• Sergio Mastretta
  • 21 Marzo 2013
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“¡Porque grande es Dios...hey!”

Y llevaron como obreros despedidos de la tierra, el puño cerrado al cielo.

“¡Porque grande es Dios... hey!”

Y marcharon juntos, con su pantalón de mezclilla y su playera blanca, con el brazo izquierdo emplazado con toda la fuerza de su conversión.

“¡Digno de alabanza, hey, hey, hey!”

Diez hombres entre los 25 y 30 años, a la mitad del contingente que tomó las calles del centro y se metió como una cuña irreverente en el campo minado de las relaciones entre la iglesia católica y el Estado mexicano. De la catedral al monumento a don Benito Juárez, media hora de marcha para el azoro de los ciudadanos festivos y edificios históricos que a pesar de lo que se diga guardan algo de lo anticlerical de esta ciudad en la 3 Poniente, el Paseo Bravo y la avenida de las palmas. Revuelo de panderetas, enseñas nacionales, muchachas vestidas como monjas y consignas de izquierdistas convertidas al aleluya.

“¡El pueblo de Cristo jamás será vencido!”, gritaban encendidas unas mujeres de Guadalupe Hidalgo.

“¡Cristo vive, Cristo vive!”, coreaban los muchachos metodistas de las playeras blancas.

“¿Cuál es la respuesta a nuestras enfermedades?”, preguntaba Besser Mejía, un muchacho de un templo en la Prados Agua Azul, micrófono en mano.

“¡Jesús, Jesús... Jesucristo!”, replicaba el gentío evangélico.

He aquí hermano, le dije a mi humanidad perpleja, un grupo de conversos. Poblanos comunes que el transcurso de la marcha me contarán la sencilla inercia del “llamado divino”: “Todos venimos del catolicismo romano, todos venimos de los vicios”, me repetirán unos y otros. Y la imaginación novelera inventa escenas fugaces de piras, inquisidores y pueblo enardecido en aquel lujurioso y revolucionario siglo XVI.

“Nunca más la intolerancia”, escuché en una consigna. Y abandoné los cuadros renacentistas y la subversión luterana para perfilar ambientes de barrios divididos, católicos murmurantes y curas con la anatema en la boca en cualquiera de los pueblitos indígenas del valle de Puebla; polémicas campesinas sobre el futuro de los santos, enfrentamientos trágicos en torno a las cooperaciones de la fiesta anual a la virgencita, arrebatos de exégesis bíblicas que alumbran unas entrampadísimas costumbres pueblerinas. Fui incapaz de configurar el paisaje completo. Miraba a los “bíblicos pentecostales” cantar rumbo al homenaje a Juárez y certificaba que vivimos tiempos entretenidos para una curiosidad periodística que, para empezar, tiene que narrarlos.

“Aunque la tierra tiemble tenemos que cantar”, y cantaban las muchachas de la Iglesia Evangélica “Príncipe de la Paz”. “Se ve, se siente, Cristo está presente”, coreaban los muchachos bautistas.

“¿Somos una secta?”, pregunta al micrófono Besser Mejía.

“No”, le respondían con aleluyas.

“¿Somos una religión?”

“No”, y más aleluyas.

“¿Somos cristianos?”

“Sí.”

“¡Cristo nos ama!”

Claro que sí, y se arrancaron con una porra al personaje que a estas alturas de la humanidad ha de decir “a mí que me esculquen”, como en el chiste del que le robó la cartera a Napoleón.

Luego la motivación del día: quien les dio la libertad de cultos, Benito Juárez. Respetan a la bandera nacional, por supuesto, ellos no son mormones o Testigos de Jehová que obligan a los niños al perjurio patrio- Y cantarán como verdaderos ángeles el himno, ni se diga –cuando lo hagan, una hora después, al término del homenaje. Y yo quedaré pasmado de lo patriótico que suena el “patria, patria, tus hijos te juran...” fuera de un acto oficial en la televisión, en un patio de escuela o en un estadio de futbol.

Por eso sonaba tan cívico.

“¡Viva Juárez, hijos de Jesucristo!”

“Entrégate a él, entrégate a él, entrégate a Cristo y tendrás la salvación. Ninguna religión puede cambiar tu ser, solamente Cristo, solamente él.”

 

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