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Por Sergio Mastretta y Leopoldo Noyola


Este texto forma parte de la introducción del libro de historia testimonial del pueblo serrano San Miguel Tenextatiloyan, Oye olla, inédito, y que será publicado en capítulos en Mundo Nuestro a lo largo de las próximas semanas. Con él iniciamos una serie de crónicas sobre la vida de las comunidades de alfareros y ladrilleros en México.

     Ya no llueve, pero la niebla es densa y cubre desde la tarde el cuenco de monte que guarda San Miguel Tenextatiloyan. A la media noche el frío se aprieta contra las puertas y no hay un alma que se vislumbre en las calles. Cualquiera diría que el pueblo se ha fugado con los vientos de otoño a buscar otros campos, que sus alfareros se han dejado ir con la espesa bocanada negra que desprenden sus hornos.

     Pero están ahí, a la espera del firmamento adivinado. Y con ánimo de contar su historia.

     Es octubre, y antes de dos semanas será el día de muertos. Las ollas y los copales siempre encontrarán su lugar en los altares y camposantos mexicanos. Lo saben los alfareros, atados como están al calendario de los santos patronales. Y están inquietos por el humor del barro, sometido siempre a la caprichosa relación entre el sol y la niebla en la Sierra de Puebla. Ahora ya llevan tres días de lluvia fina y rigurosa sombra. Es hora de que escampe, pues ya tiene rato que cesó  el chipichipi. Por ello no dejan de mirar al cielo.

     Para entender lo que aquí ocurre, el ánimo extranjero debe escurrirse hacia los solares ocultos a sus ojos; en los patios encontrará  que las sombras perfiladas a la lánguida luz de las cocinas esperan con el corazón inquieto el antiguo brote de las estrellas, atentos a la variada densidad de la neblina, apartando los mantos más tenues, como si con las manos se descorriera el telón que encierra el firmamento; y descubrirá que las figuras no dejan de moverse entre las galeras que guardan la leña o el aserrín y esos cilindros de ladrillo rústico plantados en el patio, duros y requemados como el rostro de un viejo, apretados por corrales y tendederos, copeteados de vasijas alineadas en espiral por las manos artesanas, como si el sabio caracol de la naturaleza protegiera al horno con su concha.

     Fortino Alcántara descubre la primera. La ha visto desde niño, y vuelve a atraparla como lo hacía para su mamá hace más de setenta años, cuando la veía partir al amanecer con su atado de loza a la espalda, camino de Cuetzalan, a quince horas de vereda sierra abajo. Y no va sola, por aquí y por allá la niebla abre trozos inquietos con luceros que parpadean con la ilusión del alfarero. Es tiempo, le dice a Victoria, su mujer, muy atenta con un tizón encendido en la mano. Y allá va la lumbre, altanera contra la leña acomodada en el pequeño cañón al pie del horno. Pero poco a poco, con la certidumbre de que el calor va con el tiempo, que el barro es sabio y no confunde al calentón atropellado que lo estrella con la flama tersa que lo acaricia y lo cuece. Es la razón antigua que reconoce el amor viejo entre el barro y el fuego.

     Ha escampado. Aquí y allá en los solares del pueblo, el relumbrón de los hornos replica el firmamento estrellado en la madrugada. Es difícil encontrar una casa en San Miguel que no tenga plantado uno de ellos. Cualquiera de estas familias artesanas, cada una de ellas con su lucero, puede empezar a contar esta historia. 


    El valle de San Miguel: historia y memoria colectiva

     El amasijo montañoso que conocemos como Sierra Norte de Puebla es un enredo caprichoso de cañadas que desaguan el oriente del altiplano central hacia el Golfo de México. Los ríos Necaxa, Zacatlán, Zempoala y Apulco se nutren de una infinidad de arroyos y pequeños ríos que caen por saltos y quiebres desde los tres mil metros hasta la franja costera. Ahí, la sombra de los abismos guarda centenares de pueblos y aldeas que han dado forma a la vida serrana milenaria.  Zautla ya estaba ahí en 1519, cuando desde la costa soplaron por entre las cañadas los vientos que arrasarían con los mexicas, sus aliados de Ixtacamaxtitlán y sus rivales históricos tlaxcaltecas y toda huella aparente de los ancestros de todos, los olmecas.

     Visto desde el satélite, el valle de San Miguel Tenextatiloyan se planta casi al final de la enorme planicie que los mapas viejos denominaban San Juan de los Llanos,  en una cuña enclavada en el centro sur del macizo arrugado de la Sierra de Puebla, y está cercado por un lomerío que desde las alturas asemeja una figura humana sin cabeza que fuera a saltar la cañada profunda del río Apulco; un lomerío autómata que  intenta escapar del agobio de los cultivos de cebada en la helada y seca llanura que se extiende desde la loma de Los Oyameles al norte, hasta Libres y Cantona, en los extremos sur y oriental de esa comarca, para hallar refugio en las montañas serranas que en sus cimas y barrancos han socorrido a la alianza natural de los bosques templados de pinos y encinos con las selvas tropicales de helechos y ceibas. Hacia allá quisiera escapar San Miguel en su vallecito, trepado en un lomerío en fuga de la intemperie de la planicie, de la guerra florida del viento desde la certidumbre del espino, de la vista larga y alerta de las sierras nevadas; dejarse ir como escaparon los pueblos sabios y templados de la inclemencia de los dioses aztecas y de la avaricia y rigidez igualmente inclemente del dios europeo.

     Pero no se escapa si se vive en un corredor humano, el movimiento de la historia te amarra a la tierra.

     Ahí  ha quedado montado el pueblo, en un cuenco que bien honra las ollas que fabrican las manos artesanas desde hace más de cien años. Tenextatiloyan, contra la sonoridad alfarera de su voz, refiere a la existencia antigua y perdida de unas caleras. Pero los Comales, las ollas y las vasijas han salido de aquí como si fuera desde siempre, pues así  de viejo es el paso de los hombres en la ruta de la costa al valle de México, igual con los olmecas, los aztecas, los novohispanos. Tamemes y mecapales en los tiempos originarios, mulas y carretones –pero también tamemes y mecapales-- en tres siglos de dominio español y uno del México independiente, todos han pasado con el apremio disímbolo de la paz y la guerra por el vallecito calero, con su caserío apostado para seguir a Puebla por la vía de Libres o a Tlaxcala por la vía de la reseca cañada de Ixtacamaxtitlán. Posta en ese corredor humano, trasiego de trastes y cacharros. Primero es el ferrocarril a Teziutlán, para variar porfiriano, que por su vía angosta lleva y trae granos, mantas, maderas, tabaco, vainilla, ganado, acero y mudanzas humanas desde el balcón teziuteco que controla el comercio con la costa veracruzana. Y las vasijas de Tenextatiloyan. Después es la carretera federal, construida en 1937 por el gobierno cardenista para el orgulloso dictador poblano, el teziuteco Maximino Ávila Camacho, y que por Acajete enlaza a la ciudad de Puebla por la vía de Zaragoza con el centro norte –Zacapoaxtla y Cuetzalan—, y la sierra nororiental con su perla envuelta en niebla, Teziutlán. Cuando, con el nuevo siglo, la autopista deja de lado al vallecito, una nueva modernidad asedia la vieja ruta de las vasijas.

     Esta historia se cuenta para entender el proceso social que logró que siglos después de la pérdida de los dioses y las piedras un grupo de hombres y mujeres de la sierra recuperaran en San Miguel Tenextatiloyan la memoria de la tierra.

     ¿Cómo se fortalece un pueblo mexicano cualquiera? ¿Cómo en particular la del pueblo alfarero que aquí se presenta?

     Dos vías fracasan: la tradicional, la del Estado autoritario y su paternalismo alumbrado en el discurso del político en turno, la del Estado de los funcionarios que deciden y se gastan el futuro de los ciudadanos; y la natural, la de los ciudadanos que los resisten, la de los pueblos que los dejan decir y anunciar, la de las familias que toman lo que pueden y les dejan, la de quienes se dicen “de lengua me como un taco”  y regresan en silencio a sus casas después de que han escuchado al político resolverles su existencia.

     ¿Existe una vía alterna? El reconocimiento de la identidad histórica y cultural de los pueblos originarios, su construcción y asimilación a través de la memoria individual y colectiva puede ser partícipe de una vía distinta. Colaborar en esa búsqueda es nuestro punto de partida. 


 

La roca: en búsqueda del pueblo fortalecido

     De lejos, ya muy por encima del cañón del río Apulco, y desde la brecha que lleva de la cabecera municipal de Zautla al encierro de monte que esconde a Chilapa, apenas se adivina al fondo de la cañada de Ixtactenango, camufleada en la resolana, diminuta contra el paredón boscoso de la sierra, con sus filos cercanos a los tres mil metros. De cerca, ya cuando has cruzado el río por un puente construido en piedra en 1909 y has dejado atrás el poblado con la más antigua de las iglesias construida por los misioneros españoles e la región de Zautla en el siglo XVI, la Roca es una amenaza que te hipnotiza y atrapa. ¿Cómo produjo la naturaleza este paredón repentino y brutal que resguarda los primitivos ocotes y encinos? La Roca, como le llaman los vecinos en esa cañada oculta, da la dimensión de la Sierra de Puebla en sus territorios profundos: espectacular pero inasible en su geografía histórica, incomprensible para el ánimo aturdido de las políticas públicas frente a ese mundo originario que se resguardó en las montañas.

     Aislamiento y belleza. Incomunicación y pobreza. Se necesitan ojos nuevos, ideas distintas y sensibilidad antigua que no tiene el México urbano, moderno y retraído en el insomnio del progreso. En el camino de contar la historia de la alfarería encontramos otras formas de entender a los pueblos originarios de la sierra.

     “Ni yo, nacido en estas tierras, la conocía –dice el ingeniero Víctor Manuel Iglecias, presidente municipal de Zautla, ante la contundencia del granito-. Apenas en el 2008, ya trabajando en el Ayuntamiento, supe de su existencia”.

     Pero ahí está, rotunda y bella, coronada de pinos de cuarenta metros, casi apenada en su aislamiento.

     “Comunicación, capacidad de información –dice el presidente, experto en gestión para el desarrollo social--, esas han sido las principales carencias en la Sierra. Aquí siempre ha ido más rápido la información negativa que el mecanismo de comunicación verdadera, los políticos tradicionales son expertos en la manipulación, saben que la gente cree más fácilmente en la mentira que en la verdad. Tenemos valores y fortalezas, como esta roca, y eso es lo que puede motivar a la gente común. Y si queremos salir de la pobreza tenemos que asegurar que los planes de gobierno broten de la gente común, porque cuando ellos ven que son sus ideas las que se aplican, entonces su organización y movilización para mejorar sus vidas tienen la fortaleza de esa roca”. 


Chilapa: alternativas contra la marginación social y la depredación ambiental

     En la cima de la brecha que lleva a las comunidades Loma Bonita, Chilapa y Rosa de Castilla. Desde ahí se domina el territorio entero del municipio de Zautla y se identifican algunos de sus poblados: tras el lomerío, San Miguel Tenextatiloyan, con poco más de cuatro mil habitantes, el pueblo más grande de la región; y en su valle, las junta auxiliar de San Francisco del Progreso y las comunidades de San Isidro y Tijapan. Por el otro extremo poniente, en el cañón del río Apulco y setecientos metros más abajo, San Andrés Yahuitlalpan, con mil habitantes,  Contla, con otros 700, y Tlamanca, con poco más de 1200. En el centro, y sobre la ladera oriente de la cañada, el pueblo de Zautla, la cabecera municipal, que apenas alcanza los 600 habitantes, y Emilio Carranza, que con sus poco más de 1550 habitantes es la segunda en importancia. Y al norte, un buen número de pueblos, todos con menos de 500 habitantes: Tenampulco, Ocotzingo, Ixtactenango, Guadalupe Hidalgo, Juan Francisco Lucas.

     Se cuentan en el mapa 38 pueblos en Zautla, todos considerados, en términos del CONEVAL, como “pobres multidimensionales”. Interesante término de los sociólogos, que así lo explican: “son los hogares en situación de pobreza multidimensional conjugando la línea de bienestar económico, medido por el indicador de ingreso corriente per cápita, con la magnitud de carencias o privaciones sociales.” Así han quedado calificados los poco menos de 20 mil habitantes de Zautla, incluyendo a las familias alfareras de San Miguel, Emilio Carranza, Tagcotepec, San Isidro, San Francisco, El Tepeyac, Oxpantla. Son alrededor de 4100 familias en el municipio, de las cuales por lo menos dos mil se dedican a la alfarería. ¿Qué dirán de eso las estimaciones del CONEVAL?

     Chilapa está al fondo de una hondonada abierta por un arroyo cristalino que todavía recoge agua todo el año. Sobre la comunidad se cierran los faldones boscosos de una montaña que ha perdido sus añejos pinos, pero se ven muchos renuevos despuntando entre los encinos. “Antes esto estaba oscuro, lleno de bosque –dice el ingeniero Iglesias--, uno que otro pino alto queda, ya se los acabaron, todo eso que se ve son encinos, ya no es ocote, aquí se lo acabaron, y por eso se están yendo a otro lado. Esos bosques al sur no son de Chilapa, son de Acatacata y Ocotzingo, allá le están pegando los talamontes porque su bosque ya se lo acabaron”.

     El camino se desbarranca hacia Chilapa. Encontramos un camión de tres toneladas que bloquea el camino. El hombre nos observa en silencio, reconoce la camioneta del presidente municipal. Decide moverse. Cuando pasamos a su lado habla por radio con alguien, entendemos que a su gente, abajo en el pueblo. “Nosotros tenemos 95 radios distribuidos en todo el municipio –dice el presidente--, y la mayoría está en manos de las personas que participan en los grupos organizados de alfareros y productores de hortalizas en los invernaderos. Pero ya ve que no somos los únicos que entendemos que la comunicación es clave, ya también los talamontes se comunican así”. Y la comunicación les funciona: hace dos años entraron cuatro judiciales estatales con los que los talamontes suelen arreglarse; esa vez no se entendieron y su propósito era detener a un chilapeño; no lo lograron, troncos cortados sobre la brecha que lleva a la carretera federal les impidieron la salida; se sucedió una balacera y dos de los policías murieron acribillados cuando intentaban escapar por el monte.

     Arriba, en la cumbre, el sol de la media tarde pegaba directo. Aquí abajo el frío arremete sin discusión. Hombres y mujeres que vemos en la calle enfundados en chamarras y suéteres. Aquí no hay alfareros, pero los hombres no emigran tanto como en los pueblos de la zona baja, en la cañada del Apulco, aquí son leñadores, y no falta trabajo en la producción de carbón y en el corte de los ocotes. De hecho, una gran parte de las familias se dedican a la tala clandestina del monte. Hay dos muy rústicos aserraderos que fabrican huacales. Se cuentan por lo menos una docena de vehículos para sacar la madera, dos torton entre ellos.

     Vamos a conocer a un grupo de ocho amas de casa que se han organizado para producir hongos setas con recursos gestionados por el Ayuntamiento. Se puede pensar en ellas cuando se regresa al diagnóstico del CONEVAL: “La pobreza multidimensional se reduce incrementando el ingreso o disminuyendo las carencias, pero sólo la acción integral que aborde ambas dimensiones simultáneamente conlleva a la superación de la pobreza en el largo plazo, de aquí la importancia de asumir la acción integral”.

     En un galerón a pie de camino, en las afueras del pueblo, una mujer nos explica el proyecto de hongos. Los bolsones plásticos llenos de forraje y semilla cuelgan contra la oscuridad del techo y relumbran con los flashazos de las cámaras como fantasmas sorprendidos. Por sus costados despuntan las setas en borbotones petrificados. Están a punto de corte, así que mañana y tarde los riegan. Sacarán de tres a cuatro cosechas. “Es un pequeño invernadero que estamos cultivando --dice, nos apoya el ayuntamiento, y me da mucho gusto, nunca es tarde aprender cosas bonitas, se cultiva, se vende, así ya no talamos tanto árbol”.

     “Esa es la estrategia –dice el presidente Iglesias--: se hace la invitación general, los que quieran participar forman sus grupos y se les capacita. Si pasan la prueba de grupo organizado, es decir que no se desintegre, que participen en los talleres y en las actividades de trabajo, que participe por lo menos un setenta por ciento del grupo original, si pasan ese filtro, se les ayuda con la construcción y el equipo”.

     No va a ser fácil con los hongos zetas: el kilo se los pagan a ocho pesos, y si la producción es buena pueden cosechar cinco kilos al día. 40 pesos para una familia. Qué hacer cuando las bandas de los talamontes les obligan a venderles diez árboles, aunque sepan que cortarán veinte. Y no le preguntes a ninguno a cómo te compran y a cómo lo venden. Hasta esta pequeña aldea han llegado el mentado crimen organizado.

     “Hace treinta años era un monte oscuro, esto era una ranchería, casi no había ciudadanos, no había tala. –dice el presidente auxiliar de Chilapa--.Pero se abrieron las brechas, llegó poco a poco el comercio. Ora todavía hay madera, pero antes había mucha, la gente no tenía que salir fuera, ora por eso hay muchos albañiles, nos vamos a Zaragoza, a Puebla”.

       “Los que perjudican son los aserraderos –interviene su esposa--, ellos acaparan”.

     “Como dicen unos –sigue su marido--, quien tiene más dinero acapara más, ¿y los que no tenemos…?”.

     “Los que tenemos conciencia ya no talamos –dice la señora--, sabemos que estamos perjudicando al medio ambiente, sabemos que son arbolitos chiquitos, que ya no los podemos tumbar. Antes había mucha agua, este era un río enorme, ora ya nomás es un hilito de agua, sabemos que el día de mañana nos va a hacer falta, si seguimos talando el día de mañana se va a secar, ¿y qué va a pasar? Por eso queremos aprovechar esta oportunidad de producir hongos…” 


La ciudad rural de la fantasía

     En la construcción de una historia hay acontecimientos que marcan el derrotero de la identidad colectiva y la pertenencia grupal. En México han ido de la mano la planeación del futuro impuesta por el Estado y la resistencia natural de los ciudadanos a toda acción externa encaminada a transformar la realidad de los pueblos originarios. Por ello en esta historia de la alfarería en San Miguel Tenextatiloyan se reseña la experiencia fallida promocionada por el gobierno del estado de Puebla en el 2011. Rafael Moreno Valle se estrena como gobernador a la vieja usanza: “…pone en marcha los trabajos para la conformación del Plan Estatal de Desarrollo 2011-2017 y sentencia que está dispuesto a asumir el costo político que se requiera para darle a Puebla el lugar que se merece”, dice la nota periodística sobre el evento del 16 de marzo del 2011. Y anuncia la construcción de una “ciudad rural” en San Miguel Tenextatiloyan, el pueblo de nuestra historia. Y argumenta: “El proyecto servirá como una prueba piloto para combatir la dispersión poblacional, ya que ese factor provoca que Puebla tenga uno de los mayores índices de pobreza en el país” Y la información da detalles: la ciudad rural es una alternativa para concentrar a la población y reducir los costos que genera la dotación de recursos públicos en las localidades pequeñas. Cuesta lo mismo llevar servicios a 50 personas que a 50 mil. El proyecto pretende que los habitantes que estén a menos de cinco kilómetros de San Miguel se concentren en esa población y únicamente regresen a su lugar de origen para trabajar sus tierras.

     El 27 de abril siguiente, con plaza llena en San Miguel Tenextatiloyan, ambos con sus collares de flores al cuello, el gobernador Moreno Valle y el presidente de Fundación Azteca, Esteban Moctezuma, ponen en marcha el programa de “Ciudades Rurales”, anuncian la inversión de 200 millones de pesos y aseguran que será inaugurada en el marco de las festividades por el 150 aniversario de la batalla del 5 de mayo. El mandatario da nuevos detalles: con la ciudad rural, San Miguel pasará  de sus actuales cuatro mil habitantes a 15 mil; la concentración de la población y la construcción de vivienda irán acompañadas de la promoción de proyectos productivos, particularmente la producción alfarera. Un ejemplo de ello está en la gestión que Fundación Azteca ha hecho con la trasnacional Walmart, que comprará la producción de hongos seta y hortalizas a los campesinos de San Miguel.

     Para el 24 de agosto, cuando funcionarios del gobierno del estado y de Fundación Azteca presentan a las autoridades y representantes de grupos organizados en San Miguel y las comunidades de sus alrededores el proyecto de Ciudad Rural y su programa piloto construido en Nuevo Grijalva, Chiapas, los propósitos del gobierno de Moreno Valle hablan ya de que serán cincuenta las ciudades de este tipo que se realicen en el sexenio y que, para empezar, en la del pueblo alfarero se construirán 500 casas.

     ¿Qué se le dice a aquel que llega a rescatarte de la postración de la miseria con una propuesta así? El comentario de una mujer alfarera a lo expuesto por Fundación Azteca y la respuesta que le da el funcionario de esa empresa expresan con claridad las consecuencias de una propuesta autoritaria:

     Vecina alfarera de San Miguel: Lo que nos expuso usted se ve muy bonito, buena urbanización, buen servicio, tienen todas las comodidades que nosotros aquí no tenemos. Pero eso se los dieron a personas del estado de Chiapas, donde no tienen trabajo o porque las lluvias se llevaron sus viviendas, qué se yo. Pero nosotros aquí en San Miguel contamos, gracias a dios, con un trabajo aunque sea pesado, rudo, con poca validez de precio, pero sí tenemos con qué comer. Y mi duda con esas viviendas, en el caso mío personal, si a mi me llegara a tocar una casa así tan hermosa, mi pregunta es… a dónde pongo mi horno, porque nosotros igual que los chiapanecos, nuestro trabajo se maneja con leña y la lumbre sale haga de cuenta al tamaño de este techo, entonces si las viviendas nos las ponen tan juntas como ahí vimos, pues nos vamos a quemar. Y disculpen si mis palabras les resultan ofensivas, porque no somos gentes preparadas, no fuimos a la escuela, pero tenemos el derecho de opinar, y si el gobernador Moreno Valle que ya vino y vio nuestros hornos, pus bueno, llévenle nuestro comentario, todos aquí tenemos nuestro terrenito para que nos haga nuestra casita, aunque sea un cuartito, mi horno allá, mis burros acá y no estemos juntos, porque, nos vamos a estar quemando.

     Funcionario Fundación Azteca: Esto es parte de la gran pluralidad que existe… Qué hicimos en Chiapas, los llamados fogones ecológicos, están afuera, como ve usted el traspatio tiene una extensión de 240 metros cuadrados, algo extraordinario. Hay tres modelos de estufas conocidas, paxari,  lorena y justa mejorada…

     Vecina alfarera de San Miguel: Mire, es que usted debe saber que nosotros somos alfareros, y yo me refiero a los hornos con los que producimos nuestras ollas… 



Memoria del barro

     Hasta dónde llega la memoria colectiva. ¿Puede la historia oral, fundada en los recuerdos individuales, subjetivos, casi inmateriales, convertirse en una figura completa y coherente, como una vasija de barro que cumple sin duda con su cometido doméstico? ¿Hay un recuerdo del primer artesano que buscó el barro en el monte? ¿Reconocen en San Miguel al primer diseñador de hornos de ladrillo para quemar comales? ¿Los diseños florales que adornan una olla molera vienen de una mujer con nombre y pueblo definido? O dicho de otra manera: ¿cuáles son los hechos en nuestra historia? ¿Tenemos fechas que registran acontecimientos? ¿Los testimonios de los alfareros identifican algún “momento histórico” que remita a una secuencia particular del proceso de San Miguel?

     ¿Puede esta memoria construir la identidad de un pueblo?

     La brecha que hoy lleva a la ladera poniente del valle de San Miguel, más allá del pueblo de San Francisco del Progreso, fue en un tiempo una simple vereda por la que transitaban los burros cargados de costales con ese lodo espeso extraído a golpe de pico entre las raíces de los ocotes. La memoria sigue la pista del barro de los artesanos: es espesa, densa, chiclosa en el monte, es tan fuerte que se vuelve inasible; pero en el reposo del patio de secado, confundido en el día a día de las familias, entre el correteo de niños y gallinas, entre las angustias e ilusiones enredadas con el peso de los hábitos, el recuerdo se vuelve terrones a la espera de la molienda que los convertirá en polvo fino;  ya en la mesa alfarera, con el barro convertido en masa moldeable, las manos elaboran las remembranzas y la vida propia puede reconstruirse como si brotaran de la loza misma que producen lo artesanos. Esta historia, hecha con los jirones de memoria alfarera, es lodo espeso, terrón reseco, polvo invisible, masa imaginada, y empieza ahí, en los pesados paletazos que cargan las carretillas  a retazos para llevarlos a los innumerables hornos en los solares alfareros.