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Por Antonio Noyola



“¿Y vas a contar todo eso”, le preguntó una colega al reportero Artur Domoslawski, quien llevaba años recopilando datos sobre Ryzard Kapuściński y había descubierto que éste no siempre distinguía entre la realidad y la ficción, o para decirlo menos suavemente, incurría en exageraciones, inexactitudes y mentiras. “¿Qué otra cosa puedo hacer?”, le respondió Domoslawski, admirador del gran periodista polaco pero partidario de retratar a las personas con sus luces y sombras. El resultado,Kapuściński non–fiction,* es una biografía de primera línea que anima el debate sobre los nexos entre la realidad y su reconstrucción periodística.

     Como en todas las sociedades totalitarias, en Polonia imperaba un doble lenguaje. Los polacos le decían a las autoridades lo que éstas querían oír, reservaban para los círculos familiares o amistosos sus auténticas opiniones, y cuando escribían usaban metáforas y sobreentendidos. Kapuściński aprendió esto desde muy joven. En un currículum–vitae destinado a un trámite académico, confesó que las diferencias ideológicas con su familia lo habían llevado a vivir solo. No era así, vivía con su familia; pero a mediados de los años cincuenta hablar mal de los padres, que se habían formado en la corrupta sociedad capitalista, era una norma para los jóvenes miembros del Partido Obrero Unificado Polaco.

     Rysiek, como los llamaban sus amigos, comenzó su andadura periodística con poco más de veinte años de edad. Pronto llamó la atención con un reportaje en el que mostraba las opresivas condiciones de los obreros de Nowa Huta, el cual pudo publicar gracias al censor, un conocido que se hizo de la vista gorda. Después de la previsible reacción oficial –el cese del director del periódico y del censor–, una comisión oficial visitó Nowa Huta, y comprobó la veracidad del reportaje. Rysiek fue condecorado, y conforme a Domoslawski, extrajo tres lecciones de esta historia: “escribir significa exponerse a riesgos y asumir consecuencias […] la palabra escrita puede cambiar la realidad; y […] es importante buscar «arreglos» por vías no oficiales, contar con una red de amistades en los puestos de poder.”

     En 1956, el informe de Nikita Jruschov que revelaba los crímenes de José Stalin, agitó a los partidos satélites de la URSS; en el polaco se enfrentaron dos tendencias, una ortodoxa y otra reformista. Después de que una rebelión obrera en Posnán se saldó con un centenar de muertos, Gomulka, un líder de talante conciliador que había permanecido injustamente encarcelado por años, tomó las riendas del país, y aunque alentó esperanzas, terminó alineándose con los rusos. Ese mismo año, Rysiek trabó su primer contacto con el Tercer Mundo durante un viaje a la India; allí fijó las coordenadas de su quehacer periodístico: “empatía con los pobres, protesta moral contra las potencias coloniales […] interés por la alteridad.” En adelante, como escribe Domoslawski, buscó en otros lugares la revolución que se había perdido en su propio país. Kapuściński pudo emprender una fructífera carrera periodística en África y América Latina, dando cuenta de los procesos revolucionarios que acaecieron en ambos continentes en los años sesenta y setenta, mientras en Polonia el régimen se endurecía.   

 La ayuda y protección de las altas esferas del partido y del gobierno tenían un precio, y Kapuściński, sobre todo en sus comienzos, tendía a coincidir con el punto de vista oficial. Mientras el gobierno polaco mantuvo buenas relaciones con el de Etiopía, Kapuściński vio al emperador Haile Selassie como “un hombre de energía desbordante, mente aguda y gran sensibilidad (…) sin duda, la mente política más preclara de aquel país.” Después de ser derrocado por un grupo de oficiales respaldados por la URSS, Selassie se convirtió en un sátrapa ignorante. Al mismo tiempo, Kapuściński ejercía la crítica con alusiones que no pasaban desapercibidas para las élites polacas. Cuando publicó por entregas los finos y penetrantes relatos que años después integrarían El Emperador, uno de sus mejores libros, transpuso a Etiopía el doble lenguaje que regía en Polonia: “El que quería escalar los peldaños de palacio primero debía adquirir el conocimiento negativo, es decir, debía saber, ante todo, lo que le estaba prohibido a él y a sus súbditos: lo que no se debía decir o escribir, lo que no se debía hacer, omitir y descuidar.”

 


 

Kapuściński se identificaba con los sueños y padecimientos de los pobres y rebeldes del Tercer Mundo, y cuando regresaba de sus viajes sus amigos no sabían si iban a encontrarse con un guerrillero boliviano o un insurgente congolés. Después de vivir la revolución iraní dejó de comer cerdo y beber vino. El autor de Cristo con un fusil al hombro no creía que el periodismo objetivo fuera posible en situaciones de conflicto, y por eso estaba dispuesto a participar en los acontecimientos, no sólo a observar. Desde que escribió sus primeros reportajes en África, Kapuściński ganó fama de catastrofista pues tendía a cargar de tinta los sucesos. Colegas que lo acompañaron en Ghana, por ejemplo, cuentan que en sus reportajes una situación de cierto peligro se transfiguraba en una amenaza de fusilamiento, y el entorno se ensombrecía: la hierba de un metro se duplicaba, el camino transitable se angostaba y llenaba de hoyos. Esto no significa que Kapuściński se esforzara menos de lo debido o le faltara valentía. En África contrajo malaria y tuberculosis. En busca de una exclusiva, una vez recorrió 750 kilómetros en coche en un día. Y si bien escribía con gracia inimitable, lo hacía sin el rigor periodístico deseable y dejaba que la leyenda nimbara su figura.

     En la portada de la edición inglesa de La guerra del futbol podía leerse que Kapuściński había sido amigo del Che Guevara en Bolivia, de Salvador Allende en Chile y de Patricio Lumumba en el Congo. Lo más probable es que de los tres, sólo haya conocido fugazmente al defenestrado presidente chileno, y aun eso es inseguro. Domoslawski cuenta que cuando alguien mencionaba el asesinato de Allende en Santiago o la matanza de Tlatelolco en la ciudad de México, Kapuściński decía: “Sí, yo estaba allí entonces”. Quería decir que había estado en ambos sitios en la época en que habían ocurrido los acontecimientos, pero como comprobó Domoslawski, no en la fecha ni en el lugar precisos. “Este método de construir mitos consistía en deslizar sugerencias, crear convicciones en la mente de las personas. Kapuściński no entraba en detalles, no completaba el relato y en caso de verse contra la pared podía echarse atrás.” Fue lo que hizo cuando Jon Lee Anderson, su colega de The New Yorker y autor de un libro sobre el Che Guevara, le pidió que le hablara sobre el guerrillero. Kapuściński contestó que la nota de la edición inglesa era un error del editor. Más tarde, Anderson encontró la fábula repetida en una edición de Ébano, el gran libro africano de Kapuściński.

 

Investigando en varios países, Artur Domoslawski comprueba que  Kapuściński ha faltado a la verdad en casi todos sus libros. Barbara Goshu, una galerista etíope, considera a El Emperador tan fantasioso como los cuentos de Las mil y una noches; Haile Selassie, retratado por Kapuściński como un ignorante, leía con fruición en amárico, francés e inglés. El Sha, según Abbas Milani, biógrafo de Reza Pahlevi, está plagado de errores e imprecisiones. Kapuściński escribió que en el Irán de Pahlevi había cientos de miles de presos políticos; Milani, que fue uno de ellos, asegura que nunca pasaron de 4,500.* Ébano es severamente enjuiciado en el Times Literary Supplement por John Ryle, experto en la historia de África; además de enumerar copiosos errores fácticos, Ryle  señala que a pesar de su simpatía por las luchas anticolonialistas, Kapuściński ejerció una suerte de “orientalismo”** que hace prevalecer el mito sobre la historia e infantiliza a las sociedades africanas. Su suposición de que en África no hay librerías y sus líderes son iletrados, ignora más de un siglo de investigaciones universitarias y la existencia de más de cien universidades y bibliotecas.

Cuando un colega le reprochó el descuido con el que había narrado cierto episodio, Kapuściński, que era muy sensible a la crítica, respondió airado: “¡No entiendes nada! ¡No escribo pensando en que cuadren los detalles! ¡Lo que importa es la esencia de las cosas!” Sus obras, en efecto, iluminan con arte consumado los resortes del poder dictatorial, el anhelo de dignidad de los pobres y los motivos de la rebeldía social. Pero el dilema subsiste: ¿es legítimo inventar en un reportaje periodístico?

     En un curso, el propio Kapuściński esclareció las diferencias entre el periodismos anglosajón y el europeo. El periodismo cultivado en Estados Unidos e Inglaterra, de temple liberal, pretende representar a toda la sociedad, y exige, por tanto, información imparcial, objetiva y rigurosamente contrastada. La tarea del reportero consiste en registrar hechos, no en emitir opiniones; quienes opinan son los columnistas. La prensa europea, arraigada en los movimientos sociales, ostenta su compromiso político, y los reporteros expresan sus opiniones sin cortapisas. Kapuściński está emparentado con autores estadounidenses como Tom Wolfe, Truman Capote y Norman Mailer, quienes escribieron reportajes y crónicas subjetivas, aunque casi siempre las publicaron en revistas o libros, no en periódicos. 

 


 

Domoslawski observa que si bien en Europa continental se admite el toque personal en el reportaje, están proscritos los errores y retoques de la realidad. Kapuściński incorporó a su experiencia periodística acontecimientos inventados o coloreó en exceso los hechos. Si hubiera presentado sus estupendos relatos como ficción y no como reportajes, o si hubiera patentizado que aquí y allá alteraba los hechos por mor de la expresividad, tal y como en su momento hicieron Wolfe o Capote, su quehacer no hubiera concitado objeciones. Pero nunca lo hizo. Siempre presentó sus reportajes como una transposición fiel de la realidad. 

 

Al despuntar los años ochenta, con la emergencia de Solidarność, el formidable movimiento obrero que reveló la esencia totalitaria del Estado polaco, Kapuściński se encontró ante un grave dilema. De pronto, las exigencias de libertad, justicia y dignidad que había percibido en África y América Latina, cobraron forma en su propio país. Obedeciendo a sus instintos de reportero, Kapuściński acudió a ver que sucedía en los astilleros de Gdańsk, epicentro del movimiento; descubrió con deleite que los huelguistas leían sus libros, y decidió ayudarlos a comunicarse con los corresponsales extranjeros. La desinformación acerca de los motivos y razones de Solidarność originó un manifiesto firmado por muchos periodistas e intelectuales polacos, entre ellos Kapuściński. Impresionado por el autocontrol de huelguistas, que no permiten desórdenes en sus centros de trabajo, “comprende que los asuntos salariales, económicos, no son lo esencial en la revuelta polaca. Se reafirma en su convencimiento, alcanzado tras muchos años viajando por el Tercer Mundo, de que el motor principal de la mayoría de los movimientos de protesta, de las insurrecciones y de las revoluciones no es la lucha por el pan, sino la dignidad herida.” Una vez que las autoridades reconocieron al sindicato Solidarność, Kapuściński, que durante su dilatada vida profesional se había visto obligado a usar el doble lenguaje inherente a las dictaduras, publicó un texto en el que declaraba: “Ha empezado una nueva clase de lengua polaca. El tema: la democracia socialista.” En consonancia con estas palabras, y puesto que el Partido Obrero Unificado Polaco reaccionó con dogmatismo al desafío de los trabajadores, Kapuściński, que se sentía cautivado por Lech Walesa, dejó para siempre su militancia partidista.   

     Después de la caída de comunismo en la URSS y sus satélites, en Polonia se propagó el hostigamiento y la persecución de políticos, escritores, periodistas y artistas que habían servido al antiguo régimen. A pesar de su prestigio y de la rectificación ocasionada por Solidarność, es probable que Kapuściński concluyera que el examen de su pasado era peligroso. Tal vez tuviera razón, pero según Domoslawski desaprovechó la oportunidad de hacerlo cuando publicó El Imperio, su formidable fresco de la URSS. De haber escrito un sincero testimonio personal sobre las esperanza y desilusiones vividas como militante del comunismo, Kapuściński habría sobrepasado la crítica y ofrecido “un viaje intelectual al pasado, una búsqueda de la verdad sobre sí mismo y sobre las personas que se había entusiasmado con la gran idea”. Añade Domoslawski: “Parece bastante evidente que deseaba olvidarse del pasado, no debatir sobre él ni luchar contra él […] su pasado comunista le molestaba, le lastraba […] no sabía qué hacer con él.”

 

En los años noventa, Kapuściński colabora con Gazeta Wyborcza, el diario liberal dirigido por Adam Michnick. En un artículo, Kapuściński escribe que “hoy no hay izquierda ni derecha, sólo hay personas de mentalidad abierta, liberal, receptiva y que miran hacia el futuro, y personas de mentalidad cerrada, sectaria y estrecha que miran al pasado”. Esta profesión de fe liberal duraría poco. Unos años más tarde, entusiasmado con la rebelión del EZLN en México, Kapuściński recuperaría su mentalidad de izquierda criticando la globalización económica con argumentos marxistas.

     En 2007, cuatro meses después de su muerte, apareció una carpeta que lo vinculaba con labores de espionaje del régimen comunista. Afortunadamente, periodistas acuciosos como Artur Domoslawski aclararon que los servicios de Kapuściński se habían reducido a informes prescindibles sobre presuntos agentes de la CIA en otros países y en ningún caso habían comprometido a colegas o amigos de Polonia.

 

      *Domoslaswki, Artur, Kapuściński non–fiction, Barcelona, 2010, Galaxia       Gutenberg, Círculo de Lectores.

** Kapuściński también ejerció la autocensura. Temiendo poner en riesgo su carrera internacional, sin que se lo pidieran sus editores recortó de la edición estadounidense de El Sha las quince páginas que describen la conspiración de la CIA para derrocar al gobierno democrático suplantado por Reza Pahlevi.

***Orientalismo, en el sentido usado por ensayistas como Edward Said, significa la representación estereotipada, prejuiciosa y mistificadora de las culturas orientales. 

Antonio Noyola, Chihuahua, 1950. Escritor y documentalista.

http://vuelopalabra.blogspot.mx/2012/08/kapuscinski-realidad-y-ficcion-1.html