• Beatriz Gutiérrez Mueller
  • 27 Noviembre 2012
".$creditoFoto."
Por: Beatriz Gutiérrez Mueller

(Publicado en la revista Elementos, BUAP, 2012 y reproducido aquí con autorización del editor)

El rechazo al blanco sigue firme. Algunos entrevistados se quejan de que las nuevas generaciones hayan perdido el sentido de defensa de su territorio. Pero el fetiche de que el yori es nocivo, queda. Mientras aguardamos ser recibidos por María Matuz, en una espera que no desespera, decido conseguir agua. Justo donde nos hemos estacionado hay una “tienda”. Entro por el patio de tierra y a unos dos metros, la puerta de una casa. No hay nadie, sólo dos o tres niños, jugando. Saludo con un “buenas tardes”, me ven yori y huyen despavoridos. Entiendo el mensaje y retrocedo. Se oye cómo cierran la puerta de aquella casita. Vuelvo a la calle y localizo otra tienda pero ésta es un local. Me despacha una señora que me mira de mal modo. Compro mi botella de agua y regreso a la espera. Estamos en la localidad de Casas Blancas.

 

María Matuz es, contraria a doña Petra, algo así como una sacerdotisa, una monja. Es luz, ternura, una voz suave. Apenas entreabre los ojos pues, ya con la edad, aquél gusanito arrebujado que me parece ver en los ojos de los yaquis, ya es un envoltorio. Es una mujer a la que visitan de todas partes para tener alivio en la enfermedad. Su casa es sencilla y ella, cariñosa. Dice Silverio, una vez que hemos dejado Casas Blancas, que esta mujer es capaz de emitir energías muy aliviadoras pero cargadas de una gran humildad. Son “sutilezas”, resume. Y quiere hacer notar que ella es una de las facetas de la mujer yaqui, “las yacas, como las llamaban los yoris”. Doña María, de 96 años, percibe el aura de sus visitantes, a veces es clarividente y siempre, curandera. Alejandro está muy emocionado pues la conoció hace más de 40 años. Así me lo contó días atrás, cuando estuvo en mi casa de México. Resulta que René, su hermano menor, fue llevado allí por la abuela Francisca, a fin de curarlo “de espanto” luego de un accidente. Doña María, rozando los 50 años tal vez, apenas lo vio, le auguró al niño que de grande sería obispo.

 

―¡Y mira nada más! Cumplió la señora María porque René es sacerdote. No fue obispo, pero…

―Pero René no ha muerto, así que puede ser obispo más adelante…

―¡Nombre! ―exclama Alejandro, contento, esquivo como es.

 

Así que Silverio ha contado a María esta historia. Ella, es obvio, no recuerda nada pero ello da pie para que hable, en su lengua, sobre sus inicios como sanadora. Es un don de Dios, repite con insistencia. Con el tiempo aprendió a sobar al dolorido, cómo leer las manos, conocer las propiedades de las hierbas, descifrar los enigmas de la orina de sus pacientes como lo hace hoy un laboratorista. La virgen María la visita a menudo y se la lleva en los sueños, siempre haciéndose acompañar por el canto de unos pájaros que vuelan alrededor suyo. Incluso, nos dice, a través de estos viajes oníricos ha comenzado a percibir que tal vez muera pronto y por eso está preparando el relevo con su nieta, ahí presente.

 

―Los que obramos de buena fe nos vamos directo al cielo ―dice María en voz de nuestra lengua. ―Los malos se quedan aquí en la Tierra porque aquí es el infierno. Los buenos son pocos; hay mucho más malos.

 

Si entiendo bien, no penan los difuntos sino los que estamos vivos. O, al menos, eso es lo que dice Silverio al traducir. El maestro ha hecho gala todo el día de su educación bilingüe pero, además, de una capacidad impresionante para transmitir el mensaje de sus iguales. No traduce enunciados sino ideas. Y tengo la impresión de que, mientras lo hace, va clasificando aquella información que debe quedarse entre ellos y la que sí puede trascender al mundo de los yoris. Alejandro, cuando de ello hablamos, dice que son sus secretos. “Los yaquis tienen muchos secretos,” sentencia. Discrepo al decirle que no los considero tales sino tan sólo porciones de verdad. No sé si me entiende y, al final, no sé tampoco por qué he afirmado eso.

 

            Estamos por irnos de Casas Blancas para pasar, de nuevo, por Estación Ortiz. Agradecida por el recibimiento, me acerco a María Matuz y le pido que me bendiga. Sonríe. Me pongo de pie. Alejandro me sorprende porque, piadoso, se coloca en mi flanco izquierdo. Y la nieta de María invita, a su vez a nuestra lengua, quien se quita ceremonioso el sombrero. Cierro los ojos y sólo escucho su apacible voz, rezando en un idioma que a tantos me parece castellano, luego yaqui, después latín. “Jesús, María, Jesús”, “Santa María Madre”, “pecadora”, “Santa María”. “Tres palabras”, “doce palabras”, “Virgen María”, “divino Jesús”, “cúrame señor Sucristo”, “ayúdame señor Dios”…

 

Seguimos de camino hacia Tórim, donde se pueden encontrar los restos de una antigua misión jesuita. Silverio contesta una llamada por el teléfono celular. Le pregunto si tienen un árbol sagrado y me dice que el mezquite. Para cada ceremonia cortan uno y hacen cuantas cruces salgan de él, mismas que plantan en el lugar de la celebración. La más importante, la Semana Santa.

 

―¿Más que Navidad?

―Sí, porque Navidad es cuando nació el niño Dios, pero nosotros celebramos la designación de los nuevos gobernantes.

 

Son ocho, uno por cada pueblo: Vícam, Pótam, Tórim, Rahúm, Huírivis, Lomas de Guamúchil, Bácum y Belén. El 25 de diciembre se lee el Protocolo tradicional en donde se hace juramentar al nuevo dirigente que cuidará de la tierra prometida que, en este mortal mundo, recibieron por decreto del presidente Lázaro Cárdenas, el 27 de octubre de 1937.

 

―¿Los gobernantes de ustedes deben cumplir algún requerimiento? ―pregunto.

―Sí. Por ejemplo, deben conocer la historia de nosotros, hablar bien, conocer el lenguaje que se usa para los asuntos de gobierno.

 

Silverio nunca ha sido gobernante, él es maestro y dirige el Museo del Yaqui, en Cócorit. Pero habla con mucha claridad, su cultura es amplia y el conocimiento de la historia local y nacional no le pide nada a nadie. Es amable, orgulloso padre de un hijo quien pronto será médico y que recién llegó de  Cuba adonde fue a estudiar. En la isla conoció a una cubana, ahora su esposa y madre de su hija, Andrea.

 

―¿No que los yaquis no se juntan con otros? ―pregunto a Silverio, en tono de broma.

―Pues ya ve que sí, jajajaja…

 

Todos reímos. Es verdad que los yaquis sí se han mezclado y cada vez más. Claro, hace siglos era muy difícil. Pero no por lo que pensé en un principio, cuando hube entrado en el maravilloso mundo indígena de estos sonorenses. Es al revés: no se mezclan porque los renuentes son los yoreme o yoeme, como ellos se llaman.

 

Mientras hacemos antesala en la casa de Petra Wikit, su madre curandera, Juan Silverio Jaime nos relata la mítica historia de Torcuato de la Huerta. La Independencia se hallaba recién consumada y éste mozo, español y huérfano, trabajaba en Huírivis para la misión que habían retomado los franciscanos. En la ribera del Yaqui conoció a Josefina (o Josefa) Armenta Castro. Se enamoraron pero casarse no era negocio que pudiera prosperar entre ambos. Ella avisó a sus padres quienes lo impidieron. Rogando, logró que la decisión fuera sometida a al juicio de todo el pueblo. Reunidos sus miembros dijeron que no procedía, pero un viejo sabio propuso que se consultara a los siete pueblos restantes. Así fue. En pleno concejo, con los muchachos sentados al frente y teniendo como intermediario a un sacerdote, se resolvió que no. Pero otro anciano formuló, en salomónica decisión, que Torcuato fuese sometido a una prueba: sin ayuda de nadie, debía conseguir un marrano, unas flores o hierbas, un venado y unos peces, y entregarlos al domingo siguiente. Obvio: cada prenda estaba lejos y había que trabajar mucho para conseguirlas. Llegó el día, pasaron las horas, y Torcuato, sin aparecer. Se burlaban del sacerdote que, cual celestino, quería facilitar el matrimonio. Al atardecer, de forma milagrosa, el joven apareció desfalleciendo con todo lo que le habían pedido. Los peces estaban podridos. Él cayó en el piso como una plomada. Los gobernantes y todos se admiraron por el valor de Torcuato y el sacerdote, entre tanto, le auxiliaba y daba gracias a Dios por haberlo regresado con vida. Tuvieron que aceptar el casamiento pero, de nuevo, un anciano viejo requirió una última prueba: se habrían de casar hasta que el español (se dice que era granadino) terminara de construir la casa en que vivirían. Y así fue.

 

―Torcuato es el abuelo de Adolfo de la Huerta Marcor. ¿Cómo les fue con él?

―Bien, muy bien.

―¿Cómo gobernador (1916-1917) o como Presidente de México (1920)?

―De las dos maneras ―dice contento.

 

La bella anécdota me hace recordar los doce trabajos de Hércules de la mitología grecolatina. Pienso también en la buena prenda de amor que demostró Torcuato. Alejandro dice que había oído la misma historia contada por don Lolo, otro yaqui a quien conoció décadas atrás, y a quien sí le tocaron los tiempos de las guerras a principios de siglo. “Pero la historia era diferente”, dice. “Ah, pero así es la tradición oral”, comento. Nos reímos emocionados por lo que acabamos de escuchar.

 

―¿Y cómo les fue con Francisco I. Madero (1911-1913)?

―No bien.

―¡Ay, Silverio! yo creo que estaba muy preocupado por otros asuntos, como el de que lo querían asesinar ―replico y el maestro… asiente.

 

Le sintetizo mis lecturas de los Cuadernos espíritas (1900-1908) y comparto con él mi punto de vista sobre don Pancho: que me sorprendí al descubrir que su lanzamiento como candidato contra Porfirio Díaz, el Plan de San Luis y el inicio de la Revolución fueron inspirados y, aun más, implícitamente mandatados por los espíritus de sus hermanos Raúl y José, fallecidos. Silverio está más callado que nunca. No interrumpe. Alejandro sigue conduciendo el automóvil rentado. Incluso, le digo, La sucesión presidencial lo redactó Madero bajo la supervisión de su hermano Raúl.

 

―Sí, en ese libro menciona el problema del yaqui.

―Yo pienso, Silverio, que no le dio tiempo de atenderlos. A lo mejor si hubiera durado más años en el poder…

―Puede ser, sí ―externa con cierta compasión.

―Y lo mataron. La última comunicación de su hermano Raúl es de 1908 y, desde entonces, él le advierte que es probable que pierda la vida en esa lucha. Y mire, así fue. Yo creo que tenía muchas cosas en la cabeza, ¿verdad?

―Ahora que vaya con mi mamá, pregúntele sobre lo que habla con los muertos.

 

•   •   •

 


Click HERE is best bookmaker in the world.
Offers Bet365 best odds.
All CMS Templates