• Verónica Mastretta
  • 11 Septiembre 2014
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La ilustración de este texto es un detalle de La costurera, cuadro del pintor mexicano Agustín Lazo (1896-1971), considerado uno de los pioneros del surrealismo mexicano.

 

Nuestra casa tenía en la entrada una escalerita y un árbol que la hacían particularmente graciosa; era de dos pisos y con un jardín en la parte de atrás que se veía desde la ventana del comedor. En la parte de arriba estaban los cuartos en donde dormíamos y en medio de ellos, un espacio distribuidor al que daban todas las puertas, formando una armoniosa unidad.

Había además un cuarto adicional que tenía varias funciones; en él había dos armarios - libreros que hacían esquina, formando entre ellos un hueco que se volvió el escondite perfecto y el refugio ideal para los momentos de turbulencia familiar o emocional que existen en toda niñez.  A ese hueco con un poco de más de dos metros de hondo le llamábamos  "el hoyo", y se  subía  usando los entre paños como escalones. Entrar era fácil, salir no lo era tanto y se requería agilidad de chango para esconderse ahí de manera rápida. Ese cuarto hacía también las veces de costurero, pues ahí estaba  la máquina de coser que usaban mi mamá o doña Irene, una costurera de edad difícil de definir para un niño. Tenía un cuerpo sin cintura y yo la consideraba para entonces una mujer viejita. Se peinaba de chongo y su suéter siempre estaba lleno de alfileres a un lado de su pecho; ella  iba a la casa dos veces por semana. Tenía  un olor que recuerdo con una precisión asombrosa. Dicen que los olores están ligados de manera corta y directa a la zona del cerebro que guarda las memorias, y quizás por eso nos conectan de manera profunda y sin atajos a situaciones y recuerdos de una manera especialmente vívida. Doña Irene olía a  talco, madera y  a todos los olores de un almacén de telas: a algodón, a estambres, a satín y a tul. Doña Irene se sentaba ante la máquina de coser y desde ahí gobernaba ese pequeño cuarto sin hacer mayor ruido, aunque se reía de una manera muy chistosa, como entre dientes. Dentro del armario de usos múltiples  también había una casita de muñecas, así que nuestras visitas al cuarto de la costura eran frecuentes. Recuerdo a Irene dándome retacitos de las telas sobrantes que se guardaban en un canasto; con ellos me enseñaba a hacerles faldas, vestidos o gorritos a mis muñecas o a mi gata Casiopea. Irene me daba conversación e información cuando yo estaba escondida  en el hoyo y no había más adultos alrededor. Digamos que era una buena cómplice. No delataba nuestra presencia en el divertido escondite, lleno de cuentos  de vaqueros, La Pequeña Lulú, o La Zorra y el Cuervo. Doña Irene pasaba el día rodeada de hilos de colores, ropa por arreglar, retazos de tela, un huevo de madera de cedro que servía para zurcir calcetines, un gran alfiletero rojo que simulaba un jitomate y una máquina de coser verde marca Edna, con la que  sostenía una lucha constante, ya que Edna solía jugarle la mala pasada de "enhebrarse”, si es que esa palabra existe. Una máquina enhebrada es una máquina a la que los hilos se le hicieron bolas en el interior de sus misteriosas entrañas metálicas. Doña Irene sabía desenhebrar la máquina con paciencia admirable. A mí me daba por lidiar con Edna sin supervisión, así que  solía hacer la maldad de enhebrarla de tal manera que los hilos enredados en su interior se volvían una maraña solo destructible a base de tiempo, tijeras, punzones y muchísimo desperdicio de hilos ahorcados. Doña Irene siempre dejaba su máquina limpia antes de irse, aceitada, sin hilos enredados, con  su aguja ensartada con un hilo blanco montado en un carrete plateado,  todo listo para una emergencia. De las  manos de mi mamá y de Doña Irene  salieron fundas e individuales, nuestros uniformes del colegio, los vestidos de nuestra primera comunión, las composturas de los uniformes de mis hermanos,  los manteles de la mesa,  o los baberos de cuadros que usábamos  hasta antes de cumplir ocho años para no ensuciar los uniformes a la hora de la comida. Nada más placentero que Doña Irene te trepara en un banquito en una tarde lluviosa para tomarte medidas con la  vieja cinta métrica  que colgaba de su cuello, o para marcarte la altura de la manga o el dobladillo  del uniforme o una falda. Marcaba la prenda que tenías puesta con una barra de tiza blanca y luego iba llenando la prenda de alfileres. Sentir sus manos temblorosas trajinando sobre el cuerpo,  ya sea marcando la tela  con la tiza  o tomándote las medidas era un placer sutil que pocos comprenderán. Era un cosquilleo suave, casi una caricia imperceptible e involuntaria que te hacían cerrar los ojos de gusto. El chiste era permanecer quieta. Ella te iba dando la vuelta mientras hacía su trabajo y nunca me dio más gusto obedecer a alguien --"Irene, tómame medidas"-- le decía yo cuando quería atención. Irene fue la que se ofreció un día  a enchinarme las pestañas porque las tenía yo muy largas pero poco rizadas. Descubrí con ella que lo aparentemente feo podía ser mejorado. Con un alfiler de seguridad me las enchinó y desde entonces, la perseguía por las tardes en el costurero para salir de ahí con unas pestañas demasiado rizadas para la forma de mis ojos pero que a mí me parecían una genial y hermosa impostura. También me hacía anchoas en el fleco  enredando el pelo con papelitos de china y dos pasadores cruzados. Una hora después, mi fleco lacio era rizado. De vez en cuando  las anginas recurrentes me daban unas calenturas espantosa; Doña Irene me dijo que tenía yo "escalofríos". Pensé que era el nombre de una peligrosa e innombrable enfermedad.  "¿Cómo es eso de los escalofríos, Irene?"  "Son esos temblores que te dan, por eso te suenan los dientes." Me daba un vaso de agua de limón acompañado con una pastillita rosa que  ahora adivino que era un mejoral infantil, y al rato ya andaba yo libre de la maligna enfermedad, jugando con los trapos, vistiendo a las muñecas o enchinchando a Irene con que me arreglara un dobladillo con tal de que me subiera al banquito, me llenara de alfileres, y me tomara las medidas. Digamos que nos caíamos mutuamente en gracia.

A los niños de la casa nos mantuvieron en una burbuja en la que la muerte no tenía cabida. Particularmente en la familia de mi madre todos vivían como si siempre fueran a ser eternos y jóvenes. Cuando los padres de mi papá se murieron, simplemente nos dijeron que ese día no iríamos al colegio porque los abuelos se hablan ido al cielo. No sé si a Doña Irene también se la llevaron para allá, porque un día supe que estaba enferma y luego nunca se le volvió a mencionar. El único muerto con el que tuvimos contacto antes de los diez años fue con un pavo que les regaló a mis papás poco antes de una navidad un amigo al que llamaban el Charro Ausencio. Sus bigotes, su atuendo y su cuerpo eran idénticos a los de un panzón de corpus. Todos tuvimos que ver con el guajolote porque nos correteaba en el jardín y nos picaba las agujetas. Cuando lo vimos colgado de la escalera de caracol que subía a la azotea con el pescuezo estirado, hubo muchas lágrimas derramadas, mucho  llanto infantil. Todo esto lo digo para explicar por qué nunca supimos que fue de Doña Irene. Desapareció de nuestras vidas con una suavidad que solo pudo ser producto de la negación de que la muerte existía y que no era un tema que debiera tratarse con los niños. Tiempo después llegó Florita Linares, una señorita mayor, soltera  y que murió hace diez años, a los 95. Fue toda una institución en la cuadra, porque iba a trabajar a varias casas y le encantaba ir y venir con chismes, amarrando navajas y calumniando a las muchachas jóvenes. Nos llevaba galletas de animalitos aunque no las regalaba con facilidad; nos hacía sufrir y hacerle favores durante todo el día a cambio de una. De todas maneras y aunque su personalidad era complicada, la quisimos mucho. Pero nunca reprodujo la paz, la complicidad y el ambiente especial del costurero cuando en él vivió y trabajo Doña Irene.

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