• Raúl Picazo
  • 27 Marzo 2013
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Por: Raúl Picazo

Caminamos el centro. Vamos atados a nuestros sueños y nuestros enredos. Pocas veces miramos a los ojos. Tememos un encuentro. Lo buscamos. Miramos en tiempo presente, atentos al tropiezo, insomnes.

Esta crónica de Raúl Picazo nos somete a otro tiempo. Los ojos ya no miran de frente, buscan la luz cristalina del cielo. Descubren una cornisa, una figura, un ensueño macizo, un perro. Ahí estamos, contenidos, yertos, por fin mirándolo. Las preguntas están en el espejo: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿está nuestra historia contenida en las piedras? 

Perro de azotea

La realidad que el fotógrafo aprehende cuando camina por la calle es distinta a la de aquel que no intenta atrapar instantes. Una crónica apoyada en una cámara puede justificar espacios, pero no tiene la suficiente capacidad para recrear el mismo. Cuando ando sin cámara me muevo de un lugar a otro sin preocuparme de un objeto, el paso es más rápido y lo que me gusta lo guardo en la memoria personal; en cambio, la cámara produce otro andar, te obliga a detenerte, buscar el ángulo exacto de aquello que se guardará en una memoria diferente. Las fotos que aparecen ilustrando el texto tergiversaron la crónica que tenía escrita. Es por eso que todos los días me detengo a mirar al perro, ya no pensando en su historia, sino en la mía.

Las calles son espacios donde los sujetos se miran y  entienden, se rechazan y odian. La calle y sus casas, edificios, centros nocturnos, iglesias, cantinas, crean una liga intima con cada ciudadano: a uno le fascina el zócalo, a otro la catedral, a ella la fachada de una casona derruida. A él, un perro en el remate de una casa.

Los humanos proferimos amor a los animales, nos encariñamos con ellos y los hacemos parte de la familia, se les abre la puerta de  casa para que su presencia llene de luz los resquicios más oscuros. El cariño que el amo le proporciona al animal puede llevar a realizar una réplica del mismo y colocarlo en algún punto de la casa para no extrañarle cuando se haya ido. Esto es lo que pienso cuando veo al perro que se encuentra en el remate de la casa  ubicada en la 9 poniente esquina con 3 sur en el Centro Histórico de Puebla. Este perro es memorable porque impacta en su posición. Todo aquel que ha caminado por esas calles y que sabe observar, lo ha visto. Quizá se pregunten por qué se encuentra ahí, quizá pasen de largo sin hacer ningún comentario, pero estoy seguro que el perro los intriga.

Para el historiador José Orestes Magaña, la razón por la cual la  estatua del perro existe es porque la casona pudo haber sido en algún tiempo un lugar para menesterosos. Su antigüedad da opción a especular, escribir relatos fantásticos y recrear leyendas. Por eso, en  su libro 13 Casas y Lugares Malditos de Puebla, recurre a la ficción para contarnos que quizá la casona fue de un conquistador español afincado en Tepeaca, amante de los perros, los cuales ocupaba para atacar a los indígenas en la famosa práctica del aperreamiento. O la historia del judío desterrado de  España, el cual se instaló en dicha casona y con el dinero que traía pudo conquistar el corazón de los ciudadanos de la Puebla colonial. Pero su mala suerte lo llevó a ser condenado por la  inquisición después descubrir su verdadera ascendencia, así como los gustos culposos que lo llevarían al cadalso.  Pero lo más importante no es la historia de un desventurado personaje víctima de la Santa Inquisición, sino la de su esposa, que tras abrir los ojos después un sueño pesado y errumbroso, se encontró con la mirada de un perro, el cual  logró inquietarla para que lo siguiera. Ella lo siguió. El perro olfateó por la casa hasta que se decidió por una de las paredes y comenzó a rasguñar. La mujer entendió el mensaje y con una pala escarbó en el punto exacto donde dejó la marca de sus garras. La sorpresa estaba frente a sus ojos, debajo de el esqueleto de un perro, una olla atascada de monedas de oro.

Toda narración oral puede convertirse con el paso del tiempo en una historia de fantasmas. Casi siempre, al tener enfrente algo que no podemos comprender, nos entregamos a ideas nada concretas. Es por eso que lo primero que hice para acometer la historia fue asistir a la panadería donde se encuentra ubicado el perro  y realizar las preguntas básicas a cualquier sujeto que ostentara una autoridad. Pero como nada sabían, ni de los dueños de la casa ni de la historia del perro, me mandaron con los mariachis, una serie de locales que abarcan la mayor parte de la casona, ubicados sobre la 9 poniente. El cuarto a donde llegué era diminuto y un olor a humedad permeaba el ambiente. Un viejo sentado sobre un escritorio me recibió.


 “La verdad no sé. Desde que rentó esta casa, el perro ya estaba el perro, eso hace unos veinte años. De repente vienen niños a preguntar sobre la leyenda, pero les presto un libro. Tengo un libro de leyendas de las casas. La verdad aquí, dicen que espantan en la noche. Pero eso ya es otra historia.” Le agradecí la intención, le dije que me presentara el libro y que me diera permiso de subir a sacar un par de fotos desde la azotea. Se me quedó mirando con incredulidad. Me abrió paso cuando saqué la cámara. Entré a una segunda sala donde había objetos olvidados y sucios de polvo. Subí las escalinatas deterioradas y miré las paredes descarapeladas que no me hicieron pensar más que en los años de la edificación y en su posible derrumbe.

Me hubiera gustado llevarmelo a casa. Después de verlo a lo lejos, de pasar innumerables veces bajo sus pies, lo tenía frente a mí. La figura del perro rojo, erigido en una base que se abre en una grieta que le romperá la cabeza. No es de raza callejera. El animal posee una fuerza extraña que me atrajo. Al  tomar las fotos inventaba su pasado.  Tuve  ganas de decirle algo como si me escuchara. Sus ojos miraban a un punto indeterminado, estoy seguro que escondían algo más que la historia de miles de hombres:  historias de amor y muerte, de celos y  traición. Sus rostro impávido me hizo pensar que estaba frente a un perro real, que en cualquier momento sacudiría su pelambre y ladraría al cielo.

Los años que han pasado sobre la casa da muestra de una historia que solo los inquilinos saben, que solo aquellos que la han vivido en su interior pueden dar fe. Los fantasmas de la casa habitan sigilosamente.

La estatua del perro resiste el paso del tiempo, y desde la altura espera el regreso de alguién, por eso mira sin premura a lontananza. 

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