• Mundo Nuestro
  • 22 Octubre 2015
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“Estábamos muy amuinadas”, me dijo una mujer al día siguiente de un intento de linchamiento de unos hampones en un pueblo de las cercanías de Texmelucan, hace cuatro o cinco años.

Ella es quien todas las semanas me vende el huevo de rancho que consumimos en casa.

Los hechos ocurrieron a mediodía, un miércoles, cuando se realizaba el pago del programa Oportunidades entre las amas de casa en esa comunidad campesina; tres hampones –dos hombres y una mujer—, provenientes del estado de México, se trasladaban en auto con un secuestrado en la cajuela por una carretera vecinal hacia Tlaxcala, y se les hizo fácil asaltar a una señora que recién había cobrado su mensualidad. No lo lograron. Y lo que siguió fue de rutina: alguien da la alarma, los pobladores se movilizan, identifican el auto en el que intentan escapar los rateros, bloquean las calles en un movimiento coordinado, los atrapan cuando se encajonan contra el rio; después la madriza, la primera, ahí mismo, cuando descubren que traen alguien encajuelado, y luego en la plaza, cuando los entregan a los municipales; y más tarde, como un fuego invisible, la furia, la memoria (“los van a dejar ir”, “nunca se hace justicia”), el arrebato (“¡Sáquenlos!), la orden anónima (¡Mátenlos!). Al anochecer ya ha llegado la fuerza pública estatal, ya se han bajado de los camiones, ya han arremetido contra la masa que responde a pedradas, palos y cohetones, ya ha puesto bajo resguardo a los asaltantes-secuestradores. Y a esa hora la explosión final de la “muina”: las dos patrullas recién estrenadas para la seguridad del pueblo, arden sin conmiseración alguna.

“Estábamos muy amuinadas --reitera la mujer--, y ahora ya nos quedamos sin patrullas y sin policías.”

Estallidos así han ocurrido siempre. Pero en Puebla, tan solo en este año, el número rebasa los veinticinco. La desgracia irreparable de Ajalpan nos desnuda en nuestra precariedad social. Por la vida perdida de esos dos muchachos infortunados. Por el colapso de una comunidad campesina desgarrada para siempre. Por la inutilidad de las instituciones del Estado. Por la incapacidad colectiva para mirarnos en ese amargo espejo  y comprender que México ha perdido hace tiempo el rumbo.

 

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Observo las imágenes del linchamiento en Ajalpan. Una sola, en video: en el suelo, uno de los muchachos linchados, probablemente ya muerto: a su alrededor, un circulo de personas, algunos embozados, pero la mayoría con los rostros descubiertos; a la izquierda una mujer de falda y jorongo negro, observa a no más de un metro del cuerpo linchado; un hombre de camisa blanca se desprende del círculo y patea con la pierna izquierda el cuerpo del linchado, con la mano cubre su boca y me da una idea del olor que desprende; otro hombre en cuclillas enciende un cerillo, lo acerca al cuerpo y logra una flama tenue; todo se acompaña de gritos, pero reconozco uno: “¡el otro, el otro!”. Luego el fuego prende, el mismo incendiario lo aviva con dos o tres palos, pero lo que ha prendido es la ropa del linchado. Entonces la masa estalla en alaridos. La escena dura 46 segundos.

 

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¿Sirven de algo las palabras en este retorno a la barbarie que sufrimos en México? ¿Qué fue de nuestro proceso civilizatorio que nos explica como una sociedad que en su viabilidad construye su futuro?      

¿Qué palabras pueden definir lo sucedido en Ajalpan? Llevo dos días confundido. Y llevo 35 años de periodista asomado a estos acontecimientos que brotan de cuando en cuando desde el México profundo, como el que he reseñado arriba. ¿Qué irritación extrema acude al corazón de esas personas en el infierno de una plaza con una masa enfurecida? ¿De dónde tan profunda muina?

 

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Porque es claro que no bastan las que han dado las autoridades poblanas ante los sucesos trágicos en Ajalpan. La solución policiaca:

“Necesitamos aprobar el mando único para las policías (…) Estamos subsidiando las fallas de la autoridad municipal”, dijo Rafael Moreno Valle.

“Es obvio que se trata de homicidios, y como tales procederemos”, afirmó el responsable de la seguridad pública Víctor Carrancá.

Y luego las culpas. La lamentable reyerta entre el gobierno estatal y el alcalde del municipio.

Y nada más, no hay el más mínimo intento de contrición, no hay pena, no hay conmoción. No vislumbro una mínima huella de compasión. No se muestra dolor alguno. Ni mucho menos la pregunta más simple: ¿por qué nos ha ocurrido esto?

Son otros los muertos. Son otros los asesinos. Son otros los culpables de que esto haya ocurrido.

 

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Ni qué decir de las expresiones de racismo fulminante en las redes sociales, que ante lo sucedido prueban su profundo vacío.

“Malditos indios siempre salvajes e ignorantes…”, dice para  resumirlos un tal Jesús Díaz Siliceo en Facebook.

Pero hay más:

“pinches indios cerrados”, firma Leonel Acevedo, quien se presenta como “jefe de operaciones en farmacia París”.

“q asco de gente, me indigna compartir el mundo con esta bola de indios ardidos y resentidos”, firma una tal Alma Marla Silva

Y más:

“Indios tenian que ser, deberian erradicar a esa gente de una vez por todas, pareciera que estan en la epoca de las cavernas, linchando a gente inocente que solo estaba haciendo su trabajo”, firma otro tal César Rodríguez González, taekwondoista.

Y todavía más:

“Esos ''seres vivos'' de esos puebluchos no llenan el perfil de seres humanos...Tienen muy arraigado en sus génes  sus antepasados apocaliptos y al toque de campanas salen en jauría con cachiporras, lanzas y machetes a linchar sin saber los motivos...”, firma Velandia Cero

Es difícil asimilar esta profunda miseria morl que carga México.

 

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¿Sirven de algo, entonces, las palabras en este insondable abismo entre la civilización y la barbarie en el que sin remedio hemos caído?

 

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Los muchachos muertos tenían nombre y apellido. Eran hermanos: Rey David y José Abraham Copado Molina. Trabajaban como encuestadores para una agencia llamada Marketing Research & Servicios en la ciudad de México. Eran “prestadores de servicios”. Por supuesto no tenían seguro de vida.

Sus cuerpos fueron reclamados el miércoles por la mañana por sus familiares.

A mediodía, en la plaza, alguien ha borrado con cal el manchón negro, la huella del fuego sobre los muchachos asesinados. Otras manos han puesto un arreglo de flores de cempaxúchitl y cruces de muertos.

 

(La foto de la portadilla fue tomada del Diario Cambio de Puebla)

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