• Verónica Mastretta
  • 23 Enero 2014
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Por: Verónica Mastretta (Foto de Raúl Gil Mejía)

La ventana junto a la que desayuno da a campo abierto. Al fondo del paisaje se ven  los volcanes, y muy cerca, junto a un pequeño lago, hay unos viejos álamos a los que hoy en la mañana llegaron a posarse tres enormes halcones.  Después de un rato de quietud,  remontaron de nuevo el vuelo en busca de una presa, proyectando sus sombras aguerridas y rápidas sobre el pasto seco. Bajo la ventana hay un estanque y muchos árboles poblados de una gran variedad de aves, acogidas por el follaje y el manto protector del agua cercana. Un barullo y revoloteo de alas se desató entre ellos ante las  amenazadoras siluetas de los halcones, que en cada vuelo circular se acercaban más al nutrido y agitado grupo. El espectáculo se fue volviendo cada vez más tenso; las aves, entre ellas las palomas, buscando refugio entre el follaje o huyendo del cerco cada vez más peligroso, ávido y feroz  de los halcones.   Los gorriones suelen defenderse en equipo, las palomas, en esta época, no andan en grupos ni en parejas; tienen que defenderse solas confiando en que su vuelo veloz y zigzagueante las pueda librar de las garras de sus depredadores. Y ahí entran los sentimientos encontrados. Los que estamos en la mesa miramos nerviosos el drama proyectado contra el cielo pálido y frío: sabemos que el halcón necesita comer, por otro lado, no quisiéramos que ninguna de las aves que acompañan  nuestro  diario vivir con su ajetreo, sus trinos, sus colores, resulte cazada. Uno de los halcones pasa tan cerca del vidrio que logramos verlo en todo su tamaño, fuerza y esplendor; las plumas rojas de la cola, con la mirada aguda clavada  sobre una paloma y las garras abiertas ya casi sobre ella. Presa y halcón desaparecen  de nuestra vista, para reaparecer  antes de estrellarse con un ruido seco contra el cristal lateral de la ventana, que en un juego de espejos parece no existir. Caen junto a la puerta. La paloma está muerta ya. Yo, como buena cobarde, me tapo la cara. No quiero ver la muerte, menos verla así, después de la lucha heroica desplegada ante nuestros ojos. El cuerpo del halcón da señales de vida, se mueve con la respiración. Una de mis hijas se acerca a verlo y me dice que está vivo. Yo me atrevo a asomarme y veo de cerca sus ojos cerrados, el pico curvo y afilado, su respiración jadeante y la paloma muerta a su lado. No hay sangre en su cabeza, ni tiene ninguna herida aparente. Sigue respirando lentamente. Nos alejamos para evitar que se estrese al oírnos, olernos, sentirnos. Ellos vienen de otro mundo, en donde vivir o morir es cuestión de segundos, en donde la sobrevivencia depende totalmente de los instintos. No son animales estúpidos y domados como lo somos los humanos de las ciudades, que adquirimos la comida en los mercados, en los escaparates de un refrigerador, en donde la carne que se nos ofrece ha sido desangrada, para presentarla ante nuestros ojos desligada de la violencia de la muerte, sin cabeza, sin patas, sin ojos, sin el rastro de que ahí hubo una vida sacrificada para  que nosotros podamos vivir.  Admiro al halcón y a su presa, tirados a mis pies. Ellos están integrados a la naturaleza de manera total y siento que valen más que yo. Un rato  después el halcón recupera el aliento, y ante la percepción de la presencia humana, emprende el vuelo con las garras vacías. Un rato después salgo a buscar a la paloma para enterrarla debajo del rosal. Quizás sus huesos se conviertan en rosas. Ya no la encuentro. El halcón regresó por ella. Su muerte ha valido la pena y la cadena de la vida, sigue. En el piso, una gota de sangre escarlata es la única huella de su breve paso por la vida.    

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