• Sergio Mastretta y Leopoldo Noyola
  • 17 Enero 2013
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Por Sergio Mastretta y Leopoldo Noyola


Este texto forma parte de la introducción del libro de historia testimonial del pueblo serrano San Miguel Tenextatiloyan, Oye olla, inédito, y que será publicado en capítulos en Mundo Nuestro a lo largo de las próximas semanas. Con él iniciamos una serie de crónicas sobre la vida de las comunidades de alfareros y ladrilleros en México.

     Ya no llueve, pero la niebla es densa y cubre desde la tarde el cuenco de monte que guarda San Miguel Tenextatiloyan. A la media noche el frío se aprieta contra las puertas y no hay un alma que se vislumbre en las calles. Cualquiera diría que el pueblo se ha fugado con los vientos de otoño a buscar otros campos, que sus alfareros se han dejado ir con la espesa bocanada negra que desprenden sus hornos.

     Pero están ahí, a la espera del firmamento adivinado. Y con ánimo de contar su historia.

     Es octubre, y antes de dos semanas será el día de muertos. Las ollas y los copales siempre encontrarán su lugar en los altares y camposantos mexicanos. Lo saben los alfareros, atados como están al calendario de los santos patronales. Y están inquietos por el humor del barro, sometido siempre a la caprichosa relación entre el sol y la niebla en la Sierra de Puebla. Ahora ya llevan tres días de lluvia fina y rigurosa sombra. Es hora de que escampe, pues ya tiene rato que cesó  el chipichipi. Por ello no dejan de mirar al cielo.

     Para entender lo que aquí ocurre, el ánimo extranjero debe escurrirse hacia los solares ocultos a sus ojos; en los patios encontrará  que las sombras perfiladas a la lánguida luz de las cocinas esperan con el corazón inquieto el antiguo brote de las estrellas, atentos a la variada densidad de la neblina, apartando los mantos más tenues, como si con las manos se descorriera el telón que encierra el firmamento; y descubrirá que las figuras no dejan de moverse entre las galeras que guardan la leña o el aserrín y esos cilindros de ladrillo rústico plantados en el patio, duros y requemados como el rostro de un viejo, apretados por corrales y tendederos, copeteados de vasijas alineadas en espiral por las manos artesanas, como si el sabio caracol de la naturaleza protegiera al horno con su concha.

     Fortino Alcántara descubre la primera. La ha visto desde niño, y vuelve a atraparla como lo hacía para su mamá hace más de setenta años, cuando la veía partir al amanecer con su atado de loza a la espalda, camino de Cuetzalan, a quince horas de vereda sierra abajo. Y no va sola, por aquí y por allá la niebla abre trozos inquietos con luceros que parpadean con la ilusión del alfarero. Es tiempo, le dice a Victoria, su mujer, muy atenta con un tizón encendido en la mano. Y allá va la lumbre, altanera contra la leña acomodada en el pequeño cañón al pie del horno. Pero poco a poco, con la certidumbre de que el calor va con el tiempo, que el barro es sabio y no confunde al calentón atropellado que lo estrella con la flama tersa que lo acaricia y lo cuece. Es la razón antigua que reconoce el amor viejo entre el barro y el fuego.

     Ha escampado. Aquí y allá en los solares del pueblo, el relumbrón de los hornos replica el firmamento estrellado en la madrugada. Es difícil encontrar una casa en San Miguel que no tenga plantado uno de ellos. Cualquiera de estas familias artesanas, cada una de ellas con su lucero, puede empezar a contar esta historia. 


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