• Beatriz Gutiérrez Mueller
  • 27 Noviembre 2012
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Por: Beatriz Gutiérrez Mueller

(Publicado en la revista Elementos, BUAP, 2012 y reproducido aquí con autorización del editor)

Y sí, sí se han mezclado los yaquis. Silverio refiere que en tiempos del Porfiriato, sobre todo, con franceses.

 

―¿A poco sí?

―Ah sí. Y los hijos no parecen de franceses, pero pasan las generaciones y de repente sale un güerito y decimos “a ver, ¿qué pasó aquí?”, y resulta que el abuelo o el bisabuelo era francés.

―¿Se mezclaron con los chinos?

―Sí, también.

―¿Y qué carita tienen los descendientes? ―pregunto, sin dejar de observar a mi compañero de viaje que dice sonriendo:

―¿Pues cómo va a ser? Así, con los ojos rasgados… Ellos son una raza muy dominante.

 

El punto final de nuestro día se coloca en Tórim. Hemos ido allí al panteón porque Alejandro insiste en que hace no menos de diez años “yo vi un panteón con tumbas chinas. Pero no vayas a pensar ―y voltea a verme― que eran tumbas simples, ¡noooo! ¡Muy grandes, llenas de oro, con signos chinos!”

 

Llegados al cementerio, en efecto, apreciamos los sepulcros de los orientales.

 

―Pero este no es el panteón que yo vi ―considera Alejandro. ―Ha de ser otro.

―No, es éste, ingeniero.

―No, aquí están mezcladas tumbas de yaquis y chinos, y en aquél que yo vi nada más eran de chinos.

―Pues no conozco de otro ―parece mentir Silverio. Me dice Alejandro, ya solos, que ello se debe a su alto sentido de la superstición.

 

Camino con respeto por entre medio de las tumbas yaquis que están a ras de piso. Observo que algunas tienen flores (marchitas o de plástico), botellas de refresco, platitos vacíos. Son modestas. Apenas una cruz al centro y el nombre del difunto. Silverio me dice que a sus muertos los entierran frente a la iglesia y con la cara mirando hacia el templo. Las tumbas de los chinos, o lo que queda de ellas, son, por el contrario, construcciones de ladrillo de un metro de altura, rectangulares. Algún día estuvieron recubiertas de oro con caracteres chinos pero fueron profanadas “por vándalos”, precisa Silverio.

 

            El día ha terminado. Tenemos que partir hacia Hermosillo. Me quedo mirando el cielo porque una nube en cirro me deja alelada por su color: es muy rosada en un principio; segundos después, se va tornando fucsia y el cirro, a su vez, va asemejándose a un brochazo de pintura que un artista ha impreso, desenfadado. Sobre ese fondo que, al poco tiempo, ya es violeta, la cruz de una tumba se alza majestuosa, sobre el horizonte. Vibro, agradezco al pueblo yaqui la bienvenida. Partimos. Silverio llega a su casa y nos despedimos por penúltima vez. Ahora tengo ocasión de conocer al futuro médico, de nombre también Silverio. Un primo de Andrea, de la edad de mi hijo, tiene un par de tenis de Cars. Y como mi Jesús también, lo recuerdo feliz. Se los chuleo pero él está mucho más entretenido mirando la caricatura de los Backyardigans. Volvemos a despedirnos.

 

Recorremos por enésima vez la carretera federal No. 15. Camino a Hermosillo alcanzo a ver, ya con la vista y el cuerpo cansados, un letrero de carretera señalando que Las Guásimas está hacia la izquierda. Pienso en ese cuartel adonde fueron a parar miles y miles de yaquis capturados durante el Porfiriato para exiliarlos en Yucatán, Oaxaca, Veracruz en calidad de esclavos. No dejo de pensar con tristeza en su casi total exterminación (quedaron vivos sólo 5 mil indios hacia 1910) ni tampoco de admirar la forma como cientos, miles de ellos, lograron la proeza de huir de aquellos confines y regresar a su tierra caminando durante meses. Me acuerdo, ya por último, que las concesiones para la exploración de minas en Sonora abarcan más de 3.5 millones de hectáreas, ¿andarán los mineros hurgando en tierra yaqui, como en el Porfiriato? ¿Lo sabrán estos hombres y mujeres tostados?

 

Ya no pienso más. Cierro los ojos y trato de descansar. Me parece ver en el reloj del automóvil que casi darán las 21 horas.

Valle del Yaqui, 7 de marzo de 2011


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