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En cuanto se supo, los observadores extraños, remotos jueces, entendidos intelectuales, caímos en grandes lamentaciones y disgustos, en la urgencia de castigar, en la amenaza de cárcel para quienes usando máquinas derrumbaron la iglesita del siglo XVIII. Una barbaridad, dijo el Instituto Nacional de Antropología e Historia, otra fechoría para perseguir creyó la PGR. Y junto con tan grandes instituciones, todos a una contra Fuenteovejuna. Porque claro está que —lo digo tras oír y leer la historia durante varios días— en Tlaltepango o Vicente Guerrero, dentro del municipio de San Pablo del Monte, Tlaxcala, buena parte de la gente del pueblo estaba más que enterada y de acuerdo en desaparecer al comendador, materializado en el vejestorio azul con amarillo que impedía la vista de la nueva iglesia.

 

Recién descubierto el hecho y provocada la furia de los enterados, desaparecieron los autores de lo que tantos consideramos una aberración. El párroco don Juventino alegó, muy malhumorado, no tener facultades para dormir en once iglesias a la vez, por lo que no pudo ver lo que sucedió en la capilla del Santo Cristo. El presidente municipal puso los ojos en blanco y justificó su distracción diciendo que en el pueblo rigen los usos y costumbres y que el mando civil no puede intervenir en las decisiones de las autoridades religiosas: no sólo párrocos, sino mayordomos de distintas categorías, tras los cuales desaparecieron también los feligreses. Los vecinos parecían mudos. Los pocos que algo dijeron tienen miedo, porque saben que lamentar lo sucedido, ya no digamos acusar a los autores, puede costarles el repudio de muchos otros.

 

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