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Por: Verónica Mastretta

No puede uno meterse con los muertos más que en sueños, solo podemos contemplarlos y tocarlos con el suave roce que permiten los sueños o los recuerdos, un roce tan frágil que cuando uno siente que por fin tiene a quien añora en las manos, todo se desvanece y nos encontramos con los ojos abiertos y la desilusión metida hasta los sótanos del corazón.

Quién no quisiera revivir a alguien querido, aunque solo fuera para sostener esa conversación que quedó pendiente, ese beso que no dimos, un último encuentro en el que todo quede saldado y en perfecta armonía. Los humanos no podemos resucitar a otros en la forma en que nos gustaría. En cambio la naturaleza tiene su propia manera de regresar a la vida a lo que aparentemente muere, y es así como nuestro perrito muerto, enterrado bajo la sombra de un frutal, aparece de nuevo, tiempo después, convertido en una guayaba deliciosa. La  fuerza de la vida tiene el poder de hacer esos milagros, de transmutar con toda paciencia las cosas inertes y devolverlas a la vida en la forma de una rosa o un pez. Buda decía que la paciencia es el máximo don. Cuando lo leí por primera vez me pareció que dicho don estaba sobrevalora. Mi mente mariposa y errática no entendió en ese momento la fuerza de ese don que conduce de manera cierta a la sabiduría. No podemos resucitar a nuestros muertos de manera caprichosa, pero si podemos copiar a la naturaleza y ayudarla a reconstruir vida de la manera en que ella lo hace, sin escatimar en el tiempo y la paciencia.

 Quiero ayudar a revivir un muerto que se llama Atoyac, el río formado por los manantiales, arroyos y veneros que bajan desde los volcanes que rodean el valle de Puebla para formar un río que recorre Puebla de norte a sur. Me gustaría ayudar a resucitarlo de manera completa, no solo con maquillaje, sino con el hálito de la verdadera salud. Ese río tiene aún la fuerza de alimentar con sus aguas sucias y tóxicas a una variedad impresionante de árboles que tercamente se han negado a morir, transmutando en follaje la mugre y contaminación del agua negra de un río que mató la mano humano y que la mano humana puede contribuir a revivir. No puedo volver a ver los ojos obscuros de mi padre, ni los ojos color verde uva de mi madre, pero puedo imaginar al fierro o al calcio de  sus cenizas bajando a la orilla del Atoyac para dar fuerza a un árbol. No puedo volver a ver la luz de los ojos de los muertos que amé, pero si podría ver  el reflejo de la luz del sol que conocieron sobre el agua limpia de un río resucitado. Llevo treinta años pensando en esa idea, treinta conviviendo de cerca con el río sin poder jalar la punta de la hebra que ayude a revivirlo. Son demasiados nudos de una trama intrincada y lo único que sé es que se necesita de la divina paciencia, pero también de la indispensable voluntad. ¿Existe el problema? Tiene que existir su solución. Matar al Atoyac tardó muchos años. Revivirlo quizás tarde más ¿Pero cuál es la prisa? No tenemos que estar ahí para atestiguarlo, solo necesitamos saber que sí es posible lograrlo y dar los primeros pasos para ello, ya luego la idea traerá consigo su propio poder y magia para volverse realidad. Revivir a un muerto que se llama río Atoyac es un buen propósito que podríamos compartir.