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Por: Pablo Piceno

 

El joven poeta y filósofo Pablo Piceno vivió un tiempo en la Amazonía peruana. “Ellos son los más pobres de la tierra”, dice. Y desde ese extremo natural del mundo ha cargado los interrogantes más antiguos y brutales, y quiere hablar de ello. “Mi interés en este ensayo no es hacer una apología de los pobres, sino más bien enunciar el sufrimiento de los inocentes, el sufrimiento existencial de todo hombre, rico y pobre.”

Y lo hace con una mirada fría y certera de la sociedad moderna en su irrefrenable capacidad de producir violencia, vejación y muerte.

No es común en México la elaboración de los interrogantes que se hace Piceno. Y mucho menos intentar responderlos, incapaces como somos ya de mirar la desnudez de nuestra condición humana, incapaces como somos de la compasión por el otro.

No basta con el ánimo narrativo que soporta el propósito periodístico de Mundo Nuestro, preguntar para conocer. Vale también la capacidad de preguntar para entender. Y el esfuerzo honesto por encontrar respuestas.

Pablo Piceno nació en Wolfsburg, Alemania, hace 22 años; poeta, profesor de alemán, estudia Filosofía y Literatura en la Universidad Iberoamericana Puebla. Por cuatro años fue misionero religioso - y seminarista- del Camino Neocatecumenal, en México y Perú. Colaboró en las revistas Mosaico, Contratiempo (los dos de la Ibero), y Opción, del Itam. Adquirió recientemente la Beca de la Fundación para las Letras Mexicanas para asistir al Taller de Creación Literaria 2013.

“¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Id en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta”. 

Epístola de Santiago 2, 14-17

 

 

I.

Podría comenzar por lo de siempre, para enunciar el problema de la pobreza.

Decir, por ejemplo, que en el mundo existen, según las estadísticas del Banco Mundial (el Banco Mundial, cuyo lema es: “Trabajemos por un mundo sin pobreza”), más de 1,300 millones de pobres; que África contribuye a la lista con los 20 países más pobres del mundo. Que, mientras 2.000 millones de toneladas de los alimentos que se producen en el mundo (es decir, 50% de la producción global) son desechadas, alrededor de 868 millones de personas (equivalente al 12.5 % de la población global) padecen hambre crónica, según el último reporte de la FAO.  

                Podría mencionar, también, que uno de cada cuatro niños en el mundo tiene retardo en el crecimiento; a uno de cada tres asciende la estadística en los países en desarrollo. 21.000 muertos de hambre al día, es decir, un muerto cada tres minutos y medio. Y eso, diría yo, es poco.









Podría enunciar las contradicciones que alberga nuestro sistema económico-político; hablar del magnate ingeniero Carlos Slim Helú, decir sobre él -sobre la concepción simbólica que de él tenemos- que con los 70 mil millones de pesos que hasta hace poco tiempo debía al fisco, suena desvergonzado, el que en una entrevista con el CNBC haya dicho que no donará parte de su fortuna a la caridad, pues la pobreza no se combate –según dice- a través de la beneficencia, sino pagando impuestos responsablemente.

 

                “Hemos visto donaciones durante 100 años”, reflexiona en su página oficial. “Hemos visto a miles de personas trabajar sin fines de lucro, y los problemas y la pobreza son mayores. No han resuelto nada”.



Podría mencionar que el porcentaje de impuestos promedio que paga Slim equivale a la mitad de lo que paga su recepcionista, como evidenció otro magnate, Warren Buffet. Que en nuestro país no se gravan impuestos por las ganancias en acciones ni sus dividendos, ni existen impuestos para grandes fortunas. Sin embargo, tenemos 13 millones de mexicanos viviendo en pobreza extrema.

              

Podría evidenciar muchas contradicciones más a este respecto, y sin embargo, creo sinceramente que este ensayo no nos llevaría a ninguna parte. Le haríamos un onírico  juicio político a este empresario, nos enojaríamos con nosotros mismos por algunos segundos por no pensar en eso al ir a comprar cada domingo a alguna de las tiendas que ostenta ese hombre. Y diríamos: Por eso el país está tan mal. Por eso, cada vez más pobres. Qué desafortunados. Qué jodida es la vida.

Y hasta ahí.

 

Porque, si se me permite, el problema de la pobreza, o mejor, el problema de los pobres, es otro: es su existencia simbólica, su concepción simbólica. En otras palabras: El problema de los pobres no es que existan, es que parecen no existir.

 

Cuando hablamos de los pobres, evocamos con nuestro lenguaje un lugar común de seres que, como tales, no existen en el mundo real. Los pobres, para nosotros, no tienen rostro. Son una masa, inferior a nuestra humanidad, sometida a la mendicidad, al poder de nuestra compasión, de nuestra lástima. No forman parte real de nuestro mundo; al menos, no conscientemente. No existe tampoco una epifanía del oprimido, una manifestación del otro que nos desaliene, que sea el comienzo de una liberación real



La situación se torna mucho más apremiante en cuanto que somos nosotros, unidos a la clase alta de nuestras sociedades (si a una relación entre individuos tal se le puede llamar sociedad), los únicos que podríamos revertir tal situación, y los que la engendramos con nuestro emplazamiento en el mundo.

 

En nuestra sociedad, a lo más que se aspira en torno a la reflexión social es a la concientización de que hay otros que tienen menos que nosotros, por mala suerte, por flojera, porque no quisieron estudiar, o porque no son blancos, o, como diría el “gran” José Luis Rodríguez Zapatero a Evo Morales, “(por) nuestros distintos colores de piel que nos hacen, por cierto, más atractivos como género humano, como es evidente”; a lo más que se aspira es a la coexistencia fraterna, o hasta la pro-existencia, un existir, como segundo movimiento, para el otro. Entender las diferencias sociales como variaciones cuantitativas, no como relaciones dialécticas, genitivas, relacionadas.

 

Existe una contradicción no consciente dentro de la intelectualidad (los habit noir, en términos de Marx), que representa (retóricamente, persuasivamente), por un lado,  la experiencia adolorida del oprimido; y, por otro lado, su posición acrítica, que opina desde la oficialidad, que al producir una teoría desde el movimiento ilimitado del capital, lleva a cabo una acción - la acción totalizadora, ilimitada- de un poder que somete a la sociedad no representada bajo su poder; representa (figurativamente) un papel histórico de un sujeto indiviso y esencialista, utópico.  

 

Qué diferencia hay entre esta forma de pensamiento y aquella planteada por el hombre audaz y sincero, que sabe que uno no puede ser si el otro no es. Que el  vivir bien consiste, no en ostentar riquezas, sino en vivir honestamente, en un mundo integrador, unitario a la vez: el buen vivir. “Yo no soy pobre”, respondía Pepe Mujica, el presidente uruguayo, a un grupo de periodistas locales, quienes se maravillaban de que su Jefe de Estado adoptara la costumbre de donar el 90 % de su salario mensual a la caridad –esta vez, sin evasiones ni desfalcos fiscales--, conduzca un escarabajo del ’87, y viva con su igualmente generosa esposa senadora en una casa de apenas dos recámaras. “Pobres no son los que tienen poco. Pobres son los que quieren mucho".



Cuántos seres sin voz que le represente en su sociedad, no solo porque les ha sido vedada materialmente, o porque es desoída, malentendida, sino porque, en muchos de los casos, efectivamente creen nunca haberla tenido, y, por tanto, no sienten en sí la necesidad de expresar sus sufrimientos, no saben siquiera por qué sufren realmente.

 

Cuando los desgraciado se lamentan –sostiene Simone Weil, la filósofa mística más importante del siglo XX, contemporánea de Sartre y De Beauvoir, admirada por esta última por su agudeza y desmedida humanidad -, se lamentan casi siempre equivocadamente, sin evocar su verdadera infelicidad, y, por otra parte, en el caso de una infelicidad profunda y permanente, un fortísimo pudor impide las lamentaciones. Así, toda condición infeliz entre los hombres crea una zona de silencio en la que los seres humanos se encuentran encerrados como en una isla. Quien sale de la isla no vuelve la cabeza”.

 

El peligro gravísimo, en el que nos jugamos toda la existencia, es el de desplazar a los sin voz (a los subalternos, en términos de Gayatri Spivak) a la periferia del polvo sin nombre de la inanición, de la animalización. Que existan para nosotros –oh, paradoja-, pero no como personas. Sería menos cruel que ignoráramos su existencia, que no conocerles ahora como un lugar común, los animales que merodean alrededor nuestro mendigando el sustento. Y ellos, a su vez, oprimidos por nosotros, anulando en sí las propias necesidades vitales, por no habidas, hasta que la muerte los separa eternamente del pan.

 

“El peligro no es que el alma dude de si hay o no hay pan, sino que se persuada por una mentira de que no tiene hambre. Sólo puede persuadirse por una mentira, porque la realidad de su hambre no es una creencia, es una certeza.”




II.

Y, más allá del pan, me atrevo a preguntar, como el debate estúpido de la Colonia: Los pobres, ¿tienen alma? Porque, si es así, el pan que piden los pobres es otro pan. Otro, además del pan real. Más allá del pan real, diría yo. Parece, según los entendemos nosotros, que los pobres no tienen más que dientes (los que aún no los han perdido), y barrigas embrutecidas y necias, que no se acostumbran a comer galletas de tierra.

 

El hambre, esta hambre, el estambre con que se teje la tierra entera, ¿cómo se enfrenta? ¿Cómo alimentar la tierra realmente, eficazmente, honradamente?

 

En el mundo hay una suerte de romanticismo que impera en nuestras conciencias sobre lo que es un pobre y cuál sería la forma de ayudarle, como he mencionado antes. "No sirve de nada dar el pescado a la gente, si no se le enseña a pescar”. Frases trilladas como ésta, planteadas con ingenuidad por burgueses que no han vivido nunca con la gente que pasa hambre realmente, que ha sido anulada realmente, que no vale nada.

 

Porque la pobreza real no consiste solo en pasar hambre materialmente. En nuestras ciudades convivimos a diario con miles de personas que han sido tan vejadas en su carne, tan humilladas, que ni siquiera tienen conciencia de ser personas. Gente viciosa, tonta, tarada, indecente, sin voluntad, vagabunda, hombres que ni siquiera son hombres, denigrados hasta lo más profundo por una sociedad narcisista y excluyente como la nuestra en la que gobierna el Übermensch, el super-hombre, la antropología del homo homini lupus, donde los fuertes oprimen violentamente a los más débiles y en eso se basa la ley de mercado, la promoción social. Que se salve quien pueda.

 

Los desgraciados de la tierra padecen una maldición de la que no tienen conciencia y, sin embargo, les constituye como seres en el mundo, cual si hubieran sido marcados con ese sello desde su nacimiento. Suplican silenciosamente que se les den palabras para poder expresarse, pero su desventura real es, por sí misma, inarticulable. Hay una verdad que impera en lo profundo de su ser, tan oculta que es difícil de traducir al lenguaje, que enuncia solo relaciones.

 

Sartre, el filósofo existencialista ateo, decía: "Ay de aquel, a quien el dedo de Dios estrella contra el muro".

 

Cuánta gente se encuentra en nuestros días estrellada contra el muro. Cuántos y cuántos condenados al esclavismo laboral deshumanizante, al servilismo, a una vida inexplicable de violencia y adicción. Cuántos han perdido la voz, la representación propia, porque se les ha arrancado la lengua autóctona, y  no son capaces de reproducir enunciados lógicamente estructurados en ninguna lengua; obligados a la idiotización, orillados al hambre, despojados de su dignidad, como nuevos Woyzecks; a la producción sanguinaria, al nuevo estajanovismo, al capitalismo sin rostro, que obliga a renunciar a la conciencia, que impide todo tipo de reflexión. Cuánta gente que nunca ha sido amada, que no es capaz de amar. Gente que no sabe para qué vivir, y sale cada noche a drogarse en los parques principales de la plazas de nuestras ciudades; cuántos en las periferias, asesinándose unos a otros, en los cientos de suburbios de la capital, muriendo de miedo, amenazados a muerte por las mafias.


Kiko Argüello, Barracas de Palomeras Altas, Madrid, 1965

 

Kiko Argüello, un pintor español de gran renombre desde su juventud - iniciador, junto a Carmen Hernández, del Camino Neocatecumenal, una Iniciación Cristiana de la Iglesia Católica para los más alejados- después de una etapa de ateísmo, y una profunda crisis existencial, en que intentó asumir el absurdo como la única respuesta viable frente a la vida, experimentó -impulsado por la filosofía bergsoniana que sostiene, entre otras cosas, que existe un tipo de élan vital, la intuición, que  es una fuente de conocimiento más alta que la razón-, en las barracas de Palomeras Altas, en la periferia de Madrid, construidas por Franco para alejar de la ciudad a los no-deseados (prostitutas, alcohólicos, drogadictos, homosexuales, ladrones, gitanos, quinquis), el sufrimiento de los inocentes en su propia carne, la presencia de Jesucristo crucificado entre los últimos de la tierra. En el Evangelio de los miserables cuenta de los años vividos en las barracas, en plena época franquista, puritana y moralista hasta el colmo:  

 

“He visto con mis propios ojos cómo se prostituyen niños de doce y trece años por dinero, en el mismo centro de Madrid.

He visto cómo una madre ofrecía a su hija de diecisiete años por trescientas pesetas, mientras su padre trabajaba en Alemania.

[He conocido un hombre que] robaba para poder vivir, dado que su tara alcohólica no le permitía durar en ningún trabajo, máxime su contextura psíquica no estaba formada en la sujeción. Sentía envidia de los casados que vivían en buenas casas e iban a misa. Y hubiera dado su mano derecha para poder trabajar y poseer lo que ellos tenían, no sabía cómo se conseguía, pues no lograban dejar de beber y necesitaba ir con mujeres, pues, si no, no soportaba la soledad que le sumía.

He trabajado de peón albañil con cientos de obreros que nunca hablaban de Dios y que su destino era trabajar y tener hijos, para volver a trabajar, emborrachándose el sábado.

He vivido en una barraca de madera con jóvenes de diecisiete años que habían estado más de diez veces en la cárcel, cuando sus peleas, sus robos y su vicio era lo único que les quedaba para automanifestarse frente a una sociedad que trataba de ignorarlos, unciéndolos al yugo de la explotación“.  

 

La experiencia de Kiko Argüello entre los pobres, como la de tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, es la piedra de toque que pone a prueba los cimientos de la existencia. Es inhumano echarse a la cama y no pensar en ello. Estando entre los pobres, la razón humana alcanza su límite, se desmorona. Qué tremendo es el sufrimiento de los inocentes. Es imposible, aun con la dificultad que implica, callar la experiencia de quien ha vivido entre los pobres como pobre. “La desgracia de los otros ha entrado en mi carne”, exclamaba en sus últimos años Simone Weil, la filósofa francesa que quiso hacerse una con los más desventurados en tiempos de guerra en Francia, dejándose morir entre ellos, entre la masa anónima,  pudiendo haber permanecido lejos de su tierra, lejos de los miserables.

 

La respuesta intelectual que sugiere que a los pobres no puede ayudárseles, que somos nosotros los que necesitamos de su ayuda, se me hace repugnante, asquerosa. Jesús dijo: Los pobres los tendréis siempre entre vosotros (Mt 26, 11), pero se hizo pobre hasta cuanto pudo, se hizo un desgraciado, fue crucificado como el peor, fue juzgado indigno de morir dentro de la ciudad. Se le crucificó fuera de sus murallas. Su rostro daba tanto asco que había que volver la mirada para no vomitar. Fue abandonado por su Padre. En Cristo se proclamó la muerte de Dios. En él se inauguró la religión de los desgraciados. La religión de los esclavos, le llamaba Simone Weil.

 

Tocar la carne de un pobre es tocar la divinidad. Tocar la trascendencia. El sufrimiento es la puerta al misterio. Para adquirir sabiduría, hay que hacerse pobre, serlo ontológicamente. Ahí se rompe toda racionalidad, toda burocracia, toda lógica. Entender, como dice Lispector, es la prueba de la equivocación. Credo, quia absurdum, decía Tertuliano. Creo porque es absurdoEl sufrimiento de los inocentes es la roca del ateísmo, decía Georg Büchner.  El sufrimiento de los inocentes, digo yo, es el absurdo que lleva hacia la verdad.

 

El problema de los pobres es su existencia simbólica, decía al comenzar. El problema de tantos pobres es que no existen ni para sí mismos. El sufrimiento inexorable e ineludible a la vez, les quiebra la cerviz, la columna vertebral. Y es un pecado gravísimo, acaso el único pecado real, no alimentar a los que mueren de hambre, material y espiritual, mientras podemos.

 

Kurt Gerstein - oficial de la Waffen-SS en tiempos del Nacionalsocialismo-, en el llamado Gerstein-Bericht leído durante los Procesos de Nüremberg, cuenta que la primera vez que presenció, en un campo de exterminio nazi en Polonia, el proceso de gaseamiento de un tren atestado de judíos, que entraban desnudos, hambrientos, sin fuerza alguna y sin resistencia, a la muerte, escuchó algo dentro de él que le decía: Anda, desnúdate y métete con ellos a la cámara de gas. Comparte la misma muerte que ellos.

 

   No lo hizo.

 

                Estos hombres y mujeres, en ese momento final de su vida se encontraban frente al drama terrible de si la vida tiene o no sentido. Denigrados en su ser más profundo, sintiéndose nada, el que alguien entrara a la muerte con ellos sin haber sido condenado, les habría dado una respuesta trascendental.

 

Cuando amamos a alguien, le damos el ser, le hacemos nacer de nuevo. Amar a alguien es decirle: Tú existes para mí. Si hay Dios, él está cantando dentro de mí, diciéndote: Yo te amo. Yo te amo. Tú existes para mí. Nadie puede sobrevivir sin sentirse querido. El amor verdadero es absurdo porque no tiene ningún fundamento. Sin embargo, existe, es, tiene un poder inmenso. Cambia el mundo, renueva la faz de la tierra. No hay más: El amor o la destrucción, como decía Vicente Aleixandre.

 

Un pobre se convierte en rico cuando es amado. Lo tiene todo. Es capaz de amar. Puede celebrar la fiesta. Porque, la vida, siendo amado, amando, es festiva. Antes, como decía la Madre Teresa, enséñale a pescar, dale la caña, que verás que ni siquiera tendrá la fuerza para levantarla. La verdadera política es cambiar el corazón del hombre. Amar. Devolverle la dignidad perdida. Yo lo he visto.

 

El problema es curar la mirada. Descubrir nuestra propia indigencia. Nuestra indignidad de enseñar, de aconsejar a quienes han sufrido mucho más que nosotros.  Descubrir el desvarío del positivismo filosófico que convence, a través de un common sense falaz, de la legalidad de nuestros sistemas. El asistencialismo burgués, y volver a la casa como si nada pasara. Perder el celo por la humanidad que gime dentro de nosotros. 

 

Es verdad, sólo puede amar quien ha sido amado. Hay ricos que sufren mucho más que los pobres por no ser amados. El drama de los ricos es tenerlo todo y experimentar la náusea, la muerte ontológica. Estar de por vida condenados a ofrecerse todo a sí mismos, y matar el tiempo antes de que el tiempo los mate a ellos. Pero es también verdad que sólo amando se aprende a amar. Y que la vida es muy corta para irla malgastando en crear enemigos,  en juzgar a los que no han conocido mayor amor que el propio y se asfixian de miedo por no existir para nadie, por desaparecer. A fin de cuentas, como decía Ratzinger, han sido los crucificados y no los crucificadores quienes han salvado el mundo. La verdadera revolución es amar: amar hasta la extinción. Matar a la muerte que atenaza a ricos y pobres por igual. No le tengamos miedo. Que cuando desaparece el yo, surge un nuevo nosotros.