• Sergio Mastretta
  • 23 Mayo 2013
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Por: Sergio Mastretta

 

En el otoño de 1990, Sergio Mastretta realizó para la revista Nexos una investigación en la tierra caliente mexicana contendida en la cuenca del río Balsas, desde su extremo oriental en los ríos Atoyac y Mixteco, en las estribaciones de los estados de Puebla, Oaxaca y guerrero,  hasta el extremo occidental en el río Tepalcatepec, en la frontera de Jalisco y Michoacán.

Así presentó entonces nexos el reportaje que arrojó esa experiencia periodística:

“El reportaje que publicamos aquí se ocupa de una de las zonas más vivas e inquietantes de México, con una increíble densidad histórica y una incomparable homogeneidad social y cultural. Hoy, una zona cruzada por la violencia política y policiaca, el rezago agrario, el narcotráfico. La zona en que conviven las camionetas Cheyenne y la tienda de raya, la nota roja y los corridos y las leyendas, las "pangas miserables" por el Balsas y los ‘puentes formidables en autopistas’. La Tierra Caliente es hoy lo mismo un nudo nacional que, más que una continua expectación, un nuevo comienzo de esperanza, una apuesta de que ahí acabarán dirimiéndose, para bien, varios de los asuntos más urgentes de la agenda del país. Por eso nexos le encargó a Sergio Mastretta que con amplitud y profundidad nos diera el pulso de este México intenso. Este es el resultado. Invitamos al lector a entrar en él.”

Veintitrés años después, esa región histórica profunda de México arroja acontecimientos difíciles de comprender a vuelo de pájaro: la insurrección magisterial en Oaxaca y Guerrero, que ha puesto en jaque la reforma educativa impulsada desde el gobierno federa,l o la violencia sin freno que recorre todos los pueblos y que se expresa de manera terrible en la guerra civil entre las llamadas “guardias comunitarias” y los “Caballeros Templarios” en la región de Tepalcatepec, en Michoacán. Es una realidad que demanda para su comprensión conocimientos históricos y narraciones en detalle. No es fácil entender la violencia que marca esta trágica etapa de la historia nacional. La mirada de largo plazo puede ayudar.

Mundo Nuestro reproduce con ese propósito este extenso reportaje  dividido en cuatro partes. Aquí la primera.

(Primera de cuatro partes)

Verano de 1990, media noche en la carretera Ajuchitlán-Ciudad Altamirano, en el corazón de la tierra caliente de Guerrero y Michoacán. Venimos de una tarde de cervezas con campesinos de uno de los once municipios que el PRD ganó en la tierra de Figueroa. El llano oscuro se recupera del día, deja de ser el horno infernal que todo lo consume. Ahora el tiempo sólo existe en los faros del automóvil: una línea estrecha cortada por arroyos que derivan al Balsas solitario, a la derecha del camino. Imaginario, el río pobre del territorio nacional, suspendido en sus afluentes como el esqueleto tieso de un pescado, es la arteria campesina.

Se condensan los hechos y las preguntas que motivan el viaje: entre diciembre y marzo un PRI alicaído en el sur, el cardenismo en auge, más de treinta municipios de la cuenca del Balsas gobernados por la oposición, decenas de pueblos cercanos a la guerra civil, la presencia indeleble del narcotráfico, el desborde de la violencia política, policiaca y criminal. En la línea recta de la carretera, como los vapores desprendidos de los canales de riego, pasan las imágenes de una ruta periodística que sigue el rastro de la insurgencia municipal antipriísta, desde el sur mixteco y bracero de Puebla y Guerrero, hasta el oeste cristero y bracero de Michoacán.





Horas antes, a las dos de la tarde, una de tantas imágenes: un mitin de campesinos perredistas encabezados por Zenón Santibáñez, diputado local mal visto por la dirección estatal de su partido por sus planteamientos de diálogo con el gobernador Ruiz Massieu. Dos mil ejidatarios demandan ante el Banrural de Altamirano créditos suficientes y a tiempo. Zenón, un hombre prieto de 37 años, economista por la UNAM y ex-pemesista, nacido en un ranchito de Tlapehuala cuyos jornaleros ganaron por el reparto cardenista las tierras resecas de las haciendas, afirma que están ahí porque los funcionarios no entienden de otra forma. En el hervor del asfalto es imposible imaginar espacio para la política. Pero ahí están los campesinos con su reguero de sombreros, mantas y demandas. Ni siquiera sudan cuando explican su presencia ante la Federación: "Es sencillo, amigo -dice un viejo de Patamho-, a la hectárea de maíz uno le mete 800 mil pesos, y aquí los licenciados nos prestan 50 mil, ónde pues. Y uno le hace fiestas al inspector, le mata el becerro a los ingenieros, hace el tonto cuando echan el piropo a la mujer, todo pa que al final salga el Banco con que le debemos, tenemos la cuenta recargada y no hay dinero".

Por eso el campesino José Santana, un ajuchitleco que pide la palabra en la mesa bajo el mango, que demanda silencio a sus compañeros para encararme, se levanta sobre el conjunto de imágenes de un mes que ha repetido personajes y monólogos similares al enfrentar al reportero. La voz se condensa en los vapores de la noche, se pliega al camino: "¿Usté preguntó por qué no más PRI, señor? Porque no nos sentimos mexicanos iguales a todos, aunque la Constitución diga que tenemos los mismos derechos. Pero hay un dicho, no hay mal que dure cien años y éste ya tiene sesenta. Ya nos cansamos, ya entendimos que no es posible seguir así. Cuando alguien protesta es porque tiene un porqué, pero eso el gobierno jamás lo entenderá. Aquí muchos lucharon con la revolución, muchos que no podían ni escribir porqué pelearon. Ellos vieron que no sirvió de nada, pronto volvió a quedar el mismo caciquismo, el poder de nuevo quedó en manos de gente altamente rica. Así es señor, si usté tuviera la oportunidad de sufrir todos los atropellos, todas las marginaciones y arbitrariedades entendería a lo derecho por qué no más PRI".





Pasamos los vados sin problemas, no ha llovido. La línea recta del camino no cede, tampoco las cavilaciones: hemos encontrado Santanas desde el sur poblano hasta la frontera de Colima. ¿Es posible una visión global? ¿Es válido hablar de la cuenca cardenista tan sólo porque el viejo general tomó como territorio de la revolución hecha gobierno este espacio tallado por el sol, este montón de ejidos que brotaron como alacranes debajo de las piedras de las haciendas? ¿Qué explica la palabra cardenismo en los conflictos de estos pueblos? ¿Cómo se matarían o con qué pretexto si no tuvieran por siglas nuestros PRI versus PRD de la modernidad?

Cualquier monólogo se estrella contra una linterna a media noche en la carretera desierta de Ajuchitlán, la que baja de la sierra de Lucio, de la sierra del narco y la guerra. Es una luz que exige el alto. Es una luciérnaga que manda en el reflejo de cuatro fusiles Cuerno de Chivo que exhiben figuras fantasmales. Alto en la carretera: cuatro fusiles apuntan al auto de un periodista que sigue la huella de la insurgencia campesina. Un periodista que por fin es consciente de que está en otro país.

Navegar el Balsas en los trazos disparejos de las carreteras que lo cruzan -igual pangas miserables en brechas solitarias que puentes formidables en autopistas que lo ignoran- es perderse en una nación campesina de insurgencia y arraigo tradicionales, más allá de la frontera del calor y de la milpa. De uno a otro extremo de la cuenca la realidad es la de un sur agrario que envuelve en la parsimonia rural las intromisiones de la modernidad: al extremo poniente, en el rancho el Ahuaje, municipio de Aguililla, Michoacán, cincuenta casas rudimentarias, la mayoría de madera y tejamanil, conviven con 45 antenas parabólicas, escudos legendarios del narcotráfico. Al extremo oriente, en Acatlán de Osorio, Puebla, una fila de mujeres espera tranquila, como si estuviera en la cola del molino de nixtamal y no frente a la oficina de correos, por sus giros postales, los dólares y las esperanzas de sus maridos mixtecos en el norte. En medio, el río padre y sus afluentes, con centenares de pueblos que se asoman a la vida: en Zirándaro, en la frontera caliente de Guerrero y Michoacán, cuatro hombres remolcan en el lanchón un camión torton cargado de melones producidos con el financiamiento de una compañía norteamericana Es la revolución del capital en la nación del temporal.



Tomada de zirándarogro.com

Navegar a otro país, un país invisible que está a la vuelta de la ciudad de Puebla, a una cuadra del Distrito Federal, a un semáforo de Morelia, a dos de Guadalajara. Un país como una ciudad perdida que el altiplano no quiere ver. Porque si se viaja a la aridez poblana, a los fósiles de Tepexi o a Tecomatlán, la tierra prometida de Antorcha Campesina (con sus viviendas del Infonavit y su parque recreativo), y se va y se viene en un día, uno descubre en un chispazo la existencia de la región diferente: el calor, la cañada reseca, el rezago campesino. Pero la dinámica urbana deshace el trago amargo como se desvanece un espejismo en cualquiera de esas carreteras sureñas de sol implacable. La visión de lo distinto, del país ajeno, no adquiere el cuerpo brutal que en la realidad se sumerge en esa depresión geográfica del sur agrario. Una gran cañada que se extiende quebradiza desde la sierra del Tentzo, que con el Atoyac corta la salida del crecimiento infernal de la capital poblana, y se desparrama a un mundo abajo de los mil metros, un paisaje de órganos y ónix, alacranes y frutales, aldeas y milpas, sometido a la sombra granítica del laurel de la India y la figura mítica del nevero contra la sed. Desde la Mixteca que comparte el ámbito de miseria de Puebla, Oaxaca y La Montaña guerrerense, hasta las inmediaciones de la Sierra del Tigre, en Jalisco, llevándose de un golpe la mitad de Morelos y Guerrero y cortando de tajo a Michoacán. La cuenca del Balsas tiene más de 600 kilómetros de largo y alrededor de 116 mil kilómetros cuadrados. Es una sola y múltiple arteria campesina en el espacio insondable de lo rural. Dos ciudades, Iguala y Apatzingán, son verdaderas ínsulas agrocapitalistas. Fuera de ellas, más de cien municipios de Oaxaca, Puebla, Morelos, Guerrero, México y Michoacán y Jalisco escurren por sus cañadas al territorio del sol, la tierra caliente.

La violencia

De un día para otro el Estado y la sociedad descubren que la ruta del Balsas forma parte del corredor vital de la droga: el triángulo montañoso de Oaxaca, Guerrero y Puebla y las sierras de Guerrero y Michoacán siguen paso a paso la huella de Sinaloa. Apatzingán se convierte en un centro narco, de la mano de Uruapan. La ruptura es sinónimo de violencia: en 1989 hubo 340 asesinatos en el distrito de Apatzingán, 80 por ciento de ellos en la cabecera. En los últimos tiempos han sido detenidas 300 personas por homicidio. La cultura del narco adquiere el camuflaje de las películas de Mario Almada las camionetas Cheyenne rojas y negras queman las llantas en avenidas nocturnas al son de me fui pa California; los crímenes se amplifican en la nota roja de los diarios locales; jóvenes desconocidos apuestan 500 millones de pesos en una jugada de gallos; los movimientos en el negocio de bienes raíces se disparan a las nubes, los viejos ricos venden al triple sus residencias a campesinos que convierten en chiqueros los jardines. Y sobre todo, la presencia de la policía: a cualquier hora, igual en Tlapa que en Huetamo o Tepalcatepec, convoyes de camionetas polarizadas y sirenas abiertas recuerdan a los pueblerinos que los antinarcóticos están en guerra.



Foto de La Jornada

A Coalcomán, un pueblo fronterizo con Colima, a ocho horas de Morelia, bajan de cuando en cuando los muertos de la guerra en turno. Ahí se cuentan leyendas, como la del bandido Valentín Zamorano. Nunca lo agarró el gobierno de don Porfirio. Sólo podía ofrecer un pago en plata por su cabeza. A Valentín lo traicionó su lugarteniente, quien lo asesinó y le cortó la cabeza. Bajó con ella al pueblo. Al traidor no lo colgaron; en recompensa murió fusilado.

Después, en la cristera, el mismo gobierno bajaba sus muertos. Al enemigo lo dejaba colgado en la sierra La gente en los pueblos hilaba leyendas. Como la de los muertos que han bajado últimamente. "Cayeron unos marihuaneros", "le pegaron duro al ejército", se comenta para empezar la historia. Y se raya en la epopeya en una tierra acostumbrada a guerrear con el gobierno.

La historia de esta mujer la contaron al reportero en versiones similares lo mismo en Aguililla que en Coalcomán. Un destacamento de soldados llegó hace unos cuatro años a una ranchería de San José de la Montaña. Eran seis o siete soldados que perseguían a un marihuanero. En el patio del ranchito estaban una mujer y un niño. Los soldados no averiguaron que en la casa estaba la madre del marihuanero perseguido. Los militares torturaron a la mujer, la violaron y con las bayonetas le cortaron los pechos. También mataron al niño. En eso estaban cuando la madre apareció con un Cuerno de Chivo. Dicen que ella sola dio muerte a los siete soldados.

Días después el ejército volvió al lugar. Entonces ya no encontró a la mujer con el Cuerno de Chivo: topó con diez hombres con mayor potencia de tiro que los soldados. De Coalcomán bajaron los cadáveres de veinte hombres de tropa. "Es que allá en la sierra son tigres, y sí los cucan", reflexionan.

La segunda ruptura es política. Cinco municipios en la Mixteca poblana, cuatro de la Montaña, seis de la Tierra Caliente de Guerrero y doce de la misma región de Michoacán son gobernados por el Partido de la Revolución Democrática. Apatzingán, cuya presidencia estuvo tomada tres meses por un cabecilla campesino que rompió con sectores menos radicales o "priístas" dentro de su partido, está totalmente rodeada por municipios cardenistas. Igual sucede con Uruapan. Prácticamente en todas las alcaldías de la región hubo conflictos y tomas de las presidencias por perredistas descontentos por el fraude electoral, situación que derivó en su desalojo por el ejército el 6 de abril de 1990. La palabra violencia estuvo en la boca de las dos fuerzas políticas que se disputan el poder municipal. Tan sólo en Guerrero el PRD denunció la muerte de 12 personas entre enero y marzo de este año, "producto de la violencia gubernamental".

En este verano las cosas han vuelto al nivel de las pugnas soterradas, al reacomodo de fuerzas, a la meditación de lo sucedido. Es un pleito que no ha terminado: ahí está la alcaldía de Jolalpan, en el sur de Puebla, tomada por los priístas descontentos por el reconocimiento oficial al triunfo PRD-PRT aliados para las elecciones del 3 de diciembre del 89. Nueve muertos y una veintena de heridos en un intento de los perredistas por recuperar la presidencia el jueves 16 de agosto.

Son conflictos y muertes derivados de la lucha electoral. Cada uno de los municipios tiene su propia historia de crímenes y revanchas que se escudan en los membretes de la política nacional. El propio Jolalpan es un pueblo dividido en dos por el zocalito a causa de una antigua disputa por la tierra. Habría que verle así, caso por caso, para entender las muertes de esta ruptura.

Aurelio Peñaloza es presidente municipal de Zirándaro, un pueblo en la rivera del Balsas. El municipio dispersa 25 mil habitantes en 225 comunidades que en los años treinta y cuarenta vivieron el reparto agrario cardenista. Desde entonces vienen los hechos de sangre. Aún subsisten terratenientes como los Romero, en Huayameo, a quienes los campesinos les disputan cinco mil hectáreas. Es la primera vez que Aurelio, un abogado de 25 años, participa en política, pero ha encontrado el hilo del conflicto. Hijo de un expresidente municipal priísta, piensa que no es coyuntural que haya ganado el cardenismo: simplemente antes no había alternativas de cambio.

"El conflicto ha estado en la lucha por la tierra -dice-. Contra las resoluciones presidenciales los caciques oponen los asesinos a sueldo", que les han dado muerte a líderes agraristas en la zona como Marcial Peñaloza hace apenas unos años, igual que Alberto C. Reyes, Enrique Cid, Francisco Tuco y José González, todos campesinos del municipio de Zirándaro. Aurelio confiesa un capítulo de su historia familiar. Dos de sus hermanos se metieron a la guerrilla a principios de los setentas, pelearon en el grupo llamado MAR que prendió en la universidad michoacana. Uno de ellos fue encarcelado en 1972 en Lecumberri. Amnistiado por López Portillo en 1978, regresó a Zirándaro. Acababa de llegar, eran las tres de la tarde, cuando lo balacearon en la calle principal del pueblo, a la vista de todos. Los matones a sueldo echaron el cadáver en una camioneta y se lo llevaron. El nombre de Brigada Blanca se meció por primera vez en el aire.

En el filo del requiebre económico y la ruptura política que vive México, la cuenca del Balsas es un espacio geográfico metido de cuajo en la historia insurgente: corredor vital de los caudillos Morelos, Guerrero, Alvarez, Zapata y Cárdenas. Siempre, en la imaginación "civilizada" del altiplano, la conciencia de un sur agreste e incomprensible, encañonado en la visión de un Atila terrorífico que de cuando en cuando se remonta a las ciudades.

Por esa arteria campesina, por ese recorrido que inicia en el sur poblano del cacicazgo árido y en la Montaña de peones indígenas itinerantes, y termina en las estribaciones cristeras de Jalisco, sobrevive la noción de un país temporalero, de ejidatarios que son peones en sus tierras, proletarios en el norte y campesinos truene o llueva. En la trayectoria histórica, la visión de un territorio convertido en frente de colonización del altiplano al sur. La instauración de una economía campesina que bajó del norte y que a finales del siglo XVIII tenía sus avanzadas en los pueblos rancheros de Jalisco. A la vuelta del tiempo, sobre los orgullos de casta criollos, con los indígenas atrincherados en la meseta purépecha y en las montañas perdidas de Guerrero, se logró la consolidación de un mestizaje, una fusión de razas -indios, criollos y negros-, sobre el basamento del campesino vaquero. Es una corriente que se encuentra en la memoria familiar de la Tierra Caliente y la Costa Grande. Petatlán, por ejemplo, tiene sus antecedentes en Cotija, y en Aguililla los viejos se acuerdan de que sus abuelos vivían de niños en las inmediaciones de Chapala. "Es la misma gente, siguen el mismo patrón campesino", dice el historiador Jean Meyer. Y dice más la historia: por ejemplo que el abuelo del general Cárdenas era un mulato bien plantado, cuestión que la familia nunca quiso que saliera del ropero.

En la cuenca del Balsas se hallan más de 120 municipios, sin contar los innumerables de la zona de Tlaxiaco en Oaxaca 55 del sur poblano, 16 de la Montaña de Guerrero, 16 de la región del Mezcala, 9 en la Tierra Caliente guerrerense y 29 en la de Michoacán. A la cuenca bajan dos líneas de ferrocarril, una termina en el río y otra apenas llegó al mar (FC Apatzingán-Lázaro Cárdenas). Sólo tres carreteras brincan la Sierra Madre del Sur Para ver el Pacífico y no es posible recorrer por camino pavimentado toda la ruta del río. En los 37 ríos afluentes y en el río mayor existen 25 grandes presas, dos de ellas (Infiernillo y Caracol) construidas por la CFE. En toda la región no se riegan más de 150 mil hectáreas. Fuera del centro industrial de Lázaro Cárdenas, la zona minera de Taxco y la marmolera de Guerrero y Puebla, la cuenca no basa su economía en el subsuelo y la industria manufacturera Mira al país desde los islotes agrocapitalistas de Iguala, Altamirano y Apatzingán y desde la soledad de la parcela de temporal.



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