• Francisco Pérez Arce Ibarra
  • 02 Octubre 2013
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Por: Francisco Pérez Arce Ibarra (DEH-INAH)

 

Francisco Pérez Arce (Tepic, 1948) llegó a la ciudad de México en 1965 para estudiar la preparatoria en San Idelfonso. En 1968 entró a la escuela de Economía en la UNAM y participó como brigadista en el movimiento estudiantil. Novelista e historiador --es investigador en  la Dirección de Estudios Históricos del INAH--,  ha publicado entre otros libros los ensayos  A muchas voces (1988) y 1994: el año que nos persigue (1995), y las novelas La Blanca (1987), Dios nunca muere (1992), El día de la virgen (1994) y la trilogía Fin de Siglo, con Hotel Balmori (2004), Septiembre (2010) y Xalostoc, en el 2012, todas ellas ficciones literarias profundamente enraizadas en la realidad social mexicana posterior a los sucesos de 1968 .

Considerando en frío es el blog en el que este escritor da cuenta de la realidad cotidiana con la perspectiva que conjunta la perspectiva histórica con la crónica colectiva convertida en ficción leteraria. http://considerandoenfrio.wordpress.com/

De Francisco Pérez Arce --quien es investigador de la Dirección de Estudios Históricos del INAH--  hemos publicado en Mundo Nuestro la primera parte de Xalostoc, historia de una huelga http://mundonuestro.e-consulta.com.mx/index.php/cronica/item/historia-de-una-huelga

El 2 de octubre el gobierno acabó con un gran movimiento estudiantil, pero al mismo tiempo lo hizo inolvidable. Obtuvo el triunfo de las armas frente a un movimiento desarmado, pero sufrió una derrota moral en el terreno en el que él estaba desarmado. Muchas personas murieron en la plaza. Nunca sabremos cuántas. Los testigos hablan de cientos. El presidente Díaz Ordaz quiso restarle importancia hablando de veinte o treinta, como si disminuyendo el número disminuyera el horror.

Para los estudiantes el 2 de octubre acabó siendo una dolorosa victoria cultural. O mejor dicho, selló una victoria que habían obtenido en nueve semanas de manifestaciones, discursos e imágenes.

Al mitin acudieron miles de estudiantes.  Los estudiantes habían recorrido calles y plazas del D.F., y de otras ciudades porque ya era un movimiento nacional. Levantó un pliego de seis puntos que condenaba la represión, el uso de la policía y del ejército y de una ley injusta para acallar demandas sociales. Habían hecho las manifestaciones opositoras más grandes de la historia de México. La del 27 de agosto sorprendió a todos: se dijo que habían sido 400 mil personas las que marcharon y ocuparon el Zócalo, lo iluminaron con antorchas, y lo llenaron de júbilo con el repique de las campanas de catedral. Después vino el informe presidencial que contenía una amenaza directa de represión. Y la respuesta fue la “manifestación del silencio”, que sacudió con su impresionante recorrido silenciosas. Y vino la ocupación de la UNAM y del Poli por el ejército, que convocó a la indignación porque a nadie gusta ver tanques en el campus.

Así estaban las cosas. El movimiento conservaba gran fuerza. El gobierno no lograba acallarlo. Uno y otro estaban preocupados por el cercano inicio de las Olimpiadas de México 68: se inaugurarían el 12 de octubre. Gobierno y estudiantes parecían dispuestos a una tregua. Así se interpretaron algunas señales: el ejército había salido de Ciudad Universitaria; el presidente había nombrado a dos representantes que iniciaran un diálogo con el Consejo Nacional de Huelga; éste aceptó la propuesta y nombró a representantes para un primer contacto; los enviados del gobierno propusieron una fecha para reunirse; los estudiantes la aceptaron: sería precisamente el 2 de octubre en la mañana. El CNH cambió el programa del mitin de Tlatelolco: suspendió la marcha que de ahí partiría hacia el Casco de Santo Tomás (escuelas del Poli), para evitar cualquier provocación, y además limitaría el tiempo del mitin. Se percibía una atmósfera de distensión. Y sin embargo el gobierno ya había decidido reprimir violentamente el mitin de Tlatelolco.

En calles cercanas a la Unidad Tlatelolco había tanques y camiones del ejército. El mitin empezó en un ambiente tenso.  Apenas terminaba de hablar el primer orador cuando se vieron las bengalas en el cielo arrojadas desde un helicóptero. Era la señal convenida para empezar el ataque. Entraron soldados de infantería por un costado de la plaza. Después se oyeron los primeros disparos y siguió el horror.

Había una enorme confusión en la plaza y en el aire. Era un caos. No sólo los estudiantes estaban confundidos. El batallón Olimpia era un cuerpo especial del ejército; ese día sus miembros actuaron vestidos de civil y para identificarse llevaban un guante blanco o un pañuelo blanco en la mano. Su misión era tomar el edificio Chihuahua y detener a los dirigentes. Tomaron el edificio. Ya en la terraza notaron que los soldados desde abajo disparaban sobre ellos, y entonces respondieron con gritos desesperados: “¡Somos el batallón Olimpia!”. Incluso organizaron un grito a coro conminando a algunos estudiantes detenidos, tirados en el suelo del tercer piso, a que gritaran con ellos para que se oyera más fuerte: “¡Batallón Olimpia!”. Obviamente estaban confundidos.

También estaban confundidos los soldados que avanzaban sobre la plancha. Disparan sin saber a quién. En algunas imágenes se ve que apuntan hacia arriba, presumiblemente a los francotiradores apostados en varios edificios, entre otros el Chihuahua.

Quizá los únicos que no estaban confundidos eran los francotiradores: miembros del ejército (Estado Mayor Presidencial) y de la policía política (Dirección Federal de Seguridad, de la Secretaría de Gobernación) que habían ocupado sus posiciones desde antes de que empezara el mitin, y que fueron los primeros en abrir fuego  contra la multitud y contra los soldados.

Confundidos y aterrados, los asistentes al mitin corrían hacia un lado y hacia otro, buscando las orillas de la plaza, entrando a los edificios en busca de protección, oyendo una balacera nunca antes imaginada, continua, disparos y ráfagas, e intermitente el sonido pavoroso de cañonazos. ¿Media hora? ¿Una hora? La duración es imprecisa, pero los testimonios coinciden en que hubo luego una especie de calma, y luego balaceras esporádicas. Fueron más de dos horas.

Estampida, gritos, balazos, pánico. La gente corría tratando de escapar de la trampa. Transcribo un pasaje de mi novela Hotel Balmori que relata mi experiencia personal:

Yo estuve ahí, dice el maestro Luna, en la plaza, corriendo, no recuerdo haber gritado pero sí oía gritos destemplados, corrí igual que todos, despavorido, y logré meterme en un departamento, no sé de cual edificio, no tengo idea, yo iba con cinco camaradas de la Normal Superior.

Corríamos asustados. Nos metimos donde pudimos. Oíamos las balas rebotar en las paredes, se oye muy feo su impacto en la pared, el corazón te da un vuelco cada vez que oyes una bala que choca, no es como en las películas de vaqueros que se oye un zumbido, sino un ruido seco y duro, tac, tac, no hace eco. Entramos a un edificio, subimos todos los pisos corriendo y ninguna puerta se abrió. Sin parar los bajamos todos. Era una carrera frenética, en tropel, como estampida. Luego nos metimos en el siguiente y ahí sí, en el tercer piso, una señora abrió y entramos un chorro, éramos como veinte.

Nos tiramos en el suelo ocupando la sala y los pasillos del departamento, la dueña, una santa señora, no pronunció palabra alguna, estaba asustada, pero sonreía, su semblante era pálido y suave, su rostro hermoso ocultaba su miedo detrás de una amabilidad callada; ya no abrió la puerta a otros camaradas que tocaban sin mucha esperanza y seguían subiendo desesperados y los oíamos golpear otras puertas. Nosotros estábamos adentro, ellos afuera. Nos sentíamos seguros y culpables. La balacera venía por rachas, cuando parecía que terminaba volvía más tupida. De repente se oían disparos de bazookas o de tanques, porque el Ejército había llevado tanques de guerra. Esas explosiones daban la medida de lo artero, desproporcionado, demencial que era el ataque.

La dueña del departamento nos pidió que nos fuéramos; dijo que ya había pasado el peligro, y sí, había pasado lo peor, al menos ya no era la balacera tupida ni había gente corriendo, todo estaba más calmado. Ella moría de preocupación porque su esposo y sus hijos no habían llegado. Nos pidió por favor que nos fuéramos, y nos fuimos. Le dijimos cuánto le agradecíamos lo que había hecho. Estuvo a punto de llorar. Vayan con Dios, nos dijo. Una alumna de la normal, de ojos negros, menudita, le quiso regalar la virgen de Guadalupe que llevaba en el cuello. Pero la señora no la aceptó; no, no, dijo, llévatela, ahora más que nunca necesitas que te proteja. Vayan con Dios, repitió. La muchacha menudita estaba muy conmovida. Nos fuimos. Despacio bajamos las escaleras para no hacer ruido.

No todos logramos salir del cerco. Luego que dejamos aquel departamento y agradecimos de corazón a la señora, una verdadera santa, por habernos protegido arriesgándose ella misma a quién sabe qué, a lo desconocido; la suya fue una acción humana, sencillamente humana. Ahora estaba angustiada porque su familia no había llegado. Mi deseo más profundo era que a su esposo y sus hijos no les hubiera pasado nada. Digo, luego que dejamos el departamento, bajamos despacio, caminamos por los andadores, la tarde se había hecho noche. Nos topamos con camaradas que caminaban en sentido contrario de nosotros y nos decían, por allá no hay salida. Los veinte que éramos nos separamos en grupos más pequeños. Yo iba con dos mujeres y tres hombres, todos de la Normal. La muchacha menudita no dejaba de tocar su virgencita. Las mujeres libraron sin ningún problema la barrera militar; unos camaradas que venían en dirección contraria nos avisaron que a ellas las dejaban salir, pero a los hombres no, y menos si eran jóvenes. Y sí, las dejaron salir sin preguntarles nada. Otro camarada y yo decidimos arriesgarnos, llegamos a la barrera. Salimos porque a un capitán se le pegó la gana dejarnos salir. Los otros dos fueron detenidos, los subieron a un camión del Ejército y estuvieron presos en el Campo Militar número uno. (Hotel Balmori, Ed. Joaquín Mortiz, México, 2004, pp. 128 y ss.)

 

Crimen de Estado

La decisión había sido tomada en el más alto nivel del gobierno. Estuvieron involucrados, ahora lo sabemos, el presidente de la República, el secretario de Gobernación, el jefe del Estado Mayor Presidencia y el Secretario de la Defensa… Y la decisión era acabar con el movimiento con las armas de las fuerzas públicas, remedando un enfrentamiento con francotiradores del movimiento, que en realidad eran soldados previamente apostados en pisos altos de varios edificios en torno a la plaza…

¿Qué pasó? ¿Quién dio la orden de disparar? ¿Por qué?

Los estudiantes y la sociedad agraviada tenía su versión de los hechos y su veredicto: el culpable es el presidente, él mandó a los soldados a reprimir con balas, a tirar a matar.

La versión de la clase política era otra: los estudiantes iban armados y provocaron al Ejército; éste no tuvo más remedio que contestar el fuego. Esta versión no se sustentaba en los hechos sino en la fuerza que el poder tenía para imponer una verdad oficial a través una prensa obediente. Pero no toda la prensa era a ese grado obediente; para ese momento Excélsior se permitía espacios de crítica.

En febrero de 1971 la editorial ERA publicó La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Se trata de un libro polifónico. Recoge muchas voces de protagonistas. En medio del control férreo que ejercía el gobierno sobre la prensa, después de más de dos años de silencio indigno y de los aplausos desaforados de la clase política al presidente por su valor y patriotismo, este libro sella la derrota del régimen. Es la versión de la sociedad. El libro la pone en letras de imprenta. Evidencias y testimonios posteriores no han hecho sino confirmar en lo esencial lo que ahí se recoge.

Fueron apareciendo fotografías y películas, entonces desconocidas, que han demostrado lo tantas veces repetido por lo sobrevivientes: las luces de bengala desde un helicóptero, los soldados entrando a la plaza, fusiles con bayoneta calada, fuego continuo durante más de media hora, y después intermitente durante otras dos, tiros desde edificios, la multitud inerme, desarmada, corriendo para salvar la vida, los miembros del Batallón Olimpia identificados con un guante blanco, o un pañuelo blanco, en una de las manos tomando el control del Chihuahua para detener a los dirigentes del CNH, los muertos, hombres y mujeres, tendidos en la plaza, zapatos huérfanos, sangre…

La versión impuesta por el gobierno sólo se apoyaba en que había caído, herido de bala, el general que comandaba a los soldados apenas empezado el tiroteo, y que había varios soldados heridos y muertos. Hechos indudablemente ciertos.

Los primeros disparos vinieron desde pisos altos de edificios circundantes. ¿Quiénes eran los francotiradores? ¿Quién los apostó en esos sitios?

El general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa en esos días, dejó a su hijo, Javier García Paniagua, como herencia, un expediente con documentos que ofrecían su verdad sobre las actividades del ejército a lo largo del movimiento, entre julio y octubre del 68. Estaba destinado a la prensa, y más específicamente a un periodista, Julio Scherer, quien sabía de la existencia de esos papeles por voz del propio García Paniagua que los custodiaba. Scherer insistía en conocerlos. García Paniagua repetía que no había llegado el momento. Hasta que el momento llegó, con la muerte de García Paniagua. Scherer tuvo los papeles y los dio a conocer.

El expediente estaba compuesto de documentos oficiales, partes militares, y una auto entrevista. La declaración póstuma del general descubre la conjura terrorista del gobierno:

Entre 7 y 8 de la noche el General Crisóforo Mazón Pineda (comandante de las tropas en el operativo de Tlatelolco) me pidió autorización para registrar los departamentos, dese donde todavía los francotiradores hacían fuego a las tropas. Se le autorizó el cateo. Habían transcurrido unos 15 minutos cuando recibí un llamado telefónico del General Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, quien me dijo: mi General, yo establecí oficiales armados con metralletas para que dispararan contra los estudiantes, todos alcanzaron a salir de donde estaban, sólo quedan dos que no pudieron hacerlo, están vestidos de paisanos, temo por sus vidas. ¿No quiere usted ordenar que se les respete? Le contesté que, en esos momentos, le ordenaría al General Mazón, cosa que hice inmediatamente. Pasarían 10 minutos cuando me informó el General Mazón que ya tenía en su poder a uno de los oficiales del Estado Mayor, y que al interrogarlo le contestó el citado oficial que tenían órdenes él y su compañero del jefe del Estado Mayor Presidencial de disparar contra la multitud. Momentos después se presentó el otro oficial, quien manifestó tener iguales instrucciones. (Sherer, Julio y Carlos Monsiváis: Parte de Guerra II, Ed. Aguilar, México, 2002, p. 64)

Las piezas encajan. La versión está completa. El Estado Mayor Presidencial (que recibe órdenes directamente del presidente) apostó francotiradores vestidos de civil en departamentos altos de edificios circundantes. El mando del ejército ordenó avanzar a bayoneta calada con el objetivo de desalojar a los estudiantes. Se ordena no disparar a menos de que fueran recibidos a balazos; incluso se reitera la orden de no hacer fuego hasta que tuvieran cinco bajas entre sus efectivos. Los francotiradores disparan sobre la plaza, cae el General que comanda, caen también asistentes al mitin. Los soldados entonces abren fuego. Hay tomas cinematográficas en las que se aprecia que los soldados apuntan hacia arriba; es decir hacia el origen de la agresión, buscando a los francotiradores. El batallón Olimpia tiene tomado el edificio Chihuahua y detiene a los dirigentes del CNH. Pero ellos también resienten los tiros que vienen de los soldados que están abajo, en la plaza. Por eso insisten en gritar: “¡Batallón Olimpia!” para detener el “fuego amigo”. Se desata el caos y la muerte por todas partes. Confusión, confusión, confusión. Nadie sabe contra quién pelea. Mueren algunos soldados y muchos civiles. Caos y muerte durante casi tres horas y luego dos mil detenidos. Las piezas encajan. Es un crimen de Estado, y las evidencias vienen ni más ni menos que del secretario de la Defensa, enviadas desde ultratumba.

Todo está muy bien pero hay contradicciones que saltan a la vista. El general declaró a la prensa el 3 de octubre que el ejército había intervenido a solicitud de la policía para “impedir un tiroteo entre los grupos de estudiantes”. Falso. Las órdenes se habían dado por escrito antes del mitin, y el motivo para evitar la marcha hacia el Casco que no contaba con permiso. La marcha hacia el Casco había sido suspendida y así lo informó el primer orador del mitin. Sin embargo la orden se mantuvo y se llevó adelante. Pero el principal desmentido de la versión del general viene del servicio médico forense que recibió los cuerpos de 26 víctimas. A solicitud de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), el SEMEFO informó que cuatro de los cuerpos presentaban heridas de bala con trayecto descendente, y los otros 22 con trayecto “sensiblemente horizontal”. Es decir, la gran mayoría de las víctimas murió por disparos hechos en la plaza contra la multitud, y sólo algunas debido a los disparos de los francotiradores. (Jardón, Raúl: El espionaje contra el movimiento estudiantil, Ed. Ítaca, México, 2003.)

La versión del general es cierta, pero es también inexacta. No quiere, porque no es posible, salvar al gobierno de la culpa. Quiere lavarse las manos él y lavarle la cara al ejército. No lo logra. Es probable que el comandante herido, general José Hernández Toledo, no estuviera al tanto del plan, es posible incluso que García Barragán no estuviera enterado de la trampa. Pero no hay duda de que los soldados dispararon contra la gente en la plaza.

El movimiento de masas más importante en décadas quedó enmarcado entre dos fechas: 26 de julio y 2 de octubre. En su comienzo y en su final intervino el ejército. El entonces Secretario de la Defensa fue, por tanto, tan responsable como su jefe máximo, el presidente de la República.

Sepultado en Tlatelolco, el movimiento empezó a crecer como memoria y como mito, y a ser recordado como fiesta y como crimen, como épica y como tragedia.

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