• Antonio Noyola
  • 19 Diciembre 2012
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Por Antonio Noyola

 

Kapuściński se identificaba con los sueños y padecimientos de los pobres y rebeldes del Tercer Mundo, y cuando regresaba de sus viajes sus amigos no sabían si iban a encontrarse con un guerrillero boliviano o un insurgente congolés. Después de vivir la revolución iraní dejó de comer cerdo y beber vino. El autor de Cristo con un fusil al hombro no creía que el periodismo objetivo fuera posible en situaciones de conflicto, y por eso estaba dispuesto a participar en los acontecimientos, no sólo a observar. Desde que escribió sus primeros reportajes en África, Kapuściński ganó fama de catastrofista pues tendía a cargar de tinta los sucesos. Colegas que lo acompañaron en Ghana, por ejemplo, cuentan que en sus reportajes una situación de cierto peligro se transfiguraba en una amenaza de fusilamiento, y el entorno se ensombrecía: la hierba de un metro se duplicaba, el camino transitable se angostaba y llenaba de hoyos. Esto no significa que Kapuściński se esforzara menos de lo debido o le faltara valentía. En África contrajo malaria y tuberculosis. En busca de una exclusiva, una vez recorrió 750 kilómetros en coche en un día. Y si bien escribía con gracia inimitable, lo hacía sin el rigor periodístico deseable y dejaba que la leyenda nimbara su figura.

     En la portada de la edición inglesa de La guerra del futbol podía leerse que Kapuściński había sido amigo del Che Guevara en Bolivia, de Salvador Allende en Chile y de Patricio Lumumba en el Congo. Lo más probable es que de los tres, sólo haya conocido fugazmente al defenestrado presidente chileno, y aun eso es inseguro. Domoslawski cuenta que cuando alguien mencionaba el asesinato de Allende en Santiago o la matanza de Tlatelolco en la ciudad de México, Kapuściński decía: “Sí, yo estaba allí entonces”. Quería decir que había estado en ambos sitios en la época en que habían ocurrido los acontecimientos, pero como comprobó Domoslawski, no en la fecha ni en el lugar precisos. “Este método de construir mitos consistía en deslizar sugerencias, crear convicciones en la mente de las personas. Kapuściński no entraba en detalles, no completaba el relato y en caso de verse contra la pared podía echarse atrás.” Fue lo que hizo cuando Jon Lee Anderson, su colega de The New Yorker y autor de un libro sobre el Che Guevara, le pidió que le hablara sobre el guerrillero. Kapuściński contestó que la nota de la edición inglesa era un error del editor. Más tarde, Anderson encontró la fábula repetida en una edición de Ébano, el gran libro africano de Kapuściński.

 

Investigando en varios países, Artur Domoslawski comprueba que  Kapuściński ha faltado a la verdad en casi todos sus libros. Barbara Goshu, una galerista etíope, considera a El Emperador tan fantasioso como los cuentos de Las mil y una noches; Haile Selassie, retratado por Kapuściński como un ignorante, leía con fruición en amárico, francés e inglés. El Sha, según Abbas Milani, biógrafo de Reza Pahlevi, está plagado de errores e imprecisiones. Kapuściński escribió que en el Irán de Pahlevi había cientos de miles de presos políticos; Milani, que fue uno de ellos, asegura que nunca pasaron de 4,500.* Ébano es severamente enjuiciado en el Times Literary Supplement por John Ryle, experto en la historia de África; además de enumerar copiosos errores fácticos, Ryle  señala que a pesar de su simpatía por las luchas anticolonialistas, Kapuściński ejerció una suerte de “orientalismo”** que hace prevalecer el mito sobre la historia e infantiliza a las sociedades africanas. Su suposición de que en África no hay librerías y sus líderes son iletrados, ignora más de un siglo de investigaciones universitarias y la existencia de más de cien universidades y bibliotecas.

Cuando un colega le reprochó el descuido con el que había narrado cierto episodio, Kapuściński, que era muy sensible a la crítica, respondió airado: “¡No entiendes nada! ¡No escribo pensando en que cuadren los detalles! ¡Lo que importa es la esencia de las cosas!” Sus obras, en efecto, iluminan con arte consumado los resortes del poder dictatorial, el anhelo de dignidad de los pobres y los motivos de la rebeldía social. Pero el dilema subsiste: ¿es legítimo inventar en un reportaje periodístico?

     En un curso, el propio Kapuściński esclareció las diferencias entre el periodismos anglosajón y el europeo. El periodismo cultivado en Estados Unidos e Inglaterra, de temple liberal, pretende representar a toda la sociedad, y exige, por tanto, información imparcial, objetiva y rigurosamente contrastada. La tarea del reportero consiste en registrar hechos, no en emitir opiniones; quienes opinan son los columnistas. La prensa europea, arraigada en los movimientos sociales, ostenta su compromiso político, y los reporteros expresan sus opiniones sin cortapisas. Kapuściński está emparentado con autores estadounidenses como Tom Wolfe, Truman Capote y Norman Mailer, quienes escribieron reportajes y crónicas subjetivas, aunque casi siempre las publicaron en revistas o libros, no en periódicos. 

 


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