• Mundo Nuestro
  • 26 Septiembre 2013
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Por: Mundo Nuestro

El monte

 

Camino a Huehuetónoc por una sierra baja y requemada por el sol del invierno tropical, mal hallada por los ganaderos, pero todavía con unos encinares de maravilla. La brecha recorre 23 kilómetros por una cañada que forma un río hermoso y fuerte, aún en enero, el Huhuetónoc, que desde la Montaña baja como afluente del Quetzala, y que en algún punto del camino le llaman Santa Catarina. Al norte, y siempre a la vista del camino que quiebra un mediano lomerío, la figura recia de la sierra alta, que nombran La Montaña de Guerrero, un vertedor de aguas cristalinas y miseria mixteca, tlapaneca y amuzga. Un territorio florido en el que se han resguardado por siglos estos pueblos antiguos. Me señalan, en el primer tramo del recorrido, un bosque denso a la izquierda y en subida hacia la montaña alta, a cargo de la comunidad de San Jerónimo. Eloy Salmerón describe su creciente afectación por la tala y el riesgo que corren decenas de comunidades que beben de sus escurrideros y manantiales. En Las Minas el camino tuerce a la derecha y enfila por la cañada hacia Huehuetonoc. Abundan los encinos como flora principal, y por todos lados, con la notable ausencia de las vacas, los terrenos abiertos al agostadero. Aquí y allá, las huellas que dejan las mulas al arrastrar desde las cañadas los tablones y polines que han rajado de los árboles cuadrillas de taladores del poblado de Las Minas, campesinos pobres que esperan la llegada de la noche para arrimar hasta la terracería la madera que recogerán las trocas de los comerciantes de Ometepec. Los encontraremos por la tarde, casi noche, de regreso. El hombre a cargo, asustado y con el machete en la mano, una vez que se ha convencido que no somos judiciales cuenta que vende los polines a treinta pesos la pieza y que qué ha de hacer si la necesidad los obliga. Sumo unos viente polines mal cortados, y otro tanto de tablas y lambrines para las casas de adobe que se construyen en la región, tal vez unos mil 500 pesos de mercancía. A unos metros de donde lo encontramos se apilan más tablas, estas sí bien cortadas y con un destino mercantil que cruzará la frontera de estas sierras tropicales. Ni idea de cuántos campesinos como él tendrán su recodo y sus mulas y sus viajes, uno tras otro, desde el fondo de la cañada, hasta la carretera.

 

El río

 

El río Huehuetónoc es hermoso en sus vegas y escurrideros. Lo imagino bronco y peligroso en el verano ardiente de los huracanes. Cuando lo cruzamos por un puente bien armado, observamos una mano de chango que extrae arena y piedra para los obras federales del camino y las viviendas; cuatro camiones de Invisur, el organismo de vivienda estatal, van y vienen por la brecha hasta la Comisaría de Huehuetónoc. Al verlos en el trajín, nos preguntamos si las empresas contratadas le pagarán a alguien el material que seguramente aparecerá en el presupuesto proyectado. 



El pueblo

 

Huehuetónoc, a medio día, se ilumina de muchachas que han salido apenas de la secundaria, instalada sobre la carretera, a diez minutos de caminata de la entrada de la comunidad. Empolvadas y risueñas, se pierden en caserío; por la tarde ya no las veremos con las falditas café y  las blusas blancas: aparecerán para algún mandado con sus huipiles floreados y la mirada en el  piso.

La calle principal es una cuesta larga con un caserío en el que sobreviven el adobe y la teja, por lo que el pueblo guarda la armonía y el carácter de un tiempo desaparecido en la mayor parte de México. Es hermoso por donde se le mire, y en particular desde el atrio del templo, en la cima de la loma en la que se tiende. En los solares las sombras de almendros, mangos, naranjos y ciruelos, con las frondas mecidas por el viento, han sometido al sol, que busca desquite en la calle encementada. Los arquitectos del gobierno han roto toda concordia visual al plantar una estructura metálica de dos aguas, con láminas de plástico en el techo, sobre la explanada que cumple la formalidad de contar con una plaza. Y lo han hecho en todos los pueblos que la carretera cruza desde Acapulco hasta estas inmediaciones de la Costa Chica y la Montaña. La sombra y el cobijo la merece cualquiera, pero el embuste de la obra pública queda en la memoria sin pena.

La plaza techada es camino de paso de camiones de Invisur, sitio de descarga de un torton de DICONSA, grada en la que supervisan los movimientos las autoridades locales y cancha de una furiosa contienda futbolera entre quince chiquillos amuzgos.  No hay fueras ni regla mayor, salvo la mínima de establecer dos porterías y dividir en bandos la persecución de la pelota. No hay un jugador que tenga zapatos, la lucha es a pie ráiz, y no hay estimación alguna por la edad, que va desde los cuatro hasta los catorce. Del griterío incluido en el espectáculo, mi fanatismo logra acechar la palabra gol entre una reyerta de voces, imprecaciones y bufidos. Cuando llego el partido va 1 a 1, según me señala el más aguerrido del juego, un muchacho colgado ya de un bigote, próximo a la migración jornalera y al matrimonio, con poca técnica pero con la mayor enjundia, por lo que acabará sometiendo a sus rivales con un claro 4 a 1. Los encontraré más tarde, a la mayoría, en una nueva escaramuza tras la pelota, pero en el patio de la primaria.



Aurora

 

Tiene 52 años, mi edad. Le mataron al marido hace unos años, y sus asesinos pagaron con sangre y cárcel el crimen.  Pero la desgracia se ha desvanecido como la bruma de la mañana, y uno sólo encuentra en ella la sonrisa asentada y tersa de la luz de la media tarde en el campo.
Su sonrisa viene de muy lejos, como si hubiera vivido siempre en Huehuetónoc, como si la escuela primaria 5 de Mayo en la que trabaja de conserje siempre hubiera contado con esos salones a los que llegó recientemente el gol por la educación para instalar las 16 computadoras, como si el salón de primero, con su piso de tierra y su techito de zinc sin paredes ni ventanas la hubiera escogido a ella como la primera alumna para el reto brutal de aprender a escribir en español sin entender una sola palabra castellana. Es Aurora, con el huipil rojo de pájaros y plumas que esconde su cuerpo voluminoso, redondo, como su rostro restirado por peinado atado a la nuca por ligas y pasadores. Aurora tiene la profundidad serena de los ojos negros, y la cadencia en la voz para pasar con ella la vida entera para escuchar sus historias, sus recuerdos, su canto.

“Ya ahora, en este tiempo –dice--, ya no quieren ser campesinos, ahora quieren que el vestido, que el reloj. La misma familia de los inditos ya no quieren, por eso yo le dije a una maestra yo le voy a cantar una canción que yo estoy observando en mi tiempo, y se la voy a cantar un cachito, no todo...

 

“Cuando a mí me gusta salir a los campos del hermoso pueblo donde yo nací,  con mi retrocarga y mi cuaco retinto y mi voz por delante eso sí que sí.

Todos critican que aquí mi pueblito pues sí los inditos pues usan calzón, para qué queremos andar bien vestidos andar presumiendo sin cargar tostón.

Por ai se encuentran algún catrincito que maneja el carro de la población, con gusto le dicen las muy presumidas por ai yo te espero justo en mi cantón...

 

“Se la compuse a las chamacas presumidas. Hice otras, pero se me olvidan. Aquí la gente canta en la canción amuzgo, los hombres, cuando se enamoran de una muchacha ya agarran su botellita con su aguardiente y ya se sientan junto la muchacha y ya le están echando las flores y ya le dicen te voy a cantar el ticucha, la canción que te dediqué para ti, y ya la muchacha le dice cállate, yo no quiero oir nada. Y ellos la cantan, pero en amuzgo, con su canción enamorando la mujer. Mi esposo, ¡él no me cantó!, muy borracho, me enojaba con él, lo único que él me cantaba el barrio pobre. Ora ya no hacen eso, ora pura canción moderna, ora la juventud si canta el amuzgo, el ticucha se burlan de ti. “



Aurora canta en amuzgo una canción de las antiguas: Cuando yo me enamoré de ti, me pensé mucho en ti, yo te dije en mis palabras que me gustabas, tú me despreciaste pero no me rechazaste. Yo estuve contigo porque yo te quiero, en nadie veo más bonita, como tú una flor en una peña muy grande que yo tuve que alcanzar. Me gusta esa flor, y aunque yo me caiga de esa peña levantaré la flor, porque me gustó... Pobre mujer chula, como una flor de la peña...

“Mucho venía un antropólogo de México, y me decía cuéntame una historia, cuéntame todo. Ese señor venía aquí a hacer su libro, cuéntame de la vida más antes, me decía, cómo no don Roberto y dijo que iba mandar el libro, y sí mandó uno con mi sobrino ese antropólogo de México, no sé dónde quedó. Yo nomás le contaba, que cómo vivía la gente, cómo era la comunidad, eran casitas eran así redonditas de zacatito, no estas son casas nuevas, cuando yo conocí puro redondito, eran tres casas de adobe que había aquí, eran de los ricos de aquí, no las casas eran de bajareque, le ponían palmito, le ponían zacatito alrededor bien redondito, eran más frescas, resistían un temblor una lluvia ni siente uno. A mí me gustaría tener una casita de esas, pero ya no tengo marido. Y ora las nuevas, uh no, un calorón que se siente en esa casas, no, yo le digo a mi hijo yo no me gustan esas casas yo mi casita de adobe, pero es que ellos muchos se van al norte y ya quieren ser lo que ellos vieron, y yo le digo a mi hijo no vayas a tumbar la casa, no no no, papacito cuando yo me muera, porque cuando yo me muera no me vas a enterrar en caja, rasca la tierra hondo, envuélveme en un petatito y entiérrame, yo no quiero caja, ataud, no, miedo les tengo yo, no, petate. Para qué la madera... Yo conocí esos cerros, bastante monte, ahí donde vivo onde está esa palmita, está una barranca, llegaba el tigre, el león a comerse las puerquitas que andaban, le comían el hígado, la carne... Que vas a ir hasta el río, no podía uno que a lavar, no, nos espantaban los animales, muchos animales antes, cotorros, periquitos, ora qué va a ver esos cerros pelones mire, dónde van a vivir. Ahí se veía verde verde, puro monte, ora qué va a ver, esos cerros pelones tan horribles. Aquí detrás de esta escuela, donde están estos salones que fueron a ver ahí, había un pozo bonito, taba saliendo el agua, ai mandábamos los niños cuando se bañan porque en la barranca los tigres, los animales malos. No aquí donde juegan los niños hartos árboles y los pozos bonitos, ai donde está la Clínica estaban dos palos grandes y unas pilas, muy bonito antes, nomás limpiábamos los pozos porque ai bañábamos los niños. Pero pasó que donde ´bía barrancas la gente construyó sus casitas, fue rellenando y el agua quedó abajo, es lo que pasa, que todo quedó mal, mal, ora está feo el pueblo, la verdá, qué bonito va estar, ora qué árboles quedaron. Mire el monte, lo que pasa es que le echan mucho líquido cuando están sembrando, van quemando. Yo antes sembraba en un terreno que tengo, mi maíz, tenía yo una casita, ya se iba mi marido, cuando venía la luviecita las manadas de jabalís, manadas de venado, mataba uno nomás pal gasto, muchos animales, qué va a sufrir de hambre antes, muchas yerbas, porqué, no usaba líquido la gente, ora echan líquido y siembran marihuana, ai no. Ya no siembro porque se vino un derrumbe y llenó mucha tierra, ya no se puede, salió una agua allí, llovió cómo le dicen tromba, el agua mantecosa, apestosa, amarilla en los arroyitos, apestosa el agua, a petróleo, amarilla, agua hedionda. Le dije mi hijo que voy a empastar. ¿Sembrar árboles? Alrededor hay mucho encino grandísimo, encino amarillo, que ocupan para las casas.

“Ocho años tiene que mataron a mi marido, ya trabajaba yo aquí en la escuela, así es señor. El fue a cuidar su milpita, estaba comiendo el animal la milpa, por eso llevaba la pistola, oí los disparos, por eso lo mataron, nomás por la pistola. No eran de aquí, vive en Acapulco esa gente, pero está preso uno, y al otro lo mataron, por mañoso, se fue a meter a una casa y lo mataron, todo se paga. Mi marido no era de pleito, toda la gente lo quería, no le gustaba hablar groserías, soy más grosera yo que él.

“Yo tengo un hijo en Acapulco, ya se fue a trabajar, y otro en la secundaria, y este más chiquito. Es poco lo que gano, ganan más las maestras, ellas como dos mil y pico a la quincena, y estoy todo el día, cuando ellas se van al ratito yo vengo. Y mire, tengo que poner candado para la escoba mi jerga, pero dañaron el candado, porque la juventud ya no respeta, se meten y hacen sus necesidades, porque atrás no hay malla y el portón ya está caído, y las muchachas, que los condones, ya no tienen miedo.”

 


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