• Beatriz Gutiérrez Mueller
  • 27 Noviembre 2012
".$creditoFoto."
Por: Beatriz Gutiérrez Mueller

 (Publicado en la revista Elementos, BUAP, 2012 y reproducido aquí con autorización del editor)

Por la mañana, el maestro Silverio narra las tres hermosas historias acerca de la fundación de su pueblo. La más añeja es que en su nación nacieron creados por el Io (Dios o la entidad divina), quien les dio el agua y la tierra para sobrevivir. “Nada de que venimos del mono y esas cosas”, dice.

 

La segunda historia es, por el contrario, la del nómada que busca un lugar de asiento: los antiguos yaquis caminaron y caminaron durante siglos hasta que, por instrucciones del más anciano, pararon la búsqueda. En ese punto geográfico, el sabio extendió un pergamino, sacado de entre sus pertenencias. Silverio dice que así le llamaban pero que, en realidad, el folio era un petate de carrizo. Cuando lo hubo extendido sobre la tierra ―prosigue― el agua brotó de allí, en ese instante, para regalar a los nuevos inquilinos la posibilidad de vivir como humanos. El viejo ordenó, a continuación, que cuatro grupos de jóvenes guerreros se dirigieran hacia los cuatro puntos cardinales para definir el territorio. Pregunto a nuestro guía si cada uno de ellos se distingue por algún elemento, no sé, el fuego; o por colores…

 

―¡Sí, claro! Porque el viejo dice a unos: “ustedes se irán hacia donde viene el frío y ustedes hacia donde va el calor,” y así…

 

Aquella bandera pintada sobre una pared, ahora tiene entonces un mayor significado para mí. Las cuatro estrellas son los cuatro elementos que, como nos dijeron los antiguos presocráticos, los chinos, los hindúes, hacen posible la vida en la Tierra.

 

El tercer mito, “surgido miles de años después”, es de manufactura jesuita, me aclara Silverio. Aunque pronto me doy cuenta que, en realidad, aquellos misioneros no lograron modificar por entero la cosmogonía yaqui.  Su religión es católica pero a su manera. Tampoco los franciscanos que recuperaron el territorio tras la expulsión de los jesuitas en 1767. Los yaquis rezan en latín, bailan la danza del venado, tienen a sus propios sacerdotes que no están obligados al celibato ni a plegarse a ningún obispado, etcétera.

 

Esta última leyenda, la que hoy cuentan a sus hijos, se llama Canto de las Fronteras: Dios envió a cuatro profetas, acompañados por cuatro ángeles para consagrar el territorio de los yaquis. Se estableció una frontera imaginaria, devota y divina.

 

―Eso que me cuenta me hace recordar la promesa de Yahvé a Abraham, a Moisés… ―sugiero. Mientras, sigo pensando que los jesuitas nunca fueron tontos.

―Ándele ―interrumpe, y se le abrillantan los ojos. ―Y marcharon por todo el territorio, por el arroyo Cocorake… Fueron danzando, cantando, tuvieron ahí unas fricciones con grupos de vándalos de otras tribus, pero se impuso el peregrinar.

―Es como el evangelio de Mateo, en el cual Jesús siempre predica caminando, nunca se detiene. Hasta la llegada a Jerusalén. ―Y ratifico la astucia jesuítica.

―Así es, sí, exactamente. Ese es el Canto de las Fronteras. Son las letanías que van haciendo.

―¿Son cantos o recitaciones?

―Sí, cantos ―responde emocionado.

―¿Se sabe alguno?

―No, la verdad no.

―¿Quiénes los saben?

―Más bien los sacerdotes, sí… Mi abuelo fue sacerdote…

―¿Y le gustaría saber esos cantos?

―La verdad, sí.

 

Seguimos en Vícam. Mientras Silverio responde a mis preguntas, Alejandro calla. De por sí es callado, de pocas palabras. Me entero pocos días antes de nuestra visita a la zona yaqui que su abuela pertenecía a una de estas tribus.

 

―¿Cómo? ¿Qué no se supone que no se mezclaban?

―Pues ya ves ―me dice, como confiándome un secreto. Hace un silencio. ―Fue muy fuerte, imagínese ―agrega, intercalando el “tú” y el “usted”, algo que me extraña. Alejandro ha sido hombre de confianza de mi esposo durante más de 15 años. Se lleva las manos a las rodillas, como para estirarse, tomar aire y decir al fin:

 

―Fue muy fuerte. Incluso, tras el casamiento a mi abuelo lo desheredaron.

 

Después confirmaré que los yaquis hacen los mismos movimientos cuando hablan de cosas profundas.

 

Me quedo pensando en la rigidez del yori. Porque así nos llaman a los no yaquis, seamos morenos, más blancos o muy blancos. Pero resulta que los rejegos son los yoremes. De hecho, otra matrona, de nombre Petra Wikit, horas más adelante en este viaje, me hará voltear las manos para auscultar bien mi color de piel.

 

―Eres una gaviota.

 

Me quedo pensando si mi cuerpo o mi complexión ha sido animalizada, pero no. Soy gaviota por ser blanca, “muy blanca”, me aclarará después Silverio, cuando estemos en marcha hacia otro pueblo. En casa de Martha Paredes, jefa coyota, a través de mi traductor hará el mismo comentario:

 

―Dice que eres muy blanca ―traduce Silverio.

 

Y yo misma, de forma juguetona, incluso volteo el antebrazo para que lo constaten. Se ríen las dos, el traductor y otro maestro, quien ha sido el “contacto” para la cita con estas dos mujeres, madre e hija. Y ahí me revelan que todavía no hace mucho, las madres enseñaban a sus hijos a desconfiar del yori, amenazándoles: “Cállate porque ahí viene un yori”. Yori como demonio, sinónimo de maldad. Como cuando le digo a mi hijito de casi cuatro años: “si me sigues pegando, le digo a la señora chimuela que te lleve a su casa”.

 

Los yaquis siguen enseñando a sus hijos a desconfiar del blanco. Entrar a su territorio divino requiere afanes y gestiones. Si alguien deseara dar un paseo, tocar puertas para hablar con ellos, curiosear, turistear, ¡qué se yo! sin duda, recibiría un palmo de narices.

 

Son procelosos y desconfiados. Su mirada no es esquiva ni sumisa. Miran de frente, auscultan con las pupilas y desgranan las intenciones de su visitante como quien, con poco dinero en el bolsillo, se toma mucho tiempo para decidir si ha de comprar tal o cual camisa: si le combina, si tiene algún desperfecto, cómo van los botones, la empuñadura, la solapa. Me quedo corta con la comparación. Su mirada es lo que más me ha impresionado.

 

Había leído en crónicas antiguas, escritas por sus conquistadores o los científicos del Porfiriato, la admiración que les prodigaban por su fortaleza física, el vigor con el que pueden cargar o caminar. Pero a mí, en realidad, es el contorno de sus ojos y la forma como miran. De lo primero, me llama la atención los párpados caídos, aun si son personas jóvenes. Ese pedacito de piel entre las pestañas y las cejas parece un gusanito bombacho, arrebujado en la comisura exterior de aquellos fanales. De lo segundo, el color del iris, oscuro como la pupila, casi sin distingos. La vieja María Matuz me parece que ya encegueció pero, de igual forma, ausculta, siente. La matrona Petra, esa sí, desprende aguijones, lancetas envenenadas, queriendo saber si los ojos de “la gaviota” que tiene enfrente caen vencidos. Yo me divierto un poco con el juego retador y le lanzo una sonrisa. Estamos en el patio techado de carrizo, afuera de su “consultorio”. Después del tiroteo de miradas con que me ha dado la bienvenida, sin parpadear (o eso me lo parece), comienza a recorrer mi cara, el cuello, el cuerpo todo. Se burla de mí, sonriendo extrañada. Sigo resistiendo. Tengo las manos en los bolsillos de mi pantalón y siento que ella me manda decir que debo sacarlos para mostrárselas. Lo hago. Le enseño la palma de cada una y las meneo abriendo los diez dedos. Sonríe de nuevo, ya menos burlona. Yo me siento acosada pero, también, fascinada. Sé que jamás nadie me había mirado de esa forma. Se lo comento después a Alejandro ―una vez que hemos dejado y despedido a Silverio en su casa― y, alternando entre el tú y el usted, me dice que eso estuvo muy mal; también sintió inhibición. Pero yo vuelvo a reír, entretenida.

 

No sé qué hora es. Tampoco he llevado reloj. Es un olvido mío. Tampoco me importa mucho si aquí, en la nación yaqui, el tiempo se mide de otra forma. En ese ir y venir por los pueblos, me percato de que hemos pasado ya unas cinco veces por la “Estación Ortiz”, una construcción derruida de los tiempos de don Porfirio. Cada vez que la dejamos atrás, Silverio recuerda que allí tuvieron presa a su abuela en alguna de las guerras del pasado. Cuando se construyó la línea ferroviaria que va de Guaymas en Sonora, en 1881, algunos caseríos se formaron alrededor de ellas. Y aquel camino de hierro, hoy en desuso, es el que marcó el trazo de la carretera federal No. 15 que va de Guaymas a Hermosillo hacia el norte, o de Guaymas a Navojoa, por el sur. Algunos de los pueblos yaquis pertenecen a Guaymas y otros, a Ciudad Obregón.

 

―Paradójico que la cabecera municipal tenga el nombre del presidente Obregón, ¿verdad, Silverio? ―Y Alejandro se incomoda. Días antes insistió en que ese nombre “ni se menciona”. Pero yo quiero ver la cara de mi guía. No me mira como su madre, doña Petra, sólo se ríe y dice con cierta parsimonia.

―Sí…, así es. Por eso, nosotros llamamos al municipio “Cajeme”.

―Hacen bien ―digo yo, mientras Alejandro muestra una cara de alivio.

 

El recorrido continúa. Pasamos por Tórim, Huírivis, Lomas de Guamúchil… Siempre al fondo se ve la cordillera sagrada de los yaquis: la sierra del Bakatete. Allí sucedió una perversión inolvidable hace más de cien años: asesinato, persecución, sitio, crimen, inmolación, rapto, violación de mujeres. Las guerras del Yaqui, como se le conocen. Pero la distancia en el tiempo es la cercanía en la memoria de estos pobladores de piel tostada. Le pregunto a Silverio por sus afamados guerreros. Y, para sorpresa mía, me dice que su gente prefiere a Tetabiate. No es que Cajeme (”el que no bebe agua”) tenga demérito si él inició la defensa del territorio en el voraz Porfiriato. Pasa que Cajeme fue, al final, untorocoyori, un traidor: sirvió al yori en su ejército. En efecto, nos dicen los historiadores, José María Leyva se inscribió en las fuerzas federales en 1853 y por sus méritos, fue nombrado “alcalde mayor” del pueblo yaqui por el entonces gobernador Ignacio Pesqueira. A Pesqueira le salió el chirrión por el palito pues Cajeme unió a los yaquis para emprender la guerra contra el gobierno en 1875 y lo mataron en 1887.

 

―Nosotros pensamos que Tetabiate es más un guerrero como nosotros.

―¿Porque no se unió a los federales nunca?

―Exactamente. Y además, que no tiene ningún mérito de qué creerse. Era su misión y la cumplió. Así como cada yaqui tiene la suya.

 

Tetabiate (llamado en castilla Juan Maldonado) era discípulo de Cajeme. Encabezó la siguiente guerra hasta que se consumó la “paz de Ortiz” (15 de mayo de 1897). El armisticio duró poco. Le comento a Silverio que Francisco del Paso y Troncoso escribió que ese día los yaquis entregaron sus armas.

 

―No, eso no es cierto, se las quedaron.

―O sea que por ahí quedaron.

―Sí, pues, claro…, no se sabe.

―¿Y es verdad que lo mató su segundo, José Loreto y Villa?

―Lo mataron los federales pero Loreto le pegó el tiro de gracia.

―Era un torocoyori

―Sí. Aunque él era yaqui genuino, no estaba mezclado con los blancos.

 

Hablamos de los torocoyoris y las traiciones. Los yaquis usan a menudo estas palabras. De hecho, cuando he entrado con doña Petra a su “consultorio”, le explico que he venido a visitarla, etcétera, y le pido permiso para grabar. No hay que fiarse siempre de la memoria, le explico, aunque veo que los yaquis la tienen similar a los elefantes. Es impresionante constatar cómo saben la historia de sus pueblos, aun con las versiones y correcciones que sean posibles. Y doña Petra, tan altanera como al principio, me mira de reojo y sus ojos punzantes son ya un proyectil que ha lanzado flechas envenenadas.

 

―Me has traicionado ―espeta, y se queda silenciosa, sin dejar de mirarme.

 

“¿Qué se hace en estos casos?” me pregunto. En segundos cruzan varias posibilidades por mi cabeza: una, levantarme y marchar, incluso, requerir de Silverio una explicación si el encuentro se había arreglado de antemano y otros entrevistados accedieron a dejarse grabar. Otra, esperar su siguiente reacción; una más: reír. Opto por esta última. Admito que es una solución nerviosa. Le sonrío y ella, entre molesta e intrigada, respira profundo, cierra los ojos y se concentra. Me parece que está estableciendo contacto con algún espíritu con los que suele hablar. Exhala, inspira de nuevo, abre la boca y salen los efluvios espirituales. Entretanto, observo las imágenes de su “consultorio”: los santos Cipriano, Ramón Nonato, Bárbara, Charbel… Levanta las manos que posaban en sus rodillas, en señal de resignación. Pienso que aquél le ha dicho que puedo ser confiable, no lo sé; porque ella no me dice nada sobre aquélla consulta. Y yo me quedo en el borde de la camita de sábanas blancas, sentada, a la expectativa.

 

―Eres un ser de luz ―dice al fin.

 

Y, si mi percepción quiere ver lo que es y no lo que no es, con su tono y actitud me da a entender que no puede expulsarme de aquella choza. “Eres luminosa, muy blanca. Una gaviota”. Yo le pregunto si ella es un animal. Se sorprende. Responde con un “no” rotundo. Le digo que, cuando pienso que soy un animal, me veo como un conejo. Se ríe compasiva y se acomoda el paliacate azul marino que usa para tapar sus cabellos. Me da una sobada en hombros y brazos. Luego me pide que cruce mis antebrazos, uno sobre otro, con las palmas de las manos hacia arriba. Ella se apergolla con sus propias palmas, como si saludara, conservando también sus antebrazos en la misma posición que yo. Pienso que hemos armado una cruz. Me aprieta fuertísimo. Siento su brava energía. Al salir, le cuento a su hijo Silverio y él me narra que esa fue la señal que recibió de Jesús-Cristo cuando fue consagrada como chamana. Porque el hijo de Dios, en persona, acudió a la comida que ella organizaba para tan importante acontecimiento en su vida y de este modo la bendijo.

 

•   •   •

 


Click HERE is best bookmaker in the world.
Offers Bet365 best odds.
All CMS Templates