• Beatriz Gutiérrez Mueller
  • 27 Noviembre 2012
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Por: Beatriz Gutiérrez Mueller

(Publicado en la revista Elementos, BUAP, 2012 y reproducido aquí con autorización del editor)

No es tarde, tampoco temprano. Igual da. El reloj, aquí, pareciera no existir. Son las luces las que avisan si comienza a amanecer o, ya puesto el sol, si es hora de disponerse al sueño o… partir.

 

Por estos días, lo que entusiasma a los yaquis es el inicio de la cuaresma. Son cuarenta días que anteceden a la Semana Santa, periodo en el cual los párvulos viven emociones divertidas e intensas: son vestidos como chapayekas (a semejanza de los fariseos en tiempos de Jesús) y brincotean en las calles de sus pueblos pidiendo “apeso”.

 

―Hijo, ¿qué es apeso? ―le pregunto a un chiquito de unos ocho años (aun no vestido de fariseo), afuera de la casa de María Matuz.

 

El niño se me queda mirando. No habla “castilla”. Repite: “Apeso”. Alejandro le dice “no tengo” pero el chamaco mira las galletas que llevamos y que esperan convertirse en regalo para María Matuz.

 

―No, esas no. Son para doña María.

 

El niño no comprende y se marcha resignado.

 

Ellos no se llaman yaquis. Ese nombre se lo dieron los españoles. En concreto: los jesuitas, establecidos allí desde el XVII. El nombre que ellos se otorgan es yoreme (a veces me suena a yoeme): “el que nace” o “el recién nacido”. Y yaqui, que proviene de la voz ia’qui’mi es, en realidad, “el sonido del agua de aquí”. “¿Dónde es aquí?”, pregunto.  Aquí es su agua. Porque todo en estos pueblos gira en torno a los cuatro elementos: agua, aire, fuego, tierra. El número cuatro, me parece, es sagrado. No he podido preguntárselo a Juan Silverio porque mientras conversamos, hay interrupciones, voces ajenas, ruidos, distracciones: unas van desde las más simples como es buscar la casa de unas viejas matronas ―si es ésta o aquella, si hay que dar vuelta a la izquierda o mejor de frente. Otras, intuyo, son desviaciones que Juan Silverio propicia con deliberación, ora para evadir un tema, ora por pensar cómo debe responder. A veces lo logra. Otras insisto hasta que obtengo una respuesta.

 

            Entre las muchas idas y venidas que damos a lo largo del único camino pavimentado de la zona, alcanzo a ver pintada sobre la pared de un deportivo, la bandera de la nación yaqui. Tiene franjas de tres colores: azul, blanco y verde.

 

―”Como la mexicana” ―insinúo a Silverio.

―No, más bien como la francesa. Porque el verde en realidad es azul.

 

En la franja blancuzca (porque el terregal que ahí se remueve la ha ido tiñendo hasta tornarla cremosa) aparecen tres símbolos: el primero está en el medio; es la cruz cristiana. Hacia arriba, una luna en cuarto creciente (¿o decreciente?) y hacia abajo, un sol con ocho rayos. Sobre la guarnición de pintura azul, dos estrellas amarillas de cinco puntas. Sobre la verde, lo mismo. Otra vez el cuatro. 

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