• Gloria Mejía
  • 06 Febrero 2014
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La Xochipila. Foto de Gloria Mejía

Xochipilli. Dios del sol. De la vegetación y del agua. Combinación perfecta para el renacer. Los españoles con su conquista destruyen. Modifican. Y bautizan.

San Juanito Tecacahuatzintle o Xochipilli. Así le llaman. Aunque es hombre, por San Juan. La población la quiere mujer, como una madre, y le llaman la Xochipila. Y la celebran cada Día de San Juan, de acuerdo a la religión católica, el 24 de junio. Es un centro ceremonial enclavado en esta sierra mágica.  Una roca que tiene cinco metros de altura. Once de diámetro mayor y cinco del diámetro menor. Alguien lo ha medido y lo ha subido a Wikipedia. Para todo hay.

Estoy en Xicotepec de Juárez, uno de los siete pueblos con la categoría turística de “mágicos” con los que cuenta nuestro Estado de Puebla. El título lo otorga la Secretaría de Turismo a los municipios que guardan y conservan sus tradiciones indígenas.

 

Junto arroyos. En medio de ellos se levanta la Xochipila, de origen prehispánico. Una serie de montículos de piedra  que rompen con el entorno moderno. No entendemos qué hace ahí. Una cruz de piedra lo condecora. No lo sé.

Subir a ella, a esa joroba elíptica, es una sensación de sanación o de miedo. Por captar las malas energías ahí vertidas. Entre gallinas negras, velas oscuras y flores marchitas. Hasta las velas blancas y flores frescas.

El paso de los zopilotes rondando la presa cargada de males. De energías misteriosas que sacan los brujos indígenas.

Y es que a ese lugar llega de todo. Brujos “blancos” y “negros” a los que se les paga para sacar el mal que se mete al cuerpo y llega a la cabeza. Subir para ver morir a una gallina cargada de daño, para que con su sangre  comience el ritual  de ofrecimiento del mal a la  Xochipila, con tal de que sane el cliente, para que lo libere de sus males y hechizos. Subir para que se le regrese el mal espíritu a quien lanzó la maldición.

 

Una limpia para el mal de amores

 

La Xochipila recoge malas vibras. Envidias,  salaciones. Ahí también se trabaja lo blanco. Los males de amores. Las desaventuras y los engaños de parejas.

Con una simple limpia del huevo de una gallina o guajolota. Una  vela blanca, lociones para que amarre  y las hierbas de romero, ruda, albaca y pirul.

Para eso está Doña Eulalia.



La mujer  llega temprano. Lleva velas amarillas. Delgadas y largas. Lleva sus hierbas y también huevos de guajolota. Hace oraciones. Pide a los dioses blancos, que la preparen para su trabajo. Lo hace en su lengua materna que es náhuatl.  Intenta traducir a un español del que poco se entiende.

Hace su ritual. Ora sobre el cuerpo de su clienta. Una mujer joven, que oculta el rostro con su cabello para evitar ser reconocida.

Desde la ventana de una casa. Una mujer observa. Mueve la cabeza, en negación. Acostumbrada ya a esa escena. Cierra su cortina.

Mientras,  la que sufre el mal de amores, abre los brazos y las piernas en compás. Y doña  Eulalia  con sus 82 años, sube y baja con las hierbas por todo el cuerpo de la chica que cierra los ojos. Los aprieta fuertemente. Como si se  implorara en sus adentros que se le “haga el milagrito”.

La vieja pasa el ramo de hierbas una y otra vez por su cara golpeándola. La hace  con fuerza para sacar la mala suerte, que la ha llevado a no encontrar marido. La chica se muerde los  labios.

 

Es turno del huevo de totola. Un ejemplar grande y pinto. Y realiza la misma limpia. Después, la bruja  blanca rompe el huevo  en forma de cruz para dejarlo caer en un vaso con agua. La yema amarilla  flota. Y la clara toma  un color blanco, como si estuviera el huevo cocido. Y algo le dice a la chica que no entiende.

Ahohra se siente el rocío de una loción que apesta a metros de distancia. “Siete machos” le llama doña Eulalia. Con ella sella su curación.

Las velas prendidas quedan en el lugar. Las hierbas las envuelve en un periódico y se las da a su clienta, para que las arroje lo más lejos que se pueda, sin tocarlas de manera directa.

La muchacha ha sonreído. Ya no se esconde. Paga con billetes, feliz. Liberada.

Lo noto en su caminar cuando se aleja. Movimientos de caderas seguras. Plena, curada de ese mal de amores que la aqueja. Y con más seguridad, la veo partir. Sube contoneándose por la escalinata por la que abandona el lugar. Ya no mira a la Xochipila. No voltea. Tal vez temerosa de jalar el aire que se quedó ahí.

Doña Eulalia se rocía en sus manos  la loción pestilente. Se limpia con su reboso. Vuelve agradecer a sus dioses blancos. Ella sí le dice algo a su Dios Zapoteco. Ora en sus  montículos.

 Se acomoda su chal en la cabeza y cubre su cara a la mitad.

Toma su bolso de plástico.  

Y se va, encorvada, sin olvidar su cultura y tradición de tantos años que no se han ido. Mañana regresará a ese mismo lugar, sus clientes serán recibidos  por  San Juanito Tecacahuatzintle o Xochipilli, el príncipe encantado, como aquí también le dicen. Doña Eulalia, la bruja blanca, como tantos otros los brujos blancos y negros de la región, va a deja los males de la gente. Para que cargue él, Juanito Tecacahuatzintle Xochipilli,  las malas vibras.

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