• Emma Yanes Rizo
  • 28 Enero 2016
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La casa parece un castillo. Ocupa casi la mitad de Zaragoza, entre Pedro Moreno y Violeta, en la colonia Guerrero. Construida con cantera rosada, pulida, tiene también un ventanal inmenso, arriba de la puerta principal de madera tallada, con su marco de piedra en forma de estrella. Hay dos torres en los extremos, con sus ángeles labrados y  arriba de cada una de ellas  unas flores también de piedra acentúan su parecido con un castillo. Tiene ocho balcones que dan hacia Zaragoza; el escudo en el balcón del centro indica que es el principal. En la torre derecha, otro vitral inmenso alarga la vista.



Hoy la casa está en ruinas…

Hoy la casa está en ruinas. Dicen los vecinos que a menudo se ven fantasmas del Escuadrón 201; que el general Urquizo (quien fuera secretario de la Defensa Nacional durante la Segunda Guerra Mundial) se pasea solitario por su estudio, vestido con un saco de dril blanco lleno de medallas y con su pantalón negro. Cuentan también que, en la noche de muertos, suele aparecer de repente un hombre moreno con un puro en la boca, vigilando la casa. Dicen que su imagen es muy difusa pero que, a diferencia del general Urquizo, no recuerdan que haya vivido en esa casa. Diariamente conviven con los fantasmas de seis familias, o mejor dicho, seis familias conviven con esos aparecidos. La que fuera la casa del general Urquizo es hoy una vecindad.

Las escaleras de piedra, con azulejos entre escalón y escalón, están rotas en diferentes partes. El pozo que antes adornaba el patio se usa como covacha. La sala comedor hoy es un patio donde las familias cuelgan la ropa. Alrededor del patio, en lo que antes correspondía al estudio, la sala de estar, el despacho, están los seis cuartos que utilizan como viviendas los nuevos habitantes.

Las damas caían a sus pies.

El tortas vivía en una vieja vecindad de Pedro Moreno. Era un pasillo largo, oscuro y estrecho, sin patio. Los cuartos estaban a los lados, uno por vivienda y con baño común. El padre del Tortas era albañil. Siendo ocho de familia, la mitad dormía en el tapanco y la otra mitad abajo, en el cuarto. “El Tortas era mi vecino, pero yo vivía en un edificio. Le decíamos así porque su familia tenía un puesto de tacos y el Tortas todo el tiempo hablaba del maldito puesto. Decía que no se sacaban buenos centavos en el Martínez, en el mercado: que por mala suerte no habían conseguido el permiso para seguir teniéndolo”.




Las damas caían a sus pies en el Salón Los Ángeles…

El Tortas traía pleito casado con quién sabe cuántos por conseguir un lugar en La Lagunilla; pero la verdad es que el negocio se iba para abajo porque sólo a la madre del Tortas le interesaba atenderlo. El padre trabajaba en el norte de la ciudad, en la construcción. Y el Tortas prefería sacar monedas de una manera más divertida. En su vecindad vivían algunos soldados y la empezó a rolar con ellos. Pronto el Tortas aprendió a vender la grifa, la juanita que les compraba a los soldados, a los juanes, en cajetillas de cigarros. El Tortas era un muchacho inteligente, despierto. A los 16 años, en 1946, se las sabía de todas todas. Cómo tratar a los soldados, cómo llevarse con las mariposillas del barrio, como rolarla con los conejos, cómo sobrellevar a los jefes. La rolaba bien, digamos. Y además era actor. “El Tortas era el que mejor sabía hacerla de nosotros –me cuenta un hombre de aquellos tiempos--. A veces lo buscábamos por toda la colonia y no lo encontrábamos, después llegaba y nos decía hasta lo que habíamos comido. Sabía hacerla. A veces se juntaba con los conejos del Manos de Seda, en Pedro Moreno y Héroes. El Tortas no era marica pero se vestía, le decían la “Lulú” se metía al baño de mujeres y mientras las señoras entraban a hacer sus necesidades, él les arrebataba la bolsa por debajo de la puerta y se la daba al Manos de Seda, que lo esperaba afuera del baño. Luego, cuando la señora salía, la Lulú empezaba a pegar de gritos diciendo que agarraran al ladrón. -Sí, él fue –gritaba la Lulú, señalando al que mejor le parecía. Y le hacían caso. No era de ninguna pandilla pero la llevaba bien con todas. Sabía hacer las cosas solo.”

 Además, también sabía enamorar a las muchachas. “El Tortas no sólo les gustaba a las putas. Les gustaba a todas las mujeres; y es que sabía bailar muy bien y además era actor. Cuando el Tortas tenía a las muchachas bien pegadas a su cuerpo, les cantaba al oído las mismas canciones que Jorge Negrete a Araceli, en aquella serenata de la película Canaima. Las damas caían rendidas a sus pies”.

Infante y Negrete estaban de moda. No había mujer que resistiera la tentación de un hombre que cantara parecido a ellos. Muchos trataban en vano de imitarlos y pocos, como el Tortas, cantaban bien. Pero además de las mujeres, el Tortas tenía otra ilusión: llegar a poner una tortería en La Lagunilla; por eso andaba en el negocio de los cigarros. Por eso y porque no tenía dinero. Los viernes era frente al Tenampa, en Garibaldi, sábados y domingos en el cine Alameda y en el Venecia, a la salida, y los lunes en el Salón Los Ángeles. En Garibaldi, además de cigarros, para despistar a la policía vendía dulces, toques eléctricos y de vez en cuando acompañaba a los tríos. Lo querían bien. Había encontrado un buen sistema para vender la grifa, siempre en contacto con los soldados, los rasos de la vecindad. Todo dependía de la marca de los cigarros. En los Amapola, que valían cinco centavos, tres de los cigarros tenían mariguana y el precio aumentaba a cincuenta centavos; en los Casinos y los Campeones, con un precio normal de diez centavos, con igual cantidad de mariguana el precio pasaba a sesenta centavos. Seguían los Belmont, que de veinticinco centavos pasaban a un peso. Y después los Montecarlo, que de treinta centavos llegaban a uno con veinte. Finalmente estaban los Chesterfield, normalmente de cincuenta centavos, que salían un peso más caro si eran especiales. En realidad todas las cajetillas tenían casi la misma cantidad de mota, sólo que el Tortas sabía repartirla de tal manera que hacía pensar a quien compraba las mejores marcas que sus cigarros tenían una cantidad mayor. Simplemente todos traían mota repartida, cosa que no pasaba con los otros. 



La mota en los Casinos…



Vida cotidiana en la colonia Guerrero, en la esquina de Mina y Zarco.

El Tortas sabía cómo y cuándo. La mariguana estaba mucho más penada en esa época y quienes consumían eran discretos.

En el Tenampa sólo vendían cigarros baratos. Frente al cine Venecia, en cambio, en donde aún existía la división entre plateas y gradas (a plateas iba la clase media, a las gradas el populacho), el Tortas vendía Montecarlo y Belmont. Siempre había cerca de él, aunque el Tortas lo ignoraba, algún raso que cuidaba que no lo atacaran. Los compradores del Tortas eran viejos clientes de los juanes; sin embargo, los soldados no se arriesgaban, y tenían al Tortas de conecte. De este modo, además del dinero que les soltaba el Tortas, los juanes recibían después dinero extra, por parte del cliente. Por lo demás, los juanes contaban con varios muchachos como el Tortas, colocados en distintos cines y cabarets, que, claro, no se conocían entre sí. Y los juanes, a su vez, trabajaban para otra persona.

Sin problemas, el Tortas trabajó durante un año con los juanes. Pero los negocios son negocios, y en 1948 uno de los rasos le ordenó que aumentara la cantidad de mariguana en los Belmont y los Montecarlo. El precio de venta seguiría siendo el mismo, pero los juanes recibirían una cantidad mayor de dinero. El Tortas, claro, se negó.

Después de una golpiza, abrió los ojos y se encontró de pronto, sin acordarse cómo había llegado ahí, en un cuarto oscuro y rodeado por cuatro hombres, que no conocía. El lugar olía a ratas y a humedad. Por todas partes había cajetillas vacías de cigarros. Eran los cigarros del Tortas. En ese momento comprendió que desde hacía tiempo formaba parte de una red de narcotráfico.

Después de ofrecerle agua y algo de comer; el más robusto de los cuatro, quitándose el puro de la boca, le explicó que ahora vendería muchos más cigarros que antes. No dijo más; se paró y se fue. Los otros tres hombres se encargaron de llegar a un acuerdo con el Tortas; y lo sacaron de ahí sin que supiera en dónde había estado.

Desde entonces se amarraron al Tortas. Para empezar le “regalaron” dos kilos de marihuana, de los que no tendría que rendir cuentas. Y le prometieron ayudarle a su jefa en los del puesto: le ofrecieron uno en La Lagunilla.

El hombre del puro en la boca –lo supuso después el Tortas- era Tony Espino. Y la casa en donde lo conoció la del general Urquizo, que quedaba a la vuelta del a vecindad.

 

Se le calentó la cabeza

Antes de que la policía descubriera el error de José Antonio, la gente del lugar comentaba los gritos que la noche anterior se habían oído en la calle de Magnolia. “Ora sí, ratito maricón: ya estuvo bueno”. Después se escucharon los alaridos de José Antonio, al que en ese momento le perforaron el estómago con un pica hielo. El asesino dejó a su víctima a media calle, no le robo un centavo.

La poli a llegó a Magnolia a las seis de la mañana. No hubo necesidad de investigar mucho. De una de las vecindades salió el Sábanas, un muchacho de 16 años, cargador de La Lagunilla para más datos. Se abrió paso entre los que rodeaban el cuerpo de José Antonio y dijo:

--Yo fui. Le di en la madre por roto.

Al hacer su confesión, el Sábanas no estaba ni borracho ni drogado. En un principio al policía no supo qué hacer; se diría que la confesión desordenaba la escena. Eran tres policías y los rodeó la gente del Sábanas. Uno de los policías sacó la pistola y empezó a tirar al aire, pero la gente no se movió. El Sábanas, que estaba afuera del círculo, volvió a hablar, ahora dirigiéndose a su gente.

--Ya estaba harto de que ese roto se jodiera a las chamacas de por ahí, en su méndigo Packard, y que no les pagara el rato.

El cuerpo de José Antonio, hijo del industrial de la fábrica La Palma –ahí mismo en la Guerrero-, seguía en el piso. La sangre se había secado en el pavimento.

Después se sus últimas palabras, el Sábanas corrió hacia su vecindad y los policías, a tiros se abrieron paso entre la gente. Cerraron la calle, primero, y después cercaron la vecindad. Pero no era necesario tanto alboroto. El Sábanas se dejó detener.

 Desde entonces a Cirilo, que era el verdadero nombre del Sábanas, lo recuerdan en el barrio con ese apodo. “El chisme del asesinarlo de Magnolia corrió pronto. Y todavía vi el escándalo. Cuando miré al asesino no podía creerlo. Era delgado, chaparrito, con buena cara. Su hermana trabajaba de parada, en San Juan de Letrán; creo por eso se le calentó la cabeza a Cirilo. Hasta me dio pena cuando lo subieron a la patrulla”.

Esto pasó a principios de 1948.

Cirilo estuvo seis meses en la cárcel. Nadie podía creer que saliera tan rápido, y se volvió un héroe para Magnolia.

Pero las cosas tenían su explicación.

En el momento en que el Sábanas pisó la cárcel ya iba forrado con la mariguana que tenía que vender adentro. Los mismos policías se la habían dado. Además, estaba amenazado de muerte: consideraban que si había matado con tal impunidad a José Antonio, de paso podía asesinar tranquilamente a un tal Coco, considerado como un narcotraficante peligroso. Para el grupo al que pertenecían los policías a cambio estaba, claro, su libertad. Y el Sábanas ganó la partida. “Nunca se supo bien a bien por qué salió el Sábanas de la cárcel. Según lo que salió en los periódicos, él dijo que había matado al otro tipo en defensa propia. Bernabé  Jurado, al que le decían el Abogado del Diablo, no sólo logró que lo declararán inocente, sino también que lo pusieran en libertad”.



Bernabé Jurado, El Abogado del diablo.

 

De él escribió Carlos Monsiváis:

 

“El abogánster es un término de la década de 1940 que califica a un personaje devastador, bastante menos excepcional de lo que se pensó. El arquetipo, Bernabé Jurado, de vida en el mejor de los casos tumultuosa, disfruta de una “fama-prontuario” de leyendas acumuladas: en un descuido real o inducido de los empleados distrae del expediente un documento comprometedor y se lo come, paga testigos falsos, patrocina torturas que desembocan en la confesión de inocentes, anda siempre con un amparo en la bolsa, golpea salvajemente a sus compañeras, es la imagen del influyentazo, el abogado penalista de la ciudad de México, al que nadie le informó nunca de la existencia de los escrúpulos. De Jurado se desprende la representación demencial del poseedor de un título universitario que desconoce los límites porque las leyes, al radicar con demasiada frecuencia en su interpretación o en la confección mañosa de los expedientes, a eso se prestan, a verse calificadas de papeles ajustables a la voluntad del más hábil. Téngase en cuenta el papel en el imaginario colectivo de los abogánsteres y los abogados huizacheros (por el árbol espinoso que usan los curanderos indígenas) que engañan con la suavidad de los falsos chamanes. ‘Su problema tiene arreglo, señora, su hijo sale pronto, sólo que hace falta un anticipo’… Mi estimado picapleitos, se vio usted muy mal resolviendo el caso por la buena.”

 

 

 

Ese abogado estaba muy relacionado con Tony Espino, quien por entonces --además de dedicarse al narcotráfico-- era guardaespaldas de políticos de alto nivel. Varios elementos de la policía estaban en su red, entre ellos los que le habían propuesto al Sábanas el asesinato. Saliendo de la cárcel, el Sábanas se puso a las órdenes de Tony Espino e ingresó a la Comisión Federal de Seguridad, recién constituida. Y a Magnolia regresó como héroe.

 

 

 

La cachucha y las caricias

 

“Yo soñaba con ser un pachuco, un gran castigador como Tabaquito, el de Tongolele. Ese Tabaquito era feo, flaco, débil, pero tocaba muy bien el bongó y las muchachas se morían por él. Así quería ser yo. Por eso me decían Tabaquito. Y que yo no andaba nomas con las muchachas que le ponían para padrotear, a mí me gustaban las mujeres de verdad. O sea, las putas de la Roma y no las de la Guerrero. Las de la Roma se vestían bien, eran güeras de las que se usaban entonces. Pero cobraban quince pesos el rato y yo no tenía monedas”.



Como el Tabaquito, el esposo de Tongolele…

 

Tabaquito tenía 16 años en 1948, pero desde los 12 había empezado a andar en cabarets. Sobre la calle Guerrero había un cabaret en cada cuadra, y junto su hotelito de paso. Los más famosos eran el Olympico, el Moctezuma, el Jardín, el Camelia, el Aximba. La entrada era gratis; sólo se pagaba el baile y el pomo. Esos lugares eran considerados de tercera y no había espectáculo. Primero tocaba un conjunto de música tropical; se bailaba rumba, guaracha, danzón, el boogie-boogie. En el intermedio ponían la sinfonola. Agustín Lara, Pedro Infante, Jorge Negrete, Los Panchos. Después seguía el baile. El chiste era conquistarse a la muchacha durante el baile para que después cobrara menos por el rato.

El cabaret favorito del Tabaquito era El Jardín.

—Ahí les caíamos bien a las putitas. Nos regalaban piezas y nos daban chance de escondernos en el baño cuando llegaban los inspectores.

En El Jardín, uno de los pachucos más respetados era el Güero. En cuanto entraba comenzaba el alboroto entre las putillas. Se peleaban por bailar con él. Usaba pantalones bombachos de casimir –con su bastilla de siete centímetros y la valenciana bien pegada al tobillo—, zapatos de dos tonos y saco de hombreras grandes, era casado y su mujer le planchaba el traje para que se fuera a bailar.

Tabaquito tuvo problemas con el Güero y tuvo que dejar de visitar El Jardín.

—A mí me gustaba una tal Caricias, una ñora que me enseñó de todo. Empecé a cachuchear muy seguido con ella, pero era una de las viejas del Güero y ahí empezó todo el lío. Esa babosada cambió toda mi vida.

Cuando el Güero se enteró, siempre por boca de alguna rival, de que la Caricias andaba dando servicio de gorra, se armó el alboroto. El Güero no sabía a ciencia cierta quién era el que le estaba bajando la mujer, pero igual juró hacerlo polvo.

Para que Tabaquito pudiera cachuchear con la Caricias era indispensable que uno de sus cuates distrajera al cuico, el policía de la entrada, pero que también otro despistara al Güero. Flaco y chamaco como era, el Tabaquito se salía disimuladamente. Al rato se encontraba con la Caricias en un hotelito de paso donde él conocía al administrador. Ella era una mujer de edad, experimentada, fea por lo demás.

Una noche, después del último danzón, el Güero se acercó a la Caricias y, tomándola por la cintura, le dijo:

—No temas por ti, voy a matar a tu amante.

La Caricias no hizo caso. No era la primera vez que pasaba algo así, pero no pensó que el amante al que se refería era Tabaquito.

—Yo no sé cómo estuvo la cosa, pero a la noche siguiente, justo cuando iba a entrar al Jardín, un tipo me detuvo en la nada: era el Sábanas. Me dijo que no me preocupara por el Güero, que él ya se lo había madreado. Además, que cómo él era judas desde ese día yo podía entrar a los cabarets que quisiera sin importar mi edad.

Tabaquito no reconoció al Sábanas de inmediato, pero al fin se dio cuenta de que estaba hablando con aquel muchacho tan temido de Magnolia. Sintió miedo pero no se acordó. Pensó que todo era un cuatro, una trampa que el Güero le había tendido, pero aun así decidió seguirle la corriente.

--El Sábanas, bajita la mano, me obligó a invitarlo a mi cantón subimos a la azotea. Pensé que me iba a matar, pero por suerte no se trataba de eso. Me regaló unos cigarros Chesterfield y me dijo que me considerara un hombre con suerte.

Desde la azotea del edificio de Tabaquito, en Pedro Moreno, el Sábanas miraba --sin que Tabaquito le diera importancia-- el patio de la casa del general Urquizo.

 

El caballero del puro

 Nunca se supo por qué el general Urquizo abandonó la casa.

En 1946, recién terminada la guerra, la casa ya estaba deshabitada. El castillo era temido por los vecinos. Decían que aún llegaban cartas de madres que preguntaban por sus hijos. Más de uno contaba haber visto fantasmas de lisiados. Y era costumbre pasarse a la otra acera al cruzar por enfrente de la residencia.

Tabaquito vivía en Pedro Moreno y desde su azotea era posible meterse a la casa de Urquizo. Por eso el Sábanas había dado con él y le ofreció trabajo muy sencillo. Tenía que comprarle al Tortas las cajetillas de cigarros, llevárselas después al Sábanas –que los esperaba en su casa-- y por último entrar a la residencia desde la azotea.

La policía había empezado a sospechar de la casa de Urquizo y la banda Espino no podía pasar con la facilidad de antes. Fue por eso que recurrieron a Tabaquito. Con él tendrían garantizada la seguridad del edificio.

--Sólo por vivir donde vivía decidieron salvarme de las garras del Güero. Y no hacía nada del otro mundo. Le compraba una por una las Montecarlo al Tortas, que además ya me conocía por que éramos vecinos. El Tortas ponía luego otra cajetilla para que nadie notara que faltaba una y así nos pasábamos los días y las horas.

El 2 de noviembre de 1948 Tabaquito se llevó una sorpresa.

Había que entrar a la casa de Urquizo.

--Era noche de muertos. Había mucha gente en las calles; los niños estaban disfrazados de diablos, las niñas de brujas. Tronaban cohetes por donde quiera y con ese pretexto había tiras en todas partes.  En la venta ya nomás nos faltaban veinte cajetillas para llegar a quinientas y esa noche las completamos.

En la casa de Tabaquito esperaba el Sábanas, quien se había encargado, por su parte, de revisar las cajetillas una por una y de cerrarlas con el debido cuidado para que no se notara que habían sido abiertas. Con la mercancía se saltaron al patio de la casa.

--Cuando entramos ya no había muebles, sólo papeles tirados en el piso, cartas orinadas por ratas. Y también había ruidos. Nuestra tarea era acondicionar como bodega el pozo que estaba en el patio, para guardad ahí la grifa. Todavía faltaba por guardar mucho cargamento que teníamos que pasar desde el edificio.

Estando ahí, en el patio de la casa, el Sábanas invitó a Tabaquito para que  trabajara formalmente con ellos, con Tony Espino. Aceptó.

--Yo qué iba a pensar que mientras le compraba cigarros al Tortas, aquel hombre moreno que me veía insistentemente, el del puro, era Tony Espino. Eso lo supe después, ya que empecé a trabajar con ellos. Se puede acusar a Espino de lo que sea, pero era un gran hombre. Velaba por todos los que trabajan para él, y dicen que no había un solo conecte al que él no conociera personalmente de vista. Con sólo verlos sabía si había jale con ese o no. Tony Espino tenía mil ojos. El mismo vigilaba hasta la movida más pequeña. Parecía que podía estar en varias partes al mismo tiempo. Y lo que más impresionaba de él era que siempre andaba solo. El conocía a todos sus conectes y todos sus conectes lo conocían a él; pero los conectes no se conocían entre sí, más que en contados casos. El siempre andaba solo. Dicen que sus guaruras lo protegían a escondidas, pero nunca se supo.

Tony Espino caminaba con toda la tranquilidad por la colonia Guerrero, la conocía al dedillo. Bastaba con que él saludara a alguien en la calle para que ese alguien fuera respetado. Tony, tenía credencial de judicial. Su carrera delictiva empezó en 1940, cuando cerca del Hotel Ritz asaltó a una pareja de norteamericanos.

En 1945 ya era guardaespaldas de categoría: puros políticos de buen nivel. Poco después mató a una mujer, con quien no había llegado a un acuerdo después de haberle hecho un trabajito. Huyó a Cuba. Ahí trabajó en el Cuerpo de Seguridad del presidente Carlos Prío Socarrás. Se podía distinguir a Tony inevitablemente junto al primer mandatario cubano, y además se daba tiempo para el narcotráfico. En 1947, en La Habana, asesinó públicamente a dos miembros de un grupo enemigo. Regresó a México a finales de ese año. Los soldados que vivían en la vecindad del Tortas, en Pedro Moreno, eran conectes suyos. Supo cómo extender su red y para 1948 contaba ya con un fuerte equipo de ayudantes para cubrir su propio mercado.

El Tortas llegó a Tony Espino por la mota, con los juanes. El Sábanas, porque sabía matar sin escrúpulos. Tabaquito por el privilegio de vivir cerca de una de las bodegas de la banda. Tres muchachos, vecinos que nada tenían que ver entre sí, de ese modo quedaban unidos por algo cuya fuerza era superior a la de ellos juntos.

 

La casona, la leyenda

Moreno, robusto, siempre con un puro en la boca. Esa es la figura grabada de Tony Espino en la memoria de la colonia Guerrero. Lo recuerdan en cabarets, en cantinas, caminando por la calle de Zaragoza: solo, sin que nadie lo cuidara. Pero no es común encontrar gente que se preste a Espino. Todavía se temen los buscapiés de la policía --de los que hubo muchísimos cuando lo apresaron--. La casa de Urquizo y la calle de Zaragoza fueron vigiladas durante un buen tiempo. Después,  la residencia se convirtió en casa de huéspedes; y lo fue hasta que se descubrió que los supuestos dueños no lo eran. La casa quedó otra vez abandonada. Un poco después, las mismas familias humildes que la habían habitado cuando era casa de huéspedes decidieron que si no tenía dueño definido ellos podían serlo. Hoy sólo la madera tallada en la puerta, los restos del vitral y el escudo que adorna el balcón principal recuerdan los tiempos en que era propiedad del general: cuando la residencia era una de las construcciones más imponentes del rumbo, cuando la colonia Guerrero se jactaba de ser un barrio de ricos.

Pero ya entonces el castillo estaba en ruinas y se paseaba por ahí una silueta condecorada, vestida de gala. Acaso no sea la única. En 1960, cuando intentaba escapar, Tony Espino fue asesinado por los guardias de Lecumberri. La última vez que lo apresaron fue en 1956. En un hotelucho, El Intimo, mató a otro narcotraficante. Y hasta ahí llegó –o sólo cambió la crujía por esta residencia convertido en otra de sus leyendas.



En Lecumberri terminó sus días Tony Espino.

 

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