• Antonio Noyola
  • 19 Diciembre 2012
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Por Antonio Noyola



“¿Y vas a contar todo eso”, le preguntó una colega al reportero Artur Domoslawski, quien llevaba años recopilando datos sobre Ryzard Kapuściński y había descubierto que éste no siempre distinguía entre la realidad y la ficción, o para decirlo menos suavemente, incurría en exageraciones, inexactitudes y mentiras. “¿Qué otra cosa puedo hacer?”, le respondió Domoslawski, admirador del gran periodista polaco pero partidario de retratar a las personas con sus luces y sombras. El resultado,Kapuściński non–fiction,* es una biografía de primera línea que anima el debate sobre los nexos entre la realidad y su reconstrucción periodística.

     Como en todas las sociedades totalitarias, en Polonia imperaba un doble lenguaje. Los polacos le decían a las autoridades lo que éstas querían oír, reservaban para los círculos familiares o amistosos sus auténticas opiniones, y cuando escribían usaban metáforas y sobreentendidos. Kapuściński aprendió esto desde muy joven. En un currículum–vitae destinado a un trámite académico, confesó que las diferencias ideológicas con su familia lo habían llevado a vivir solo. No era así, vivía con su familia; pero a mediados de los años cincuenta hablar mal de los padres, que se habían formado en la corrupta sociedad capitalista, era una norma para los jóvenes miembros del Partido Obrero Unificado Polaco.

     Rysiek, como los llamaban sus amigos, comenzó su andadura periodística con poco más de veinte años de edad. Pronto llamó la atención con un reportaje en el que mostraba las opresivas condiciones de los obreros de Nowa Huta, el cual pudo publicar gracias al censor, un conocido que se hizo de la vista gorda. Después de la previsible reacción oficial –el cese del director del periódico y del censor–, una comisión oficial visitó Nowa Huta, y comprobó la veracidad del reportaje. Rysiek fue condecorado, y conforme a Domoslawski, extrajo tres lecciones de esta historia: “escribir significa exponerse a riesgos y asumir consecuencias […] la palabra escrita puede cambiar la realidad; y […] es importante buscar «arreglos» por vías no oficiales, contar con una red de amistades en los puestos de poder.”

     En 1956, el informe de Nikita Jruschov que revelaba los crímenes de José Stalin, agitó a los partidos satélites de la URSS; en el polaco se enfrentaron dos tendencias, una ortodoxa y otra reformista. Después de que una rebelión obrera en Posnán se saldó con un centenar de muertos, Gomulka, un líder de talante conciliador que había permanecido injustamente encarcelado por años, tomó las riendas del país, y aunque alentó esperanzas, terminó alineándose con los rusos. Ese mismo año, Rysiek trabó su primer contacto con el Tercer Mundo durante un viaje a la India; allí fijó las coordenadas de su quehacer periodístico: “empatía con los pobres, protesta moral contra las potencias coloniales […] interés por la alteridad.” En adelante, como escribe Domoslawski, buscó en otros lugares la revolución que se había perdido en su propio país. Kapuściński pudo emprender una fructífera carrera periodística en África y América Latina, dando cuenta de los procesos revolucionarios que acaecieron en ambos continentes en los años sesenta y setenta, mientras en Polonia el régimen se endurecía.   

 La ayuda y protección de las altas esferas del partido y del gobierno tenían un precio, y Kapuściński, sobre todo en sus comienzos, tendía a coincidir con el punto de vista oficial. Mientras el gobierno polaco mantuvo buenas relaciones con el de Etiopía, Kapuściński vio al emperador Haile Selassie como “un hombre de energía desbordante, mente aguda y gran sensibilidad (…) sin duda, la mente política más preclara de aquel país.” Después de ser derrocado por un grupo de oficiales respaldados por la URSS, Selassie se convirtió en un sátrapa ignorante. Al mismo tiempo, Kapuściński ejercía la crítica con alusiones que no pasaban desapercibidas para las élites polacas. Cuando publicó por entregas los finos y penetrantes relatos que años después integrarían El Emperador, uno de sus mejores libros, transpuso a Etiopía el doble lenguaje que regía en Polonia: “El que quería escalar los peldaños de palacio primero debía adquirir el conocimiento negativo, es decir, debía saber, ante todo, lo que le estaba prohibido a él y a sus súbditos: lo que no se debía decir o escribir, lo que no se debía hacer, omitir y descuidar.”

 


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