• Mariana Rita Ramírez
  • 17 Octubre 2013
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Por: Mariana Rita Ramírez

Hospital psiquiátrico "Fray Bernardino Álvarez" es el letrero que aparece en el edificio de más de siete niveles, al sur de la ciudad de México en la zona de hospitales. El sanatorio para pacientes psiquiátricos que tiene cerca de 300 camas y recibe a personas con diagnósticos de maniaco depresivo, esquizofrenia, depresión profunda….etc

La puerta de urgencias es amplia y tiene un camino para que la ambulancia entre, deje al paciente y se  retire lo antes posible. Los familiares y pacientes pasan rápidamente a una sala donde está el médico jefe de turno sentado en detrás de un escritorio.

--¿Por qué lo trajeron --pregunta el médico.

--No sé, mi familia me quiere tener encerrado --contesta enojado el paciente.

--¿Cómo se llama usted? --pregunta el médico nuevamente

El paciente a veces contesta su nombre, luego una enorme lista de preguntas que al médico le permiten valorar la situación real de la enfermedad.

¿Qué medicamento toma? ¿Cuándo comenzó con su enfermedad…?

Cuando el paciente tiene un poco de conciencia él contesta, pero cuando llega en estado crítico el familiar contesta todo.

Cuando termina el interrogatorio los pasan al cuarto de enfermería que es un lugar separado por ventanitas que permiten ver lo que pasa adentro: los pesan, los miden y le toman sus signos vitales. Luego los mandan a la sala de espera.

Al fondo un control de médicos, estudiantes de psiquiatría y enfermeros se turnan para atender las urgencias.

Siete consultorios son los destinados para recibir y valorar al paciente.

El piso y el mobiliario está limpio, las paredes también.

La sala de espera es para unas veinte personas sentadas, las sillas son de plástico y están limpias. En ellas hay una señora de cabello rizado al fondo, la abraza su hijo. Habla fuerte y lanza insultos contra la enfermera, contra el doctor, contra el que pase por ahí, y luego menciona palabras que no son comprensible, pareciera que ella las inventara.

-¿Tu que te crees? --le dice la mujer a la enfermera. Ella la mira y le dice calma señora, calma.

Su hijo la abraza y le dice calla mamá con acento costeño.

En la fila siguiente una mujer de unos 35 años está acostada ocupando los tres asientos, viste un conjunto deportivo de terciopelo rojo, se cubre la cara con la capucha de la chamarra, sus manos están sobre su cabeza y lanza gemidos de dolor.

!Haaaaaa¡!Haaaaaa¡ 

La gente la mira y busca al familiar de la mujer, pero no dan con quien pueda ser.

Luego se escucha una conversación: un hombre de unos cincuenta años le dice a otra mujer que espera las pertenencias de su familiar que se quedó internado.

--Son nuestra cruz, ¿verdad?

La mujer voltea a mirar al hombre y le dice suspirando fuerte:

--si lo son, pero es algo que ya no podemos cambiar. ¿Quién es su paciente?

--Es mi hija --y señala a la mujer de rojo acostada--. Fíjese que era una muchacha normal, allá en mi Apaxco. ¿Lo conoce? Es en el Estado de México --se contesta él solo--. Luego, cuando se enamoró conoció a un muchacho y se dejaron y desde ahí comenzó a estar mal, no se bañaba, se dejó. Entonces la trajimos acá.

--¿Cómo la trae? --le pregunta la mujer curiosa.

--Vamos al ayuntamiento y nos prestan la ambulancia --dice el hombre, y se acomoda en la silla para seguir contando la historia de su hija:

--Mi esposa y yo la cuidamos, la sacamos adelante, le dimos sus medicinas. Y pasó muchos años bien, se casó y tiene dos hijos, pero se divorció y ahora está en crisis, vive con nosotros, no puede estar sola ella y nosotros vemos por sus hijos. Hoy fue a dejar a los niños a la escuela y ya no se levantó de la cama, comenzó a gemir como lo está haciendo aquí.

--¿Qué tiene? --pregunta por último la mujer

--Es maniaco depresiva –el padre con tristeza.

¿Son nuestra cruz verdad? Dice nuevamente.

 

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Al fondo, a la derecha, un hombre solo, vestido con ropa vieja y sucia, sin peinar, se levanta cuando el doctor le llama para hacerle las preguntas de rigor. El contesta con palabras que no se entendían, con un lenguaje extraño, el lenguaje de los enfermos mentales.

A su izquierda una pareja de esposos con ropa de marca y zapatos caros ha traído a su hijo a consulta; vestido con ropa elegante, el muchacho de unos veinte años, con su mirada desviada y salivando, se levanta y se tira al suelo, y con su mano abrie de forma accidental la puerta de un consultorio, su madre la cierra con energía y levanta al muchacho para ponerlo nuevamente en la silla.

Por la puerta entra un hombre de unos sesenta años, escoltado por dos paramédicos y sus hijos.

--Ya les dije que no me traigan aquí –dice a gritos.

--Pero Papá, ya mero quema la casa, y con sus nietos adentro.

--Pero es necesario que lo haga, ya saben que yo sé lo que digo.

Sus hijos callan y uno de ellos se adelanta a hablar con él médico de piso. Este da la orden y de inmediato lo pasan hospitalización, se evita los trámites administrativos.

El hijo se queda y cuenta todo al doctor, que ya no lo aguantan, que quiere quemar todo, su casa, los papeles, se lleva las manos a la casa y llora.

En los consultorios los residente, es decir los estudiantes de medicina que tienen uno o dos años en la especialidad de psiquiatría, son los que valoran al paciente, los entrevistan por varias horas, cuanto tienen dudas salen para pedir asesoría de los psiquiatras titulares. Ellos le dicen si necesita internamiento o si lo dan de alta.

 

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Cuando se decide internar a un paciente pueden ocurrir dos cosas: o bien es voluntario y el paciente pasa por su propia pie o bien el familiar firma un acta involuntaria. Entonces le colocan una camisa que no le permite moverse, lo hace el enfermero si el paciente es varón o la enfermera si la interna es mujer. Le cambian su ropa de calle por un uniforme de camisa color beige con un pantalón azul marino. Lo suben a su piso en silla de ruedas o bien en elevador.

Entonces  el enfermero sale con las pertenencias del paciente a la sala de espera y todos  callan, ya que una bolsa con pertenencias significa dos cosas o bien que se internó o  que ha muerto.

Esta es una sala de espera que funciona todos los días del año, en donde siempre hay gente que ve correr el tiempo de otra manera, en donde un familiar, un amigo ha perdido el juicio, en donde inventan palabras, en donde hay furia, en donde cada paciente inventa una historia que teje entre lo que vive, quiere, necesita, añora, teme o bien que inventa porque le da la gana.

Una sala de espera en donde la gente se pregunta: ¿Por qué me pasó esto a mí?

 

(Foto de Juan Boiles, fotógrafo de El Universal


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