• Sergio Mastretta
  • 17 Enero 2013
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Por: Sergio Mastretta

            Inercias presentes

 

            A la espera del Virrey Piña Olaya, recuerdo dos inercias en la historia poblana:

            1.- Guillermo Treviño, el viejo líder ferrocarrilero, no tienen memoria del año en que nació. Pelea con su camarada comunista Valentín Campa y con su enemigo cetemista Fidel Velázquez la longevidad. Hijo de un villista fusilado en Nuevo León, es muchas cosas por el final y por el principio, en fechas que se enredan como los nudos de sus manos; la huida de adolescente al puerto de Tampico por un pleito policiaco; su entrada al mundo por esa puerta falsa y mágica de los chinos; sus primeras andanzas en los patios rieleros; su ingreso masónico a los estratos de la clase obrera ferroviaria; su nacimiento en el religioso valle de vida clandestina del partido comunista; la persecución obregonista por tomar partido de la huertista en la guerra del invierno del 23-24; la apertura al paisaje socialista universal en el viaje a Argentina; la disciplina del trabajo en la ruta Puebla-Cuautla en el Interoceánico; las jornadas de propaganda en la región febril de Orizaba con los carteles diseñados por Siqueiros; las noches inmensas en un hotelucho de la 4 Poniente por el rumbo del Ferrocarril Mexicano, con el todavía anónimo Agustín Lara, inspirado por “el piano viejo que refleja el espejo su sonrisa de marfil”, todavía la canta el viejo Treviño “y en la risa lleva una tonada que me parece arrancada de París”. Cuantos sueños entonces, sufridos bajo la persecución anticomunista de Elías Calles en 1927. 10 años antes de que los poblanos comentarán para sus adentros, en pleno cardenismo, “sí aquí gobierna Maximino”.

            En 1939 Guillermo Treviño encaraba al mitin frente al Palacio de Gobierno, en lo que ahora es Tesorería Municipal. Era en los meses de la Administración Obrera de Ferrocarriles Nacionales. Líder de los patieros poblanos, estaba al frente de la negociación del contrato colectivo de la rama con la empresa. Y no recuerda lo que dijo. Apenas terminó la arenga, un senador amigo suyo le habló al oído: “Abusado, ahí están los sicarios de Maximino, te van a matar”. Era común la amenaza y era común que se cumpliera. Guillermo se escondió por un tiempo en la ciudad de México. Ni admirarse, eso lo vivía cualquiera que se llama comunista.

            Pasaron muchos años, Guillermo estuvo al frente de la toma del sindicato en 1947, el local de la sección 21. Sobrevivió como dirigente al charrazo del 48; encabezó el destacamento obrero que quemó caminos junto con los estudiantes en contra del alza al transporte urbano en 1949, cuando mandaba el gobernador Betancourt; y en 1958 dirigió en la región el movimiento vallejista que puso en jaque en agosto de ese año al aparato corporativo de control laboral; y sufrió la represión como tal en marzo de 1959, cuando el sonriente López Mateos liquidó la insurgencia obrera en todo el país. Recuerda su detención en el campo militar, y a los presos que le cantaban “Señor Treviño, señor Treviño, esos huevotes no son de niño”. Y los siete años de exilio en Uruguay, justo en el tiempo de que la rebelión popular termina con lo que parecía el último suspiro de avilacamachismo poblano. Tiempos tan cercanos, detenidos en la memoria de cualquier viejo.

            Ahora está en su sillón de viejo, entretiene la soledad con una jauría de gatos, a la espera de los amigos ingratos que como yo, no lo visitamos. Con las preguntas entumecidas en las manos ¿Qué fue de la insurgencia obrera? ¿Dónde se perdió el sueño comunista? ¿En qué se convirtió aquel mundo que combatimos?

            2.- Los vieron venir y tronaron la boca con la displicencia del abarrotero. Tenían en mente el sonido de la caja registradora en las temporadas de mayor venta: veían entretenerse a los sobrinos en “la demostración de juguetes” y en la venta de tarjetas de navidad tras los mostradores larguísimo frente a los que se apiñaban los clientes. Los vieron venir, pero se pensaban pastores dichosos en un valle simple sin lobos. Simples y llanos como buenos católicos del altiplano, eran los dueños del comercio: La tarjeta Rodoreda, La Nueva España, Almacenes Armenta, La Sorpresa, Librería Letrán, La Sevillana, El Caballero Elegante, con sus hombres de tirantes en la guardia del movimiento de las empleadas anónimas y secretarias perennes, atrincherados en el centro de la ciudad suspendida en la cuadrícula de sus tradiciones, como el apacible silencio de una tarde de domingo.

            Pero los avisos llegaron uno a uno a instalarse en las mismas entrañas de esos señores, sobre los baldíos de las casas que dejan derrumbarse. Cualquiera pudo ser la primera: Sears, en la 3 Poniente, Woolworth en 5 de Mayo, Salinas y Rocha en Reforma, Blanco en los que fuera Las Fábricas de Francia. El grito de alarma sonó cuando la Comercial Mexicana ultrajó sus conciencias; ocupó una manzana entera sobre los cimientos más rancios del orgullo patronal, el espacio que guardara la fábrica textil La Poblana.

            “Eso no funciona”, dijo en una sobremesa don Abelardo Sánchez, dueño, junto con su hermano Basilio, de la tienda más próspera de la ciudad, La Tarjeta.

            Y al ultraje siguió la blasfemia: las nuevas tiendas no cerraban los domingos. Cualquiera de entonces recuerda a las señoras sorprendidas de romper el hábito de la misa matinal los domingos. “Voy al supermercado” era una frase equivalente a la actual de “voy al videoclub”. Los comerciantes llamaron a una reunión formal del gremio con toda seguridad en el Teatro Principal. Presidió don Abelardo. La demanda era precisa: exigir al gobierno que no permitiera la apertura dominical de los comercios. “Frenar a los arrivistas” era la consigna.

            Pero hizo un mutis el gobernador Aarón Merino Fernández. El había llegado al relevo del derrocado general Nava Castillo. Como había llegado la Wolksvagen, y en el panorama seguían HILSA, Pemex, Ciba Geigy y el gran capital foráneo y trasnacional que a un ritmo semilento reindustrializaría, sobre los viejos capitales textiles y comerciales, el corredor central de Puebla. “Gobierno despilfarrador”, decían a media voz los críticos; “Gobierno ladrón”, decían a media voz los comerciantes. Y veían como junto con las tiendas de autoservicio en la ciudad se instalaba el cambio; se abría la avenida Hermanos Serdán, se armaba el esqueleto del estadio Cuauhtémoc, se terminaba de asesinar el río San Francisco –con un solo tubo, no con dos, como lo había diseñado el gobierno de Nava Castillo.

            “Es un suicidio salirse del centro”; comentaron los señorones cuando escucharon por primera vez de la construcción de los centros comerciales. El tiempo no les dio la razón. Sólo Rodoreda encontró la salida de calabozo changarrero.

            3.- Cuánto cambia una sociedad de un día para otro, se preguntaba allá por 1961 el joven reportero llegado de Guarrero. ¿O tan sencillo le sería comprender a los poblanos? ¿Sería su mundo así tan decidido a lo blanco y negro?

            Cubría ya, para siempre en su carrera, la fuente política y al gobierno estatal. Platicaba todos los días con Fausto M. Ortega, porque todos los días el gobernador lo encontraba ahí, en una oficina que prácticamente no tenía antesala. Eran los tiempos más elementales, así que poco ameritaba el aparato estatal. Don Fausto, oficial mayor con Rafael Ávila Camacho, un burócrata común y corriente puesto ahí en el poder de la familia teziuteca, recibió línea del Presidente Ruíz Cortines para romper de una vez el cacicazgo: “Usté va a gobernar –le dijo el veracruzano-, no los Ávila Camacho”. Por eso Rafael subió un día hasta el despacho de Don Fausto y lo agarró a fuetazos, a la usanza de su hermano mayor, como último signo de esa fuerza perdida.

Eran tiempos elementales, piensa ahora el experimentado reportero. Estudiaba Leyes en El Carolino, en el primer patio. Hasta allá llegaban los de Medicina a mentarles la madre: “Ley, justicia y ciencia, chingue a su madre jurisprudencia”, gritaban los futuros matasanos. “Formol, benzol, bencina, chingue a su madre Medicina”: Y luego seguían los cadenazos de los grupos sobre la 4 muy lejana todavía de su pomposo bautizo de Plaza de la Democracia.

            Pero cuánto cambia una sociedad de un día para otro. Una tarde cualquiera de 1961 se olvidaron las consignas gremiales entre Leyes y Medicina. El reportero vio formarse los dos campos ahí a la vuelta, frente al Palacio Municipal; los mismos rostros, las mismas cadenas, pero las consignas confirmaban la entrada de los sesenta:

“Mueran los FUAS”

“Mueran los comunistas”.

 


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