• María Antonia Yanes*
  • 04 Diciembre 2014
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 Todos los jueves durante dieciocho años asistí al taller literario que coordinaba Vicente Leñero. Él era  el primero en llegar, muchas veces nos esperaba, tenía la costumbre de ser puntual. Fumaba, tomaba café y leía con la atención de un cirujano los textos de sus talleristas.  

 

“El que no crea que deba corregir sus textos, no tiene nada que hacer  aquí”,  decía cuando nos defendíamos de las críticas que caían como dardos al ego del lector. Él fue un maestro en el arte de enseñar, no porque te dijera cómo hacerle, no porque te diera alguna receta o tip alguno. Tenía la habilidad de hacerte creer que tu trabajo era muy bueno pero que tenías que volverlo hacer. De eso te dabas cuenta ya en tu casa cuando veías los comentarios escritos con pluma fuente.

 

Con él  aprendí  a romper textos, a tachar frases, a escuchar con la paciencia de un adolescente la crítica a mis textos. La dinámica siempre fue el llevarlos en fotocopias para todos los integrantes --éramos como catorce.  

 

“La urgencia de escribir es lo único que los debe traer aquí”, nos repetía incesantemente. No todos teníamos ese oficio aunque sí esa urgencia, que al volverse frecuente representaba un reto. Aprendí a no confiar en la inspiración y a domar los momentos aciagos de escribir sin sentir esa urgencia.  

 Vicente tenía el rigor  de quien busca lo certero, lo verdadero. Lo único.

 

  Como  supongo hacen los amantes,  nos veíamos sólo los jueves. Pocas veces los del taller tuvimos algún encuentro fuera de esas largas tardes en las que leíamos guiones, novelas, cuentos, teatro. Eso sí, no se incluía la lectura de poesía, “Eso sólo los verdaderos escritores”, comentaba. Llegó a llevarnos algunos de sus  textos para que se los criticáramos --casi siempre fueron cuentos--, pocos tuvieron la osadía de hacerlo.

 

  Vicente nunca nos cobró. Cada sesión había que dar cien pesos que se usaban para la comida de fin de año, en la que bebíamos y pedíamos lo que se nos antojara. Una vez juntamos para un retiro literario de tres días, en el que leímos hasta hartarnos.    Después de nuestra comida navideña  nos íbamos a leer, ya muy entrados en copas, tratando de guardar la compostura. Al llegar al lugar del taller,  todos los años,  Vicente colocaba  unos atados  de libros escogidos por él que sacaba de su biblioteca. Así conocí a Sandor Marai, me encontré con el manual de redacción de Vivaldi y con libros de autores desconocidos y conocidos para mí que eran su regalo. Vicente me dio mucho más que eso, ojalá logre tener algún día su humildad, su compromiso, su valor humano, su rigor académico, su inconmensurable generosidad.

 

  Murió hoy miércoles tres de diciembre, yo quisiera detener las horas que pasan sin permiso para anunciar un  jueves  en el que  él ya no estará.

 

*María Antonia Yanes dramaturga, directora de casting, productora de teatro, cine y televisión. Su obra Sólo los miércoles  se estrenó en el Teatro Helénico de la ciudad de México en el 2012.  

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