• Jorge Alveláis
  • 13 Agosto 2015
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El autor, músico y escritor, ha escrito en su página de Facebook esta crónica que acompaña su composición musical 1985 Hiroshima, realizada justo para la memoria de los 40 años de la explosión atómica en esa ciudad japonesa.

 

Oíd entonces el último canto

de los hermanos de la Orden de Leibowitz,

como cantado por el siglo que se tragó su nombre:

Lucifer ha caído (Kyrie eleison)

Lucifer ha caído (Christie eleison)

Lucifer ha caído (Kyrie eleison, eleison imas)

(Walter M. Miller en “Cántico a San Leibowitz”)

 

 

1. Lucifer

Esta mañana usted despierta como cualquier otro día. Toma un baño, se mira al espejo y arregla su vestimenta como siempre; desayuna y se despide de su familia antes de salir a trabajar, como lo ha hecho diariamente desde hace mucho tiempo. Después aborda el vehículo que lo lleva a la empresa donde labora y al llegar ahí intercambia comentarios, críticas y bromas con sus compañeros, para en seguida iniciar sus labores cotidianas.

Nada indica que este día será diferente.

Unos minutos después, mientras prepara un café para ahuyentar el sueño o abre su escritorio bajo decenas de papeles pendientes de revisión, usted escucha un ruido ensordecedor, parecido al de un tanque de gas explotando, sólo que mucho más fuerte, como si estallara en la casa de al lado. Simultáneamente, un resplandor de mil soles ilumina su rostro y, antes de reaccionar, antes de preguntarse lo que pasa, antes de volver la mirada, usted pierde la conciencia.

O acaso usted no escucha nada, ningún aviso, ninguna explosión, ningún sol. Ni siquiera tiene tiempo para pensar; su mente se disipa, su cuerpo se vaporiza instantáneamente.

Y así, sin darse cuenta, su sombra queda impresa en las paredes que de pronto se convierten en vidrio.

O tal vez, un instante después de que su rostro se ilumina de blanco, usted escucha el estallido y alcanza a vislumbrar tras la ventana una descomunal nube violácea de fuego ennegrecido erigiéndose sobre el horizonte hasta rasgar el cielo.

Es la última imagen que su mente registra antes de que su cuerpo arda arrasado por un huracán invisible que convierte en cenizas todo lo que toca a su paso.

O acaso usted tiene suerte y reside mucho más allá, en alguna ciudad cercana, y se pregunta por qué diablos se han apagado al mismo tiempo las luces, los radios, las máquinas recién encendidas, los motores de los autos y los de las fábricas.

Al cabo de unos minutos la energía se restablece por sí sola, causándole extrañeza: así no son los apagones que usted conoce.

Desde esa ciudad afortunada, usted también ha visto el millar de soles en el cielo y la nube de fuego violeta como gigante demoníaco incendiando el firmamento; ha escuchado el estallido a lo lejos, casi un minuto después de haber visto el resplandor.

No imagina que, a veinte kilómetros de ahí, acaban de morir calcinadas mas de cien mil personas en tan sólo cinco segundos.

Lucifer ha caído.

  

2. El cielo amenaza.

El 5 de Agosto de 1945, el “Enola Gay”, un bombardero B-29, bautizado con el nombre de la madre del comandante a cargo, Paul Tibbets, despegó de su base en las Islas Marianas rumbo a Japón.

En sus entrañas, el avión llevaba un artefacto al que sus creadores llamaban afablemente “Little Boy” (“Muchachito”) y que no era otra cosa que la primera bomba atómica destinada a asesinar masivamente con premeditación e impunidad absolutas.

A la mañana siguiente, el “Enola Gay” fue visto por los habitantes de Hiroshima apenas unos minutos antes de que cometiera el genocidio.

La población ya se había acostumbrado a ver aviones estadounidenses en el cielo, sin que éstos descargaran sus bombas, pues los bombardeos al territorio nipón, que habían comenzado en Noviembre del año anterior, se concentraban en objetivos militares y estratégicos, y aparentemente Hiroshima no figuraba en la lista.

De cualquier manera, los aviones avistados eran muy pocos como para representar una amenaza importante.

Varios meses atrás, la noche del 10 de Marzo de 1945, Tokio había sido bombardeada sin piedad por más de 300 aviones estadounidenses, que descargaron sobre la capital japonesa 8,250 bombas de “racimo”, las cuales estallaron a 150 metros de altura y lanzaron a su vez 50 bombas cada una cubriendo una superficie de 40 kilómetros cuadrados.

Las 412,500 bombas utilizadas en aquel ataque no fueron convencionales, es decir dirigidas a derribar edificios de piedra, sino bombas incendiarias de napalm, un combustible denso que al caer en la piel se adhiere a ella y la atraviesa sin que la víctima pueda apagar el fuego que literalmente arde dentro de su cuerpo.

El infierno de ochocientos grados Celsius causado por el napalm fue tan intenso, que el agua de las albercas y los depósitos se evaporó, mientras la gente que se guarecía contra los bombardeos convencionales pereció asfixiada al consumirse el aire de sus refugios.

Esa noche interminable, la mitad de Tokio fue destruida, cien mil personas fueron masacradas y cuarenta mil más resultaron heridas.

Sin embargo, desde el inicio de los bombardeos, Hiroshima no había sido tocada por los aviones estadounidenses, por lo que, cuando el “Enola Gay” profanó el cielo de la ciudad, nadie anticipaba la llegada inminente de la muerte.

  

3. Crónica de fuego.

El 6 de Agosto fue una mañana soleada en Hiroshima, con algunas nubes en los alrededores de la ciudad y el cielo totalmente despejado a lo largo de 16 kilómetros sobre el centro citadino.

Entre las 7:00 y las 7:30 los niños abrieron sus libros en las escuelas, mientras los trabajadores y las amas de casa iniciaban labores cotidianas y los comercios y oficinas abrían sus puertas, Nadie imaginaba lo que vendría.

A las 8:10, a bordo del “Enola Gay” se escuchó un zumbido de advertencia confirmando que las compuertas de descarga se habían abierto y estaban listas para el bombardeo. Cada miembro de la tripulación se colocó las gafas oscuras con que se les había provisto horas antes.

A las 8:15, el proyectil “Little Boy” fue liberado de sus retenes y cayó libremente en dirección al centro de la ciudad bajo el B-29. La bomba había sido programada por medio de un barómetro para activarse e iniciar su reacción en cadena a 640 metros del suelo.

A las 8:16, la bomba estalló en el aire con una potencia de veinte kilotones, equivalentes a 20,000 toneladas de trinitrotolueno, un potente explosivo usado en bombas convencionales.

16 milésimas de segundo después de la explosión, una bola de fuego blanco alcanzó los 50,000 grados Celsius. Quienes vieron el resplandor y vivieron para describirlo, quedaron ciegos y murieron meses después a causa de la radiación emitida por la bomba.

25 milésimas después de la explosión, el diámetro de la bola de fuego alcanzó los 300 metros (aproximadamente tres cuadras) y generó una onda expansiva inicial que comprimió y enterró varios metros las grandes columnas de piedra de la Clínica Shima, vaporizando a todas las personas dentro de la institución y a 80,000 más que circulaban bajo el estallido. El calor fue tan grande que de las víctimas sólo quedaron sus sombras impresas en el cemento de las construcciones, vitrificado de inmediato por la altísima temperatura.

60 milésimas después de la explosión, la bola de fuego se expandió y arrasó con todo lo ubicado en 500 metros a la redonda, mientras su radiación infrarroja quemaba los seres a un kilómetro y medio de distancia.

Apenas dos segundos después del estallido, todo lo que había en dos y medio kilómetros alrededor había sido destruido o incinerado. La onda expansiva generó vientos de 800 kilómetros por hora que devastaron las construcciones ligeras de toda la ciudad, incinerándolas a más de 500 grados Celsius.

La bola de fuego ascendió y formó un enorme hongo de más de 10 kilómetros de altura sobre la ciudad. Testigos que murieron poco después, narraron que en ese momento “el aire sabía a plomo”.

Cinco segundos después de la explosión, todo el daño que la explosión podía causar directamente, ya había sucedido. Los terribles efectos de las radiaciones caloríficas y electromagnéticas comenzaron a manifestarse unos minutos después del estallido, cuando de entre los escombros surgieron miles de personas todavía vivas; pero quemadas, con jirones de piel colgando, mutiladas, abrasadas por los incendios.

Media hora más tarde, una lluvia negra, conteniendo el carboncillo condensado de la materia orgánica quemada y partículas radiactivas restantes de la bola de fuego recién extinguida, cayó sobre la ciudad convertida en cenizas de un color gris uniforme, como el de una fotografía en blanco y negro.

Los daños causados por la bomba atómica en Hiroshima superaron en cinco segundos el saldo de toda una noche de bombardeos sobre Tokio.

Sólo unos cuantos edificios permanecieron de pie, entre ellos el edificio gubernamental “Gembaku”, hoy patrimonio de la humanidad que ha sido conservado hasta nuestros días como recordatorio de la tragedia y advertencia para las generaciones actuales y futuras.

 

4. Amos de la guerra.

El genocidio de Hiroshima sería sólo un pasaje vergonzoso de la historia humana y recordarlo no tendría más alcance que el de advertirnos sobre los peligros de la guerra atómica, si no fuera porque los asesinos y sus sucesores siguen ejerciendo la misma política de agresión sobre el resto del mundo, colocando nuestro planeta al borde de la guerra generalizada, mientras los medios informativos casi no hablan del tema.

Cualquiera que vea, escuche o lea los titulares de los noticieros televisivos, radiofónicos o impresos, sabe que desde hace varios años Estados Unidos acusa a Corea y a Irán de realizar sendos programas atómicos armamentistas, tal como acusó falsamente a Irak de poseer armas químicas y de destrucción masiva.

Estados Unidos ha amenazado varias veces a aquellos países con represalias que van desde sanciones económicas hasta la intervención armada, sin descartar el uso de armas atómicas, al igual que lo hizo al preparar la invasión a Irak.

Ni un solo medio de difusión ha cuestionado la actitud del líder estadounidense ni mencionado los intereses bélicos que controlan su política, aun cuando esta información se encuentra fácilmente en cientos de fuentes fidedignas en Internet.

No debe extrañarnos que así suceda, cuando el Consejo Permanente de Seguridad de la ONU, supuestamente encargado de conservar la paz mundial, está integrado por las naciones que más se benefician con la guerra: Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y China, máximos proveedores bélicos del planeta, manejan el 84% de las ventas de armas, las cuales se elevaron, solamente en 2007, a la friolera de 5,518 millones de dólares.

El 63% de las armas que se venden en el mundo proviene de Estados Unidos y los cien principales fabricantes de armas ganan en un año más de lo que los 61 países más pobres del mundo producen en bienes y servicios en el mismo período.

Es normal que en las embajadas de los países fabricantes exista un oscuro personaje llamado “agregado militar”, encargado de atender los pedidos de los interesados. Cuando a causa de alguna prohibición expresa de los gobiernos —quienes tratan de mantener su imagen de salvadores del mundo—, los agregados militares no pueden realizar la venta de armas a un grupo, ejército o nación, acuden a mediadores externos, vendedores autónomos que realizan las operaciones de manera ilegal: los fabricantes venden las armas al mediador y éste las revende al grupo vetado por el gobierno en turno, y así los clientes, los gobiernos, los fabricantes y los mediadores quedan todos tan satisfechos como impunes.

Cada año los fabricantes realizan en Estados Unidos exposiciones de armamento a donde acuden representantes de los compradores y los mediadores, así como de los gobiernos vendedores, para concertar pedidos de nuevas armas y rematar las obsoletas, que a muchos clientes todavía pueden ser útiles.

En los años ochentas, la caída de la Unión Soviética puso a disposición de los interesados toneladas de armamento que se vendieron por kilo en exposiciones organizadas por mediadores externos, al amparo de los gobiernos de los países fabricantes.

En esa misma época, circuló en el mundo un cartel que parodiaba al del filme “Lo que el viento se llevó”.

El cartel mostraba al presidente Ronald Reagan con la primera ministra inglesa Margaret Thatcher entre sus brazos y un hongo atómico tras ambos personajes, rodeados de consignas promocionales como “El filme para acabar con todos los filmes”, “La más explosiva historia jamás contada”, “Exhibiéndose ahora en todo el mundo” y la genial frase publicitaria “Ella prometió seguirlo hasta el fin del mundo. Él prometió organizarlo”.

  

Epílogo. Hágase tu voluntad.

Veinte minutos después de la explosión, el gobierno japonés en Tokio notó que las líneas telegráficas que lo comunicaban con Hiroshima habían dejado de funcionar.

Los informes llegaban confusos a través de las estaciones de tren en las inmediaciones de Hiroshima.

Ante el extraño silencio, los altos mandos enviaron un emisario para investigar lo sucedido, ya que, por la cantidad de aviones avistada, no era posible un ataque tan grande como para incomunicar la ciudad.

El emisario arribó a la zona del desastre tres horas después, sólo para contemplar horrorizado que donde antes había una urbe bulliciosa, únicamente quedaba una inmensa cicatriz sobre la tierra, aún ardiendo y cubierta por espesas nubes de humo.

Al atardecer de aquél fatídico 6 de Agosto de 1945, los restos de Hiroshima aún ardían sobre el gris de las cenizas y las siluetas de los pocos edificios que no se derrumbaron por completo se recortaban contra un horizonte de desolación y muerte.

Al día siguiente, el pueblo estadounidense festejó alegremente el bombardeo, mientras los medios de comunicación de su país repetían orgullosas “Damos gracias a Dios por haberle dado a América la bomba atómica, porque ¿quién sabe cómo la hubiera usado otra nación?”.

Dos días después, el 9 de Agosto, el bombardero B-29 “Bock’s Car” lanzó otra bomba, más grande que la primera, sobre la ciudad de Nagasaki.

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