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Por: Jonathan C.Brown

 

México se juega su futuro con la reforma energética. Eso decimos todos. Pero no mira a su pasado. Y bien haríamos. Es lo que nos ha dicho el Doctor en Historia Jonathan C. Brown, académico de la Universidad de Texas en Austin en la introducción de su libro Petróleo y Revolución, publicado por la Universidad de California en 1993. (Petróleo y revolución en México. Siglo XXI, 1997).

Hace veinte años lo escribió. Justo en el momento de auge de las reformas salinistas, que  no alcanzaron para modificar la constitución y permitir la participación privada en la industria petrolera. Brown, sin embargo, vio lo que venía para las siguientes décadas de transformación de la estructura económica y social de México: el embate modernizador impuesto desde las élites enfrentado a una antigua y compleja estructura social que se resiste.

Mundo Nuestro reproduce con traducción propia la introducción del libro Petróleo y Revolución, del historiador estadounidense Jonathan C. Brown, con el ánimo de intentar comprender la complejidad de este proceso en la historia de nuestro país. Y con la percepción de que las élites mexicanas políticas y empresariales difícilmente miran para atrás. Y que las decisiones históricas como la que se proponen deben fundarse en una verdadera discusión colectiva, informada, democrática y sustentada en la sociedad civil organizada.




Libro Petróleo y Revolución en México, de Jonathan C. Brown. 1993. The Regents of the University of California.

http://publishing.cdlib.org/ucpressebooks

Este libro puede hablar del futuro de México tanto como de su pasado. Después de una década de declive económico, los políticos mexicanos han comenzado una cruzada para integrar a México en la economía mundial y para atraer capital extranjero. Los historiadores tienen razón al ver esta nueva apertura con escepticismo. Ya la han visto antes, después de todo. A finales del siglo XIX, Porfirio Díaz logró lo que buscan hoy los líderes mexicanos. Ese período excepcional de modernización económica fue sucedido por una revolución. Ningún académico juicioso intentará predecir el futuro, pero sugiero que el camino que los mexicanos recorrerán en las próximas décadas les será familiar. Un recorrido histórico por esa vieja ruta les será de mucho provecho.

Los mexicanos tienen un dicho: "¿Qué haríamos sin los gringos? Pero nunca les debes dar gracias." Tal vez la mayor deuda de México con Estados Unidos sigue siendo la modernización económica de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Los estadounidenses aportaron capital, suministros y habilidades para desarrollar los modernos ferrocarriles que redujeron distancias y saltaron las barreras regionales y las montañas del país. Los estadounidenses trajeron calderas de vapor, trituradoras de mineral, bombas y altos hornos que resucitaron una industria minera decrépita. Con ellos se introdujeron las obras de saneamiento, plantas de luz y de poder, los servicios telegráficos y los trolebuses en las ciudades. Trajeron Montacargas y dragas para construir puertos modernos. También los extranjeros compraron tierras, aportando nuevas técnicas y herramientas para aumentar la producción mexicana de productos alimenticios, productos tropicales y cáñamo.

También llegaron los petroleros extranjeros. En primer lugar, desarrollaron el mercado mexicano para el combustible importado usado en la iluminación y como fuerza motriz, transformando la economía  con el uso de esta energía industrial. Las compañías petroleras extranjeras expandieron entonces la producción y refinación de productos derivados del petróleo para la exportación. Sin embargo, sus anfitriones no consideraron la industria petrolera desarrollada por los extranjeros como una bendición. Los mexicanos acusaron a las ricas empresas de financiar movimientos políticos reaccionarios, de dividir y reprimir a los trabajadores, de extraer recursos no renovables de la nación y de subordinar las necesidades domésticas a los intereses internacionales.  Los trabajadores mexicanos estaban resentidos porque las compañías petroleras daban a los trabajadores extranjeros los pagos y privilegios que a ellos les negaban. En 1938, cuando miles de mexicanos se reunieron en el Zócalo para celebrar la expropiación de las compañías petroleras extranjeras, en una de sus pancartas se leía: “Suave Patria: al Niño Jesús le debes el país y al diablo los veneros de petróleo."

¿Cómo explicar la ambivalencia mexicana hacia el fruto de la Revolución Industrial? ¿Relegó la industria petrolera a México a lo que el economista argentino Raúl Prebish llama la periferia económica, rindiendo su riqueza a los centros industriales porque los acuerdos comerciales sobrevaluaban los productos manufacturados mientras que infravaloraban las materias primas? ¿Generó, como dirían los analistas de la dependencia, el desarrollo económico riqueza y poder para una minoría y pobreza para la mayoría? ¿Se creó --en la perspectiva del sociólogo Inmanuel Wallerstein-- un sistema en el que las élites locales se vendieron  a los intereses extranjeros y oprimieron a sus trabajadores? ¿El capital monopolista  siguió el patrón descrito por Braverman, por el que el proletariado mexicano poco calificado se convirtió en un ente incapaz de construir su propio mundo?

Este estudio rechaza esos escenarios. Pero también encuentra irreal el análisis neoclásico que predice que los países menos desarrollados encontrarán su salvación imitando a las naciones industrializadas. Los observadores contemporáneos que creen que las actuales políticas de privatización y libre comercio de México son la ola del futuro deberían prestar  atención a la experiencia histórica de la nación con las compañías petroleras. No hay duda de que los mexicanos desean los beneficios del capitalismo. Pero su propia historia les ha enseñado a ser temerosos de las indeseables  consecuencias que un capitalismo no regulado produce cuando se enfrenta a las más rígidas estructuras políticas y sociales del país. El hecho es que México no puede seguir el resplandeciente sendero económico de los Estados Unidos. Y tampoco lo quiere.

México y otros países latinoamericanos comparten algo en común: sus sociedades han nacido y se ha criado en la diversidad social extrema. Cada mexicana y mexicano busca su identidad entre la pluralidad y la desigualdad que surge del orden social multirracial de la colonia. Muchos grupos lingüísticos, raciales, étnicos, regionales  constituyen  el patrimonio del país. Octavio Paz ha escrito que la de México  es la historia del hombre que busca su filiación, su  origen histórico.  Históricamente, el problema de mantener la unidad entra tal diversidad de pueblos, desde la época anterior a la Conquista y  hasta el presente, ha llevado a la perfección métodos autoritarios de dominación social y manipulación política. A la llegada de las compañías petroleras en México, la élite aún formaba una pequeña minoría, celosa de sus prerrogativas,  despectiva y temerosa de sus inferiores sociales. La educación privada y las conexiones políticas fuera del alcance de los pobres permitieron a los ricos reproducir su superioridad social de una generación a la siguiente. Las clases medias imitaban las costumbres de la superior y se sacrificaban para evitar el deslizamiento hacia atrás hacia una clase obrera de mala reputación. Las personas con piel oscura y culturas nativas eran ridiculizadas y rechazadas. Se encontraban desde siempre en el extremo más bajo del orden socioeconómico. Incluso la clase obrera tenía su propia jerarquía de organización y prerrogativas. Las personas educadas, de descendencia europea --en actitud, si no en raza--, mantuvieron una posición de privilegio sobre los menos capacitados lumpen-proletarios con menor nivel educativo. Los campesinos, desdeñados por la élite urbana y por los propios trabajadores, mantuvieron vínculos más estrechos con el pasado indígena. Para los obreros y los campesinos, la ortodoxia religiosa o un nacionalismo con dosis gramscianas prescritas por la élite sustituyeron a la distribución del ingreso y las oportunidades. El paternalismo y la coacción en los distintos componentes de esta jerarquía social estaban para contener el estallido.

Una nación tan diversa puede no ser capaz de aceptar el cambio con ecuanimidad. El cambio económico desestabiliza una sociedad compuesta de muchas partes desiguales en un mayor grado de lo que pondría en peligro a una más homogénea. México, cuya historia era más rica y más compleja que la de la mayoría de los países, tipificó las salvaguardias con las que los latinoamericanos a menudo enfrentaron el cambio. Los mexicanos trataron de gestionar el cambio, la modernización o la introducción de mecánicas exteriores, reorganizando sus nuevas relaciones sociales y políticas de acuerdo con los patrones tradicionales de comportamiento. Esto no quiere decir que el estado corporativo y la desigualdad social del siglo XX en México reflejen a la perfección el absolutismo de la corona  y la sociedad de castas de la época colonial. Sin embargo, sí se han preservado los comportamientos sociales desarrollados en ese momento. Se podría argumentar que la jerarquía social contó para la preservación del autoritarismo político y, posteriormente, para la perversión de los estímulos capitalistas modernos en aras de contener el malestar social. Como una fuerza para el cambio, el crecimiento económico planteó un serio desafío a una sociedad que estaba acostumbrada a dividir los bienes estrictamente de acuerdo con criterios económicos. En México, la posición social y las conexiones políticas siempre habían influido para acceder a los beneficios económicos.

La investigación documental sobre el trabajo y la política en México, así como la existente en los archivos diplomáticos y de las empresas extranjeras, confirma que la economía de México no se puede separar de su política. Sin embargo, la revelación más grande de todas ha sido la primacía del patrimonio social de México. Muy pocas historias nacionales tienen la complejidad del orden social preindustrial de manera tan evidente como en México: pocos, privilegiados, temerosos.

Una capa superior europea, los estratos medios mestizos, competitivos y vulnerables, y la masa de campesinos indígenas y jornaleros que sufre los abusos y guarda sus rencores. Este podría haber sido el caldero en el que Barrington Moore preparó su receta para los orígenes sociales del autoritarismo. Sin embargo, no fue así. Si los teóricos estudian sólo la evolución histórica y social de Europa occidental y Norteamérica, difícilmente tomarán en cuenta la complejidad étnica y racial que se encuentra en las sociedades latinoamericanas.

Volviendo a la pregunta original: ¿Por qué los mexicanos no mostraron su gratitud? La respuesta es paradójica. Todos los beneficios económicos que cruzaron la frontera norte de México también cargaban con sus consecuencias negativas. Como la experiencia de las empresas petroleras extranjeras lo muestra, los mexicanos intentaron comprometer a las fuerzas del cambio económico con una herencia social más fuerte que la propia modernidad.