo mecánico, artificial, en el que la técnica inaugura una nueva política de la vida.

El toque de queda es -en este orden de cosas- el símbolo de una decadencia.

Hay una gran distancia histórica entre esta clarinada prohibida y la voz amable del sereno colonial. Este de ahora es hermano del que oyeron los ingleses después del primer bombardeo a Londres. Igual al de Varsovia. El mismo que levantó su trinchera de terror ante los ojos asombrados de los niños alemanes que cambiaron sus trompos por ametralladoras. Con igual angustia lo oyeron todos los oídos de Europa; con esta misma sensación desconcertante de que algo se está derrumbando a nuestras espaldas. Con este mundo materializado donde los peces de colores tienen que abrirle agua a los submarinos, con esta civilización de pólvora y clarines, ¿cómo se nos puede pedir que seamos hombres de buena voluntad?

Desde ayer, afortunadamente, no oímos el toque de queda. Ha sido suspendido precisamente cuando se había incorporado a las costumbres de la ciudad. Muchos sentían nostalgia por esa destemplada y obligante serenata. Otros volverán -¿volveremos?- a las visitas, recuperaremos nuestra agradable disciplina para esperar la madrugada olorosa a bosque, a tierra humedecida, que vendrá como una nueva Bella-Durmiente deportiva y moderna. 0 tal vez, seguros de que ya nada nos impedirá trasnochar, nos iremos a dormir mansamente -extraños animales contradictorios- antes de que los relojes doblen la esquina de la medianoche. 



No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector, este principio de greguería. No me era posible comenzar en otra forma una nota que podría llevar el manoseado título de «Vida y pasión de un instrumento musical». Yo, personalmente, le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.

Nada sé en concreto acerca de su origen, de su larga trayectoria bohemia, de su irrevocable vocación de vagabundo. Probablemente haya quien intente remontarse por el árbol inútil de una complicada genealogía musical hasta encontrar en no sé qué ignorado sitio de la historia al primer hombre que se despertó una mañana con la necesidad inminente de inventar el acordeón. A nosotros, señor lector, nada de eso nos interesa. Debemos conformarnos con creer que -como todos los vagabundos decentes- -este instrumento se presentó ante nuestros ojos sorprendidos sin partida de nacimiento y sin certificado de conducta.

Tuvo -esto sí es indudable- una adolescencia disipada, oscura, rayada de amaneceres turbulentos. Sus mejores años discurrieron en el rincón anónimo, subido de vapores, de una taberna alemana. Allí, mientras la cerveza se trepaba por la sangre de los hombres, buscando la cima de la reyerta, él aprendió a decir su musiquita nostálgica, intrascendente, al oído de las mujeres derrumbadas. Él hizo de lino crudo, de cáñamo indómito, el sueño de la hembra a quien le ardía el hipo en el corazón y tenía, sin embargo, la dolorosa certidumbre de que nunca bajaría hasta su cintura.

Así, con esa implacable lección de humanidad, siguió meciendo la fiebre de los suburbios, desdoblando su vientre en todos los puertos como cualquier marinero irremediable. El vals francés pasó por sus pulmones diciendo esa carga de tristeza, esa irreparable melancolía que tumbaba luceros en los ojos de las Mignon y las Margot.

El acordeón ha sido siempre, como la gaita nuestra, un instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de salón, y él, trasnochador empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos bastardos.

El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo convencido.

 

Y es así. El acordeón legítimo, verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena. Se ha incorporado a los elementos del folklore nacional al lado de las gaitas, de los «millos», y de las tamboras costeñas. Al lado de los tiples de Boyacá, Tolima, Antioquía. Aquí lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía. Aquí está con su vieja vestimenta de marinero sin norte. Como sé que no le faltan enemigos, he querido escribir esta nota que tiene principio y tendrá final de greguería.

Oiga usted el acordeón, lector amigo, y verá con qué dolorida nostalgia se le arruga el sentimiento.

 

Mientras el Consejo de Seguridad discute sobre el intrincado problema de Palestina, las mujeres, fieles a la eterna política de la coquetería, discuten si es o no conveniente alargar diez centímetros a la falda. La polémica ha llenado de un día a otro los cuatro puntos cardinales de ese universo independiente, autónomo, que no se preocupa de doctrinas Monroes ni de actas de Chapultepec. La jurisdicción del sexo feo termina allí. En esa frontera imprecisa, sin delimitaciones geográficas, donde se quiebran irremediablemente, empieza el caprichoso, el pintoresco y voluble país de la moda. Nosotros -los de este lado del sexo- ante la imposibilidad de conocerlo nos limitamos a creer que es un mundo distinto, descomplicado, sin fenómenos  atmosféricos y sin fuerzas de gravedad, en donde los habitantes tienen una digestión perfecta y una conciencia limpia. Un país ideal de donde un día -sin tarjetas de visítanos llegó la falda larga.

Al principio tuvo que luchar duramente, enfrentarse a la resistencia civil de los maridos que sabían que diez centímetros de falda eran suficientes para desequilibrar el presupuesto nacional. Tuvo que argumentar contra una generación que tenía los sentidos acostumbrados a una moda más franca, más elemental, y que no podía permitir que las rodillas y los tobillos pasaran a ser un espectáculo de leyenda. Pero la falda larga era irrevocable voluntad del ancestro, el retorno al puritanismo, o a la recatada vanidad de nuestras abuelas. Y tuvo que prosperar. Por eso, por ser esta moda un retorno inesperado al pretérito, creo que ella está sometida a leyes cronológicas especiales. A un tiempo que podría ser el que inventaron los diseñadores de la «falda con almanaques». La frase entrecomillas, que podría presentarse en cualquier baile como un verso modernista, la dejo para significar esa ancha campana jovial y serena, que llevan nuestras mujeres desde hace unos días. El elemento decorativo son las hojas de los calendarios, tiradas allí, sin premeditación, como se van tirando al cesto de los papeles. Pero el resultado -y esto debió ocurrírsele a alguna aburrida secretaria de oficina- es, simplemente maravilloso. Vienen así vestidas nuestras mujeres, transitando por un calendario nuevo, desordenado, desprendido de un tiempo que no es el tiempo lógico, matemático, a que estábamos acostumbrados, sino otro que, por lo informal, puede ser el que está vigente por las variaciones de la moda. Así vestida, la nuestra es una mujer intemporal. Moviéndose en ese tiempo personal, privado, nuestras muchachas, con su elasticidad, con ese lejano desgarbo amoroso, iniciarán un renacimiento de la galantería.

Ya no habrá para nosotros otro «jueves» sino ese que se quedó dormido escuchando el rumor de sus rodillas. Nuestro «viernes» será el que se curvó sobre su vientre y puso en él su oído para sentir el tropel de una lejana cabalgata. Abril nos llegará desde la cintura de la novia para inventar una moderna primavera.

Pero tal vez -y esto es lo malo- hoy no sería domingo en el traje de todas las muchachas.

 

Yo podría decir: ya vienen los helicópteros. Decir que a nuestro paisaje le está haciendo falta su presencia de pájaro fantástico, legendario. Que los niños campesinos sentirán el rumor de su vecindad por el hilo de las cometas. Que lo verán venir, absortos, abanicando el cielo de los árboles, a posarse sobre la tierra recién arada, a la orilla del agua, como un barco descendido. Recordaría Las mil y una noches. Diría el hechizó de las alfombras mágicas que con sólo oír una voz se llevaban al hombre por encima de los camellos y las montañas. Anotaría que el viajero iba glorioso, bello y transfigurado, por entre las espadas del aire, respirando un olor de lejanía, mientras soltaba su canción luminosa y ancha como un alfanje.

Podría hablar de la aventura del vuelo. Decir que su embriaguez es la revelación de nuestra escondida bondad. Que cuando sentimos el avión suspendido sobre los hombros del aire, descubrimos inesperadamente que aún nos queda la capacidad de angelizarnos. Recordaría entonces las cosas que hemos visto otras veces desde nuestra elevada estatura arcangélica. Hablarán de aquella aldea anónima pastoril, que pasó una vez a la orilla de nuestro viaje. Diría que el vientre de la aldea estaba curvado. Lleno de una gravidez frutal, de un silencio que se parecía en algo al de una madre dormida. Que más allá, desenvuelto, estaba el río indispensable. Y que venía mansamente, habitado de racimos y de niños, como si no corriera el paisaje sino por la memoria de la aldea.

Podría recordar ahora, como aquella vez, lo mucho de falsa, de artificial, que había en esa beatitud. Decir que hay un doloroso desequilibrio entre la velocidad de la máquina y la tranquilidad del espíritu. Que el trepidar de los motores, el ansia de la ruta que se va prolongando hacia el atrás como una sed insaciable, no puede proporcionarnos aquella blancura, aquella limpieza del alma.

Podría, ahora sí, volver al helicóptero. Decir que él tiene sobre el avión no sólo las ventajas de que puede anclar a la ribera de un árbol, descender hasta la espalda de la yerba, quedarse suspendido del aire, pensativamente; sino que tiene -y ésta es la principal- la ventaja de lograr la serenidad. Me acordaría de los pájaros y diría que lo poético, lo musical del helicóptero, es lo poco que tiene de máquina y lo mucho que tiene de colibrí. Yo podría decir todas estas cosas y mucho más, y quedar al final con la desolada certidumbre de no haber dicho nada.

 

Crucificado en la mitad de la tarde está el espantapájaros. Tiene apenas la edad de una cosecha, pero su cercanía huele a frutas y a eternidad. El gesto duro, inexpresivo, ha caído desde su altura. Una serena luminosidad lo habita por dentro transfigurándolo. Los pájaros, jubilosos, han venido a rodearlo, a disfrutar de su vecindad.

Ayer, precisamente, hablaba mi vecino de columna sobre el desprestigio irremediable en que han caído los fantasmas. Algo parecido le acontece al espantapájaros. Pero su decadencia lo dignifica. Los fantasmas pasaron de moda para siempre. Nadie intentará rejuvenecerlos, pulimentar su herrumbroso prestigio. Al espantapájaros, en cambio, le bastará con cambiar su rincón, con renovar su indumentaria, para que el hombre confíe otra vez en su buena calidad. En cada nueva cosecha los pájaros habrán recuperado su capacidad de equivocarse. Volverán a esquivar la cercanía de aquella cosa perpetua, estatuaria, que levanta sus brazos para que nadie detenga el viaje vertical del grano, o impida que la semilla suba hasta la altura de la mazorca.



Sin embargo, llega el día en que los pájaros se acostumbran a ella. Demasiado tarde para su hambre, porque el sembrador ha recogido ya sus frutos. El campo está entonces traspasado de luz y cansado, con el mismo cansancio glorioso de una recienparida. Es aquí donde comienza el desprestigio del espantapájaros como animal de terror. Las aves descubren, bruscamente, que no hay nada de qué temer. Que sus  brazos no están en actitud de ira sino de plegaria. Y todas las criaturas del aire se precipitan entonces, regocijadas, contra la inofensiva serenidad de aquel ente harapiento, astroso, que tiene el rostro vuelto hacia la súplica. Desde ese día no responderá a su nombre. Cuando el fantasma quedó relegado al sitio de la leyenda estuvo más en paz con su denominación. Los hombres no lo consideraron como una cosa real, existente, que había dejado ya de cumplir su misión, sino como un producto de su propia fantasía. Los pájaros, en cambio, saben de la realidad del espantapájaros precisamente cuando está en la plenitud de su decadencia.

No lo rebajan sino que lo enaltecen. Lo rodean, lo frutecen de trinos, lo desnudan de su pintoresca y ridícula indumentaria, para que su armadura tenga la oportunidad de volver a ser árbol.

N. B. El vecino mencionado por GGM es Héctor Rojas Herazo quien, el día anterior, hablaba de la decadencia de los fantasmas en su columna “Telón de fondo”.

 

Un nuevo, inteligente y extraño personaje se ha incorporado a nuestra mesa de redacción. Se presentó cualquier día procedente de no sé qué desconocido país,  situado al norte de la extravagancia. Un hombrecillo intrascendente, desprevenido, que movía el más difícil y pintoresco mosaico de gesticulaciones. El animal de la  timidez se le paseaba por la voz y se la tumbaba por los despeñaderos más intransitables de la gramática. Un hombre positivamente desadaptado. Sin filiación política definida, hubiera sido fácil confundirlo con un anarquista de mal gusto. Sin credenciales diplomáticas, tenía la revenida dignidad de un ministro plenipotenciario pasado de moda.

Se inició en el tema de su predilección hablando livianamente, con palabras circuidas por una corriente de lirismo barato. Luego, cuando en su interior se desató la tempestad oratoria, cuando se le subió de grado la temperatura verbal, dijo de su peregrinación por el desordenado mundo del idioma, de sus campañas sanitarias por plazas y despoblados, y de los procedimientos de purificación brotados de su frondosa experiencia de caminante. Su entonación, su atrincherada voz de caudillo municipal, de electorero incontrovertible, podían estremecer de envidia a muchas de nuestras estatuas.

El hombre, insignificante, tenía sin embargo un gesto señorial. Por los ojillos inquietos le circulaba la sonrisa dolorosa de la ironía, mientras sus maneras dejaban en el aire un olor a lociones francesas y a brillantina nacional. Era un curioso retazo de caballeros andantes y de Sanchos decadentes -pálido, débil, prerrafaélico como para ponerlo a secar en una antología de versos centenaristas.

Ahora está aquí definitivamente, incorporado a nuestras labores diarias, suspendido de un clavo en la oficina de redacción. Allí lo dejó el lápiz maestro de Héctor Rojas Herazo, acaso sin saber que aquella caricatura sin importancia iba a desatar la más implacable campaña purificadora. Hoy es nuestro cotidiano y benéfico dolor de cabeza. Desciende de su pedazo de papel y se nos asoma a la máquina por encima del hombro. Hemos empezado a escribir una nota y él, como todo un profesional de la sinceridad, nos grita al oído con una voz de regañadientes: «Usted señor García nunca aprenderá a escribir. ¡Tuérzale el cuello a ese cisne decadente! Déjese de tonterías y diga cosas que tengan sustancia. Hay que iniciar una campaña contra la frondosidad lírica, eliminar esa adjetivación de a dos por centavo. Una verdadera labor de sanidad literaria».

Este es, en dos platos, el miembro más útil de nuestra redacción. Es el encargado de archivar todo lo que no sirve. Allí en el clavo mismo que sostiene su desgarbada humanidad, está colgada la obra impublicable de todos los Mingos evulgos espontáneos.

Allí, amigos lectores, pueden encontrar mañana los originales de esta nota.