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El siguiente texto, escrito por el periodista español Nacho Carretero, forma parte de una entrega que la revista Sin Permiso presenta esta semana en el marco de la memoria del genocidio en el país africano Ruanda, el más brutal de los acontecimientos con los que cerró el siglo XX. Así introdujo la revista su dossier:

“Ruanda: XX aniversario del genocidio que el imperialismo no paró. Hace veinte años el mundo se estremeció ante las imágenes del genocidio alentado por el gobierno ruandés contra la población de origen tutsi y aquellas personas de origen hutu que se negaron a secundar la barbarie. Lejos de ser un estallido de tribalismo primitivo, lo orígenes del genocidio ruandés hay que buscarlos en las consecuencias de una colonización que alentó un crecimiento demográfico que agotó rápidamente la sostenibilidad alimentaria de decenas de miles de campesino de subsistencia, que se convirtieron en peones de los conflictos inter-imperialistas por el control de las materias primas en Africa. El genocidio rwandés fue contemplado, pero no impedido por la ONU y las grandes potencias colonizadoras, en especial Francia, y se extendió hacia la República Democrática del Congo y la región de los Grandes Lagos, donde hoy sigue una feroz lucha entre señores de la guerra por el control de minerales como el coltán. Revista Sin Permiso”

 

Llovía, claro. El horror cuida siempre los detalles. Dos mil quinientas personas eran conducidas a pie hacia un descampado por milicianos armados y bebidos. Una de las figuras de aquella espesa procesión era Benuste Karasira. Iba con su mujer y cuatro hijos pequeños. Arrastraba sus pies en el mismo silencio desharrapado que el resto de condenados. Todos ellos llevaban tres días encerrados en una escuela técnica de Kigali, la capital de Ruanda. Allí habían llegado tras esquivar los puestos de control que el Gobierno había instalado por las calles para identificar y asesinar a los vecinos tutsis. Cuando Benuste alcanzó la escuela, se creyó a salvo: los cascos azules de la ONU estaban allí. «Al día siguiente se fueron. ¿Cómo pudieron? ¿Cómo pudieron dejarnos ahí?». No es una pregunta retórica, Benuste espera con la mirada fija una respuesta que no llega. «Los milicianos hutus nos dijeron entonces que nos iban a trasladar a un lugar seguro, que no debíamos temer nada». «¿Les creíste?». Benuste sonríe, una sonrisa curtida, la mueca de un hombre de sesenta años que perdió un brazo y a casi toda su familia en una matanza a bocajarro. «No. Claro que no les creí. Fue esa mentira la que me hizo comprender que íbamos a morir». Habla pausado en el sillón de su casa, donde las tupidas cortinas no dejan entrar la fuerte luz del sol. Fuera las gallinas picotean perezosas por el calor. A su lado hay una mesa sencilla de madera llena de libros y revistas. La manga de su camisa cubre el muñón del brazo. «Dicen que éramos dos mil quinientos, te digo que allí estábamos más de ocho mil personas. Hombro contra hombro, caminando en silencio bajo la lluvia». Los milicianos les llevaron a un descampado. «Un oficial se subió a un lugar y nos dijo: “A lo mejor alguno de vosotros es hutu. Por favor, si aquí hay algún hutu que nos enseñe el carné y se irá”. Algunos se levantaron y caminaron hacia el oficial, comprobaron la tarjeta y les preguntaron: “¿Por qué estabas con estas cucarachas? ¿Por qué un hombre estaba con cucarachas?”. Recuerdo esa pregunta y yo me vi ahí, al otro lado. Esperando a morir». Minutos después, con la lluvia cayendo igual de ajena que cualquier otro día, los milicianos se situaron enfrente de la muchedumbre y apuntaron sus rifles y metralletas contra la masa compacta de tutsis. En realidad, eso fue todo. Todo lo que alcanza a describirse con palabras. Si acaso cabe imaginar el silencio de esos segundos previos a abrir fuego. O los ojos de quienes esperaban. Cabe imaginar los dedos en los expectantes gatillos goteando lluvia. Pero poco más. «Yo estaba allí, pero entonces en ningún momento pensé que tendría que contar esa historia. Para mí, describir cómo fue el ataque, qué ocurrió exactamente con detalles, es sencillamente imposible. El pánico que sentí fue tan enorme que no me permitió ni siquiera observar, ver lo que estaba ocurriendo. Recuerdo los gritos, el ruido de los disparos. “¡Dónde está mi hijo!”. Recuerdo cuerpos cayendo, gente chocando entre sí y un dolor ardiente en el brazo mientras agarraba a uno de mis hijos. Todo el mundo entró en pánico. Ponte en mi lugar. En realidad puedes describir el ataque como quieras. Trata de imaginar el escenario y describe ese ataque. Yo no puedo ayudarte».

 

Los hutus y los tutsis

 

Benuste, su mujer y uno de sus hijos son supervivientes del genocidio de Ruanda, uno de los capítulos más oscuros de cuantos recuerda el siglo XX y que este año conmemora su vigésimo aniversario. En un plazo de cien días entre abril y julio de 1994, ochocientas mil personas fueron asesinadas en el llamado país de las mil colinas. Trescientos treinta asesinatos cada hora. Cinco cada minuto. La mayoría de ellos a golpe de machete.

 

No pocos antropólogos sostienen que la humanidad —literalmente— echó a andar en Ruanda. Los twas —pigmeos cazadores— eran los habitantes originarios de esta región. Enseguida se les unieron diversos vecinos. Dos de ellos arraigaron: los hutus, un pueblo bantú proveniente de lo que hoy es la República Democrática del Congo; y los tutsis, un pueblo nilótico llegado de Etiopía. Lo explica muy bien el antropólogo ruandés Canisius Niyonsaba en su libro Orígenes de la ideología hutu-tutsi en la tradición de los Grandes Lagos y sus indicios de superación. Los hutus eran agricultores y los tutsis, ganaderos. Étnicamente se fusionaron durante los miles de años que convivieron: se dieron matrimonios mixtos, compartieron lengua, cultura y tradiciones. Hasta los rasgos físicos quedaron reducidos a un estereotipo: se supone que los hutus son más oscuros, de rasgos más rudos y con la nariz chata, mientras que los tutsis son más esbeltos, de tez más clara y con la nariz afilada. La realidad es que la mayoría son indistinguibles para el visitante.

 

La diferenciación entre ambos pueblos, pues, quedó definida únicamente como social. En tanto ganaderos, los tutsis tenían el poder económico, de modo que, a pesar de ser solo el 14%, tomaron el control del territorio y se erigieron como la clase dominante. Los hutus, agricultores, se conformaron como una casta inferior siendo el 85% de la población. (Los twas —1%— quedaron marginados desde el primer momento). Sin embargo, un hutu que adquiriera vacas podía convertirse en tutsi y viceversa. Además, no en todo el territorio las diferencias eran las mismas. En Burundi y en Uganda, donde la población también se divide en hutus y tutsis, ambos pueblos tuvieron su particular desarrollo. La distinción antes del colonialismo era, pues, permeable. Y en el caso de Ruanda, era pacífica. Así lo recoge al menos la tradición oral ruandesa, que insiste hasta la saciedad en que los problemas violentos entre ambas facciones llegaron con el hombre blanco. Los memoriales del genocidio que pueblan hoy en día el país lo repiten como un mantra.

 

En 1897 los exploradores alemanes pasearon por primera vez su blanca tez por Ruanda. Actualmente existen infinidad de pueblos y aldeas ruandesas en donde los vecinos —especialmente los niños— contemplan con los ojos desencajados al inusual y pálido visitante. Cabe imaginar la reacción de las tribus del siglo XIX cuando los europeos llamaron a su puerta. Pocos años después de la llegada alemana, la Liga de Naciones concedió el control del territorio a los belgas. Para administrarlo, el Gobierno del rey Leopoldo II decidió aliarse con la élite tutsi y en 1933 dotaron a la población de un documento de identidad en el que se especificaba si se era hutu, tutsi o twa. Por primera vez la diferencia entre ruandeses se tornó racial.

 

En la Ruanda actual, oficialmente, ya no existen hutus ni tutsis. Las identidades están prohibidas por ley y hasta resulta grosero preguntar por ello. En público es como un tabú. Sin embargo, la realidad de la calle —siempre por delante— muestra que cada ruandés tiene muy claro lo que es y a qué segmento pertenece. Las identidades hutu y tutsi siguen perfectamente definidas y delimitadas. Y aunque conviven y viven mezclados en pueblos y barrios, entre ellos se diferencian, si no es por el físico sí por el vestir o el puesto de trabajo. Mezclados, pero no revueltos.

Nacho Carretero es un respetado periodista y fotoreportero gallego que publica sus artículos en Jot Down, Orsai, FronteraD, Destinos y mantiene una sección semanal en Radio Coruña-SER.

Puedes seguir leyendo esta crónica en Revista Sin Permiso en Ruanda: XX aniversario del genocidio que el imperialismo no paró http://www.sinpermiso.info/articulos/ficheros/33ruanda.pdf



“En la iglesia de Nyamata fueron asesinadas dos mil quinientas personas. La ropa de las víctimas se conserva como tributo