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El pasado 28 de junio se cumplió el centenario del asesinato por un nacionalista serbio del archiduque Franciscco Fernando, heredero del cetro Austro-Húngaro. Le siguieron cuatro años de una guerra infame que con sus millones de muertos en las trincheras europeas inauguró el siglo XX de la barbarie humana. Le siguieron 31 años de guerra mundial.

1914, el verdadero arranque de un siglo --diría Erik Hosbawm-- en el que la humanidad se especializó en su propia liquidación.

1914, el de nuestra propia barbarie en la más brutal de nuestras guerras civiles.

Parece difícil comprender el sinsentido de tanta muerte.Tal vez nos ayude la literatura.

Este texto fue tomado de la novela Un soldado de la gran guerra, editada en 1991 por el escritor norteamericano Mark Helprin (Nueva York, 1947) y publicada en español en 1996 por Ediciones B. En el largo relato de su epopeya, el personaje Alessandro narra en una carta a sus padres la vida cotidiana en la trinchera en la que se mataron por miles italianos y austriacos.

Sirva la literatura para intentar comprender nuestra historia.

 

Queridos mamá y papá:

Escribo muy de tarde en tarde porque, a pesar de que aquí no hacemos gran cosa, ese poco nos lleva la mayor parte del tiempo que disponemos. Mi existencia se parece en cierta medida a la de un guardabosques, de modo que podéis pensar que disfruto de relativa tranquilidad. Paso doce horas vigilando colinas y montañas, y el resto lo tengo libre. Al parecer, con todo el tiempo del mundo para reflexionar, tendría que escribir brillantes ensayos y cartas que vosotros leerías una y otra vez, pero no puedo. Aquí hay demasiadas tensiones y todo el mundo es desgraciado. De hecho, si alguna vez disfruto de un breve permiso me iré a Venecia para beberme tres botellas de vino.

Hoy he visto una cosa sorprendente. Estaba mirando por un telescopio hacia el sur, a través de la tormenta. Era por la tarde y la luz llegaba al noroeste. De pronto, sobre las trincheras, apareció una nube negra que cambiaba de dirección y se movía tan veloz como un aeroplano, pero su tamaño era el de un palacio. Culebreaba, caía, se elevaba y volvía a caer, reflejando la luz como si fuera de malla o lentejuelas. Era una nube de estorninos o golondrinas  que se alimentaban de los cadáveres que había en tierra de nadie, entre las dos líneas. Guariglia, que ha servido más abajo, asegura que se presentan cada tarde y se lanzan sobre los muertos. No sé qué pensar de todo eso, dado que resulta a la vez hermoso y grotesco.

Continuamente estamos esperando a que un <<asqueroso chinche>> austríaco surja de la nada, lance una granada, efectúe un par de disparos y clave su bayoneta en un pobre desgraciado que salga de las letrinas. Ese tipo de cosas hace que estemos en tensión las veinticuatro horas del día. Lo mismo sucede con las bombas. Entre ocho y diez estallan cada semana contra el Campanario, y nunca se sabe cuándo van a presentarse. Al estallar nos tiran fueran de la cama si estamos durmiendo, nos derriban al suelo si estamos de pie o nos obligan a levantarnos si estamos sentados. A estas bombas no les gusta lo estable. Lo vuelven todo del revés. El polvo se desprende del techo, las paredes tiemblan y los objetos caen al suelo.

En todo momento buscamos algún cañón que apunte hacia nosotros, pues al enemigo le encantaría disparar a quemarropa contra nuestras troneras, en una trayectoria casi plana; de este modo el proyectil chocaría contra las placas de acero y sería el fin del Campanario. Por eso, en cuanto divisamos un cañón corremos todos a dispararle con nuestros fusiles y ametralladoras, sacamos el mortero al patio, lo cargamos y les soltamos la artillería. Si lo que divisamos es que algún tipo de artefacto óptico, o un armazón de madera, damos por sentado que pretenden localizar anticipadamente las troneras a fin de situar ahí el cañón cuando anochezca de forma que respondemos con la misma celeridad. Si alguien pretendiese levantar una cruz allí, o ir a tender la colada, le lanzaríamos igualmente toda nuestra artillería, y es probable que nunca llegara a saber por qué.

Suelo disparar entre veinte y treinta cargas al día, lo cual explica quizá mi escritura temblorosa. Tampoco oigo muy bien. Dudo de que alguna vez pueda volver a la ópera, ya que apenas podía oírla bien incluso antes de que mi propio fusil me arruinara el tímpano del oído derecho.

Otra fuente de tensión es que aquí no disponemos de intimidad. La mayoría nunca ha tenido una habitación propia, como yo, y dado que nunca han estado solos, han aprendido a vivir sin reflexión ni contemplación. Por ejemplo, si yo estoy en una habitación con Guariglia, un talabartero romano, y me encierro en mis pensamientos, él lo nota, se siente incómodo, y hace todo lo posible para distraerme o para entablar una conversación.

La intimidad física tampoco existe por aquí. Lo mejor que uno puede hacer es irse a un almacén, donde sólo suele haber otros dos soldados concentrados en vigilar y disparar por las troneras.

A pesar de que no escriba a menudo o no tanto como solía, hay algunas cosas que me gustaría aclarar con vosotros, o al menos intentarlo mientras pueda. Tengo la impresión de que he vivido más allá del tiempo que me corresponde y que nunca volveremos a vernos. Yo no era así al principio, pero algo ha cambiado.  En cualquier caso, los permisos que consiga no serán lo bastante largos para permitirme ir a casa, y no dispongo de medios para avisaros con tiempo para que vengáis a encontraros conmigo en Venecia. Quizá pueda ir a casa por Navidad. No lo sé. De momento estamos más o menos a salvo. El último al que mataron fue a un muchacho que, al querer recuperar una pelota, se expuso al fuego enemigo en vez de aguardar a la noche. Uno nunca sabe lo que le puede pasar y ahora estamos esperando una ofensiva en cualquier momento. Me refiero a una ofensiva en la zona, ya que parece improbable que los austríacos avancen a lo largo de todo el frente. Aunque incluso eso es posible.

Ha llovido tan poco este verano, que el río va muy bajo. Solíamos salir de noche a nadar, y la última vez que lo hicimos descubrimos que en el lugar más profundo me llegaba a la altura del pecho. Eso fue hace unas cuantas semanas, en las que ha seguido la sequía, y la nieve ha dejado de fundirse en las montañas. Ahora el río baja tan seco que se puede cruzar por una docena de sitios; en cuestión de días se podrá vadear por cualquier lugar. Incluso aunque lloviera esta noche, sería demasiado tarde. Por eso os escribo.

He prometido varias cosas. Que lucharé bien, que intentaré conservar la vida y que me concentraré más en lo primero que en lo segundo, ya que la mejor forma de mantenerse con vida es actuar con decisión y arriesgarse. Me tienen sin cuidado las reclamaciones sombre el Alto Adigio, así que estoy luchando por nada; pero todos hacen lo mismo y ésa no es la cuestión. Una pesadilla así carece de justificación, pero hay que hacer todo lo posible por superarla, aunque eso implique jugar según las reglas. Imagino que una pesadilla es tener que seguir unas reglas absurdas por unos objetos que nos son totalmente ajenos, sin control alguno sobre nuestro destino, ni siquiera sobre nuestras acciones. Mientras pueda ejercer el control, haré cuanto me sea posible. Por desgracia, la guerra está regida sin orden y a azar, hasta el punto de que las acciones humanas parecen haber perdido su significado. No sólo están ejecutando a soldados porque desertan, sino que a veces los fusilan por nada. Creo que después de la guerra, durante mucho tiempo, quizás incluso para lo que queda  de siglo, las implicaciones de todo esto se reflejarán a través de casi todo, sin embargo, prefiero dejar este tipo de especulaciones para cuando vuelva a casa. Nos sentaremos en el jardín y hablaremos de todas estas cosas, porque, si vuelvo, quiero comprar de nuevo el jardín. Quiero arrancar todas las malas hierbas, reforzar el césped, podar árboles y convertirlo en todo lo que fue antaño. Dispongo de la energía, la voluntad y, por primera vez en mi vida, la paciencia necesarias.

Quiero decirles a todos cuánto os quiero, a todos, y lo mucho que he descuidado a Luciana, aunque me enorgullezco de la hermosa e impresionante mujer en que se ha convertido. No os preocupéis por mí, independientemente de lo que ocurra. Aquí estamos nerviosos, pero no asustados. De una forma u otra, todos hemos escrutado en el fondo de nuestras almas y nos sentimos felices de morir si es necesario. Solo me queda deciros que os quiero.

Alessandro.