• Sergio Mastretta
  • 13 Junio 2013
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Por: Sergio Mastretta

La nueva tierra de Audi es plana y amarilla. La nueva tierra de Audi ya no es tierra, es plataforma, es maquinaria, es método, es grito rotundo, es el polvo de todos nuestros extravíos. Y nuestros sueños de mundo. Y de paraíso.

“No señores, no se permite el paso --nos dice un muchacho encapuchado contra el polvo en la entrada principal a la tierra prometida, la que cruza el bordo--. Tienen que pedir permiso en Infraestructura.”

Y no la veo. La llanura del capital faraónico está detrás de un bordo de quince metros de alto que se pierde en una línea seca hacia el sur y contra el sol de la media tarde. De este lado, el pueblo de San José Chiapa, aturdido y simplón, apenas atado a un pasado invisible en los dos cedros enormes que custodian la iglesia en la que se ocultara hace 350 años el obispo Palafox. El pueblo campesino al que el futuro lo alcanzó como se viene encima un huracán. Y en el torbellino llegan los mil rostros del Estado mexicano, igual depredador que visionario. Igual, para la vida eterna, los socavones criminales de los bancos de materiales contra la tierra campesina, que el sustento inteligente de la universidad pública para imaginar un futuro rural distinto.

De un lado del bordo, la tierra prometida, del otro, el pueblo que ya no será.






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